jueves, 31 de julio de 2008

El chaleco de hierro


Una de las pocas veces que el mundo del cine se adelantó a Stanley Kubrick y no viceversa fue en “La chaqueta metálica”. Acostumbrado a reinventar géneros, como en “2001” o en “El resplandor” (que ya en el título contenía una transgresión: ¿un film de terror basado en la luz y no en la oscuridad?) o incluso a inventarlos, como en “Barry Lyndon”, de repente nos encontramos a todo un Kubrick apuntándose al “filón” del Vietnam, que ya parecía suficientemente explotado, desde los esfuerzos pioneros de Coppola o Cimino hasta las “exploitations” italianas de Antonio Margheriti.

Vietnam, como guerra mediática que fue de las primeras en verse por la tele, parecía el escenario ideal para una película contemporánea sobre el fenómeno de la guerra, que Kubrick, por propias declaraciones, deseaba contemplar, no desde la óptica humanista de “Senderos de gloria”, sino de una manera más desapasionada, como un fenómeno científico que afecta al ser humano en modos insospechados. El protagonista, ese Joker que interpreta Matthew Modine, será un observador más que un participante, el nexo de unión entre una sucesión de escenas variopintas que se saldrán de la estructura tradicional en tres actos.

Uno piensa que tal vez Kubrick, pese a su renombre como estratega y ajedrecista, muestra aquí sus cartas demasiado pronto. Cuando una de sus armas fundamentales para crear interés e inquietud, desde “2001” hasta “Eyes wide shut” pasando por “El resplandor”, siempre fue la ambigüedad, “La chaqueta metálica”, desde los primeros minutos del entrenamiento de los marines en la isla, deja bien claro que trata de cómo despojar de su humanidad a los jóvenes para convertirlos en meras máquinas de matar. Las composiciones simétricas de las literas, los soldados en formación, incluso los tonos del decorado, hacen pensar en una fábrica, en una cadena de montaje. La acidez del lenguaje que el personaje de Lee Ermey utiliza para humillar a los reclutas recuerda un tanto a “La naranja mecánica”, quizá a la escena en que un actor sale al escenario para demostrar la eficacia del método Ludovico provocando y agrediendo a un indefenso Alex. Regresa pues el tema del lavado de cerebro.

Como viñeta cáustica, como retrato satírico del ejército y su funcionamiento, del aplastamiento y fagocitación de los seres diferentes, este primer segmento de la película, aunque bastante obvio, es uno de sus puntos culminantes, con un carácter compacto y definido que se buscará en vano durante el resto del metraje. Vincent D’Onofrio, que pasará de chuparse el dedo cual bebé mientras sus compañeros son castigados por sus torpezas a convertirse en un asesino trastornado con un torvo rictus digno de Jack Nicholson en “El resplandor”, es el ejemplo de la fábula, la demostración del poder destructor de la disciplina castrense, aunque el final casi es más propio de una película larga que de un corto: casi habría sido más inquietante ver a un psicópata partiendo animoso hacia el campo de batalla que ser partícipes de su apoteosis destructiva y justiciera antes de que comience el combate.

Porque en efecto, apenas termina esta primera “película” de 40 minutos que se las había arreglado para encontrar un enfoque 100% Kubrick para el tema bélico, nos encontramos de improviso en territorio casi demasiado familiar, y ya desde la banda sonora: cuando ya parecíamos acostumbrados a la música clásica como elemento descontextualizador, nos encontramos con que la guerra del Vietnam necesita contexto por todos lados (máxime cuando las localizaciones no son tan obvias como en otras películas del subgénero), de manera que nos iremos encontrando con canciones como “These boots are made for walkin’”, “Woolly Bully” o “Paint it black”. Quizá sea posible argumentar que la función de estas canciones pop sea irónica y distanciadora, en sintonía con el tema principal de la deshumanización y banalización del combate. La “Cabalgata de las walkirias” de “Apocalypse now” presta un aire épico y grave a los bombardeos con napalm, mientras que las canciones pop cachondas parecen sugerir que, con toda la sangre y destrucción a su alrededor, los jóvenes siguen siendo jóvenes, y pueden mantener su mismo espíritu hedonista en cualquier momento o lugar.

Aquí no veremos alta indignación moral, como la del coronel Dax en “Senderos de gloria”: da igual que los soldados ironicen sobre su capacidad para administrar la muerte por doquier, que sean conscientes en todo momento de estar en un infierno. Aceptar todo aquello parece la condición necesaria para mantenerse en “un mundo de mierda”: por eso la película continúa después de que el recluta patoso, que no quiso aceptar esa gran verdad, decidiera bajarse en marcha. La vida parece componerse de compromisos inaceptables, pero tampoco se puede juzgar muy severamente a los que bajan la cabeza y firman el contrato, pues, al fin y al cabo, el de ser humano es el único trabajo que tenemos. Otra reminiscencia más de “La naranja mecánica”: innobles asesinos pero hombres al fin y al cabo.

La relación con las mujeres es otro de los temas clave de la película, que al fin y al cabo no enseña una figura de sexo femenino hasta que no llegamos al Vietnam y vemos a una prostituta entrar andando, de espaldas a la cámara, buscando clientes entre los soldados. En un mundo donde los hombres son simples objetos que matan y mueren, no extrañará sobremanera que las mujeres sean también objetos, en un principio de gratificación sexual. El concepto de que los combatientes subliman su energía erótica a través del cañón de sus armas parece ilustrarse sutilmente con las sórdidas e insatisfactorias negociaciones con las profesionales en escenarios de devastación, con la expectativa frustrada de ver a Ann-Margret animando a las tropas. Lo que “Senderos de gloria” decía de manera sentimental e incluso lacrimógena mediante la escena final en la cafetería, aquí es más frío y sarcástico: esas maravillosas mujeres que añoráis, vuestras hermanas, novias, mujeres o madres, son tan exactamente humanas como vosotros que terminarán matándoos, y las tendréis que matar a vuestra vez. La cancioncilla alemana, sobre la chica buscando a su amor muerto, podrá hacer llorar a los endurecidos veteranos, pero la compasión parecerá atrofiada ante la responsable del angustioso tiroteo en las ruinas, donde los miembros de la compañía han ido pereciendo uno a uno.

Conclusión virtuosa de la película, que busca sin complejos un efecto impactante (no es casual que los disparos tengan un subrayado sonoro que hace pensar en los golpes de porra a Alex mientras se sumergía su cabeza en el abrevadero), su impecable suspense oculta también una referencia irónica a los temas del cine anterior de Kubrick. Me cuesta creer que sea casual el parecido entre un edificio que se ve arder al fondo de las imágenes y el monolito de “2001”: el motor de la evolución, la posibilidad de trascender a un estado de conciencia más elevado, termina pasto de las llamas, olvidado, destruido más allá de una posible recuperación, por culpa del barbarismo humano. Al final sólo quedarán ruinas nocturnas por donde patrullar, pero la luz que las iluminará será la del fuego, no la de las estrellas.

Mientras que otras películas del Vietnam son películas de selva, aquí tenemos más bien una película de ruinas. Quizá sea que en el Reino Unido, de donde Kubrick jamás se movía, no había demasiados escenarios tropicales. Las palmeras tratarán de dar un aire más local a decorados que, si dan el pego, es por la adecuación de su aspecto derruido a los temas subyacentes de la película, a su aprendizaje vital en medio de un apocalipsis sórdido. “Apocalypse now” era más colorista por ser un producto tardío de la estética hippie, porrera y lisérgica: aquí sólo el equilibrio y la armonía de las composiciones, esos movimientos de cámara estables y deslizantes en las antípodas del reporterismo bélico, delatarán los intentos humanos de imponer sentido sobre el caos y la fealdad imperantes por doquier. Por eso la hermosura del plano final puede inquietar, por su insinuación de que la síntesis ha sido alcanzada tras el momento de crisis, y que a partir de entonces la muerte ya no será un problema.

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