domingo, 4 de noviembre de 2007

"Someone comes to town, someone leaves town" de Cory Doctorow


Cada uno de nosotros guarda pequeños secretos que nos separan del común de los mortales. A veces, se trata de errores pasados que a nadie importan y deseamos olvidar, o de peculiaridades que en sí mismas no poseen gran trascendencia pero podrían erigir barreras entre nosotros y los demás en la vida social de todos los días. El caso de Alan, el protagonista de la novela de Cory Doctorow “Someone comes to town, someone leaves town”, es un poco más serio. En primer lugar, mató a uno de sus hermanos después de varias experiencias traumáticas de su infancia. En segundo lugar, el hecho de matar a su hermano no es óbice para que éste haya vuelto para vengarse de él y del resto de los hermanos que le ayudaron a acabar con él. En tercer lugar, Alan no tiene la más remota idea de qué tipo de ser se supone que es, pues su padre es una montaña, su madre una lavadora, y sus hermanos tres muñecas rusas alojadas unas dentro de otras, un adivino, una isla y un cadáver.

Esto bastaría para fundir los plomos al mismísimo Samuel R. Delany, proponente del poder para literalizar metáforas como gran arma retórica de la ciencia ficción. Pero no estoy seguro de que la novela de Doctorow sea realmente CF: la extravagante historia familiar se cuenta sin énfasis, como si se tratase de lo más normal del mundo (hablando de los padres de Alan, el narrador afirma que “él mantenía un techo sobre sus cabezas, ella mantenía su ropa limpia”) y nunca se presta atención seria a la cuestión de qué tipo de seres son él y sus hermanos, por qué no poseen ombligo, o qué eran exactamente los “gólems” que cuidaban de ellos en su infancia. Lo importante es el trayecto vital de Alan, su incapacidad para encajar en medio de personas que ni siquiera se quedan con su nombre, y la posibilidad de introducir cambios en su existencia colaborando en un proyecto para cubrir la ciudad de Toronto con una red “WiFi” gratuita y entrando en relación con Mimi, una mujer con semejantes problemas de incomunicación generados por otro secreto inconfesable: de su espalda surge un par de alas que su novio se ve obligado a cercenar de vez en cuando con un cuchillo para que a ella le sea posible salir y no revelar extraños bultos bajo su vestimenta.

La novela de Doctorow es sorprendente: parece mentira que una premisa tan estrafalaria pueda sostenerse, pero lo hace y muy bien, sin siquiera recurrir a una enorme batería de armamento retórico. El lenguaje es preciso y sencillo, pero a la vez de una gran capacidad evocadora que sabe hacer cotidiano lo increíble. Pienso por ejemplo en los momentos en que Alan desea hablar con su padre, la montaña, dirigiéndose hacia el centro de un lago subterráneo para esperar que los ecos y reverberaciones en las paredes de la cueva vayan formando la voz del progenitor, momento de una considerable magia que el autor, con admirable confianza en sí mismo, refiere sin mayor énfasis del necesario.

El intimismo y la sinceridad de la narración saben hacer entrañables momentos que en otras manos serían puro guateque surrealista: por ejemplo, el descubrimiento por Alan de las alas de Mimi y cómo la anatomía de éstas le produce un sentimiento indefinible de excitación erótica. Pero esta desnudez emocional también sirve para producir efectos devastadores, como en muchos de los “flashbacks” en que el protagonista rememora las razones que le llevaron a intentar el exterminio de su psicopático hermano. Hay un momento en concreto, y no lo quiero contar por si alguien llega a leer el libro, durante el cual, si no se te encoge el corazón al tamaño de un cacahuete, es que directamente no lo tienes.

La razón de tanto sentimiento, que no sentimentalismo, no es otra que poner sobre el tapete el aislamiento de las personas que se sienten diferentes, que no forman parte de la humanidad “normal”, que se ven encerradas en una burbuja de silencio, perceptible a los demás, por culpa del peso sobre su alma de sus peculiaridades. Más que recurrir a cuentos de hadas como los de Zenna Henderson en “El pueblo” (si eras un niño raro es porque te dejaron caer los alienígenas, pero un día ellos volverán a por ti, etc.), Doctorow recurre a un absurdo realista para retratar la psicología de los frikis encerrados en sí mismos, y propone, como otra cara de su fábula optimista, la disponibilidad de un Internet inalámbrico gratuito como otra posible panacea para que los seres sin ombligo y las muchachas con alas puedan llegar a contactar entre ellos en el mundo real (aunque mi amiga Eulalia me dice que las emisiones WiFi, si están mal calibradas, pueden perjudicar la salud pública, y si lo dice ella, que es tan tecnófila como Cory o incluso más, por algo será).

Hablamos del lado más descaradamente “geek” de una novela sobre las maravillas y terrores de ser “geek”: la descripción de cómo se puede montar una red inalámbrica de internet reciclando materiales de la basura y creando empleo y riqueza para personas que de otro modo serían elementos marginales de la sociedad. Los que leemos sin conocimientos técnicos nos quedaremos fuera de las explicaciones prácticas, que tampoco son tan extensas, e incluso puede ser que los argumentos a favor de liberalizar del todo la comunicación electrónica no nos convenzan por falta de respuestas contundentes a los detractores, pero la mini-utopía “punk” que se nos describe suena cálida y ajena a los intereses corporativos que rigen cada vez más nuestras vidas. Es verdad que carece de la magia imposible de la historia de Alan y Mimi, como si al llegar a la moraleja de la fábula decayese el aliento poético, y nos asalte la sospecha de que todo este tramo “realista” se ha incluido para no despistar a los seguidores de la CF y así poder publicar en colecciones del género. Pero, aunque como estructura chirríe un poco, tiene la razón de ser que hemos aventurado antes: hacer de sustituto “verosímil” para la magia imposible de los mejores momentos del libro, y así tender un puente entre esa fantasía cotidiano-surreal que podría haber escrito Kelly Link y el mundo de los que tenemos ordenadores pero andamos igual de perdidos que los protagonistas.

Y por si fuera poco el buen rollito pro-Internet que despliega Doctorow en esta sugestiva novela, el amigo nos da incluso la posibilidad de leerla gratis (si se sabe inglés, claro), quizá sabedor de que, por mucho que avance la técnica, nunca se leerá tan bien una obra literaria como cuando está impresa sobre papel.

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