Los
virus a veces están en el cuerpo, otras están en la mente. A veces
se curan, otras veces vivirás en una especie de simbiosis con ellos.
Como espectador de la Muestra SyFy, tengo una especie de relación
amor-odio con ese ambiente festivo “mandanguero”, del que varios
tuiteros han visto este año una exacerbación irritante. Es cierto,
por ejemplo que en películas como “The lodge”, los graciosos se
habrían ido callando a medida que el meollo comenzaba (así sucedió
por ejemplo en pases históricos como el de “Déjame entrar”),
pero en 2020 las retransmisiones y reinterpretaciones jocosas de lo
acontecido en pantalla duraron TODA LA PELÍCULA durante la
proyección en la Sala 1, hasta el punto que me pregunto de qué se
enteraron realmente la mayoría de los “graciosos”.
“The
lodge”, creada por los mismos responsables de “Ich seh, ich seh”
(aka “Goodnight Mommy”), Veronika Franz y Severin Fiala, y
distribuida, esto no lo sabía yo antes de verla, bajo la bandera de
la renovada Hammer, es un relato de suspense psicológico ambientado
en una casa de campo aislada en mitad de la nieve y en la que dos
niños y su nueva madrastra tienen una difícil relación que lleva
la historia por terrenos muy malrolleros en los que lo sobrenatural y
la religión tendrán un protagonismo inquietante. Pues bien, la
película es de las que se toman muy en serio, con una lentitud
deliberada y una austeridad que pretende (para mí lo consigue, pero
ya vi que para muchos otros no) resultar hipnótica, jugando a ser
previsible para dar el gran puñetazo a traición al final. Lo cierto
es que mi situación en la sala (siempre lo más delante posible)
hizo que los daños fuesen menores, pero comprendo que los sentados
más hacia la mitad debieron de sentirse como en un avión
secuestrado. Ya dije en 2019 que me molestó cuánto se tomó a
chacota “Quiero comerme tu páncreas”, pero por varias razones
creo que la Sala 2 no es opción, porque un poco de cachondeo puede
ser sano dentro de un orden y ver las peliculas en solitario silencio
ya es lo que voy a hacer en mi casa casi siempre a partir de ahora.
Nos van a hacer falta en la Sala 1 algunos Paul Kersey o Harry
Callahan de verbo afilado que impongan su propia ley cuando la peli
es buena. Vamos, seguirse tomando a broma la historia cuando sucede
lo que sucede con Alicia Silverstone (¡la puñetera Alicia
Silverstone en versión “cougar”!) y siendo testigos de la brutal
interpretación de la nietísima (de Elvis) Riley Keough, y ser tan
insensible a la avalancha de entrañables “tics” de autor que dan
su sabor a la obra (incluyendo un uso de las casas de muñecas
similar al de “Hereditary”) es prueba de que, si no había
coronavirus en el aire de la sala, sí había cierto tipo de síndrome
mental entre los espectadores que se contagiaba e iba a más.
Y
hablando del coronavirus, que es lo que nos mantiene encerrados ahora
y posibilita que yo esté redactando esta crónica, me hace gracia
pensar que Dolera afirmaba en una de sus presentaciones haber
recibido la consigna de no sacar el tema, poco después de que el
público coreara con palmas el nombre de la pandemia, en una muestra
de humor gamberro que, qué queréis que os diga, a mí sí me hace
cierta gracia por lo que tiene, vista retrospectivamente, de desafío
a lo que parecía entonces un montaje informativo pero se ha
convertido en un impedimento vital para todos los que no tuviesen,
como un servidor, un cierto corazón de “hikikomori”, amén del
verdugo de padres y abuelos varios que en muchos casos eran los
precursores de nuestro frikismo. Tomar a coña marinera algo que los
cincuentones apocalípticos que no han triunfado en la vida se
complacen en mirar como una especie de punto final para la especie
humana me resulta de una irreverencia sana, y más todavía porque
nadie sabía si el virus estaba realmente allí. ¿Hubo contagios en
la Muestra? No he visto nada en el Twitter de SyFy, aunque, claro, ¿cómo va a retuitear SyFy ningún mensaje en plan “me contagié en
el pase de “Rabid”?”. Porque, de hecho, parte de la guasa reside
en el hecho de que las pandemias antes de ayer eran ciencia ficción,
de ahí que siempre tengamos aspirantes ficticios a coronavirus entre
las películas de la Muestra, y este año no fue excepción.
Un
ejemplo, que he preferido dejar para otro capítulo, es “Blood
quantum”, la enésima epopeya de infectados a la que se pretende
dar un giro étnico y social, o ya la referida “Rabid”, segunda
presencia diferida en la Muestra del gran David Cronenberg, de quien
se vio “La mosca” en una de aquellas sesiones “Phenomena” de
la etapa en el cine Callao y que nos ha visitado en forma de su hijo
Brandon en “Antiviral” y ahora en el remake de su segunda peli
profesional pergeñado por las hermanas Soska. Estuve revisando la
original para cotejarla con la nueva y creo que se parecen solamente
en el plano cenital de la protagonista retorcida de dolor en el suelo, lo cual siempre he visto como una metáfora de la dismenorrea. Algo en principio positivo, porque, para hacer la misma película
otra vez, no se pone uno a armar un proyecto fílmico y arriesgar
capitales propios y ajenos. Creo no obstante que los temas de la
primera versión eran menos obvios que los de esta segunda, que me
recuerdan a cuando me gustaba el feminismo radical porque planteaba
una versión paranoide de la sociedad, la psicología y la biología
que daba un juego excelente para relatos de horror y ciencia ficción.
Lo único que se trata de atenuar un poco es el concepto del apéndice
fálico que, saliendo del hombre, hacía que, en el original, la
mujer fuera la penetradora, pero, por lo demás, el virus salva a la
protagonista de ser “Betty la fea” para el resto de sus días, la
coloca en primera fila del “prêt à porter” de la mano de un
sosias casposo de Karl Lagerfeld, la convierte en una vengadora
superpoderosa que acaba con las fechorías de un superviolador con
demasiada pluma para ser un ejemplo convincente de masculinidad
tóxica, y convierte en una ceremonia dantesca uno de esos desfiles
de moda que al parecer convierten a las mujeres en objetos. Las
Soska, de manera evidente, son seguidoras y conocedoras de
Cronenberg, pues insertan múltiples referencias y homenajes no solo
al original de “Rabia” (ese Papá Noel tiroteado), sino también
a otros títulos del canadiense, desde los uniformes quirúrgicos de
“Inseparables” a la posibilidad nunca descartada, al estilo
“Videodrome” de que mucho de lo que vemos se trate en realidad de
alucinaciones de la protagonista. Pero a mí, con todo el “gore”
salvaje de esta revisión, me sigue hablando más la original, la
sigo encontrando más desasosegante por su manera de retratar una
soledad extrema que la sexualidad exacerbada no cura, y por su modo
de sugerir, en uno de los finales más desoladores del cine, que el
individuo es definitivamente desechable. La nueva versión, apelando
a la represión y el encierro, o bien quiere sugerir que existe un
patriarcado que mantiene a las mujeres sin voz ni movimientos, lo
cual, a la vista de la cantidad de creadoras y personalidades
femeninas desenvolviéndose con éxito en los medios, no parece ir
más allá de la metáfora, o bien advierte sobre la reacción futura
de un poder masculino amenazado. En todo caso, el final original
tiene mucha mayor fuerza, como la película en general.
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