No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
domingo, 3 de agosto de 2008
Ojos cerrados de par en par
El título, conscientemente paradójico y que no gustaba mucho al guionista Frederic Raphael, quizá sea una reelaboración menos obvia del original “Relato soñado” de Arthur Schnitzler. Cuando soñamos, miramos con los ojos de par en par, pero los tenemos cerrados. Los sueños, según la escuela freudiana, suelen ser tenidos por expresiones de los deseos inconscientes, algo que viene al pelo para un relato de un espíritu tan vienés y de comienzos del siglo XX que Kubrick optó por hacer de él una adaptación irreal, onírica, anacrónica a propósito, de una elegancia decadente que parece fuera de lugar en estos tiempos en que la serie “Grand Theft Auto” aspira a convertirse en la gran referencia audiovisual contemporánea.
Jack Torrance aceptó caer en la locura a cambio del acceso a la habitación dorada, a esa “Gold Room” donde pueden degustarse todas las delicias canallas de la “belle époque”. Al comienzo de "Eyes wide shut", el matrimonio Harford está ya en esa habitación, bañada de su característica luz dorada, al ritmo de un vals que no es de los Strauss, sino de Shostakovich, pasando de la majestuosidad del imperio austrohúngaro a cierto aroma irónico y cabaretero. Pero, en este jardín de las delicias, no todos quieren probar todos los frutos. Tanto William como Alice están a punto de romper su compromiso: ella con un seductor centroeuropeo, húngaro como el compositor Ligeti que apuñalará después el silencio de la peli con las dos notas únicas de su pieza pianística; él haciendo realidad la vieja y vulgar fantasía pornográfica del hombre solo con dos mujeres.
Pero la verdad de un mundo sin fronteras al deseo es muy otra, como aprende William al atender la llamada de su anfitrión Victor: la omnipotencia erótica es penetrar a una mujer que está sufriendo los efectos de una sobredosis. El ingenuo doctor, que no parece saber mucho del mundo, parece ver abrirse frente a él un mundo extraño: ni siquiera es capaz de admitir que su esposa pueda entregarse a ensoñaciones eróticas, imaginarse en brazos de desconocidos. No queramos buscar verosimilitud, no objetemos que ya no existen personajes así después de los años 60. El universo de “Eyes wide shut” es el de la mayoría de películas de Woody Allen: esa burguesía adinerada con ínfulas culturales que casi es tan exclusiva y cerrada como la aristocracia de las producciones Merchant Ivory. Kubrick no ha querido hacer una película de época, pero identificar la Viena de principios del siglo pasado con la Nueva York de sus últimos años no deja de mostrar cierta ironía: ambas son capitales de imperios decadentes, y ambas viven en cierto modo de espaldas al mundo exterior que acabará por devorarlas (es significativo que “Eyes wide shut” sea dos años anterior al 11-S). Ambas son escenarios de sueño.
El periplo nocturno de William, en cierta manera, es un viaje no sólo en busca del deseo, sino de una masculinidad sobre la que alberga dudas. La mirada al vacío de una Alice desnuda abrazada por su marido, en la famosa escena que sirvió de teaser a la película, insinúa que William no es capaz de satisfacerla sexualmente, idea que queda clara durante las confesiones porreras a medianoche, que incluso fotográficamente dan cuenta de un contraste entre los colores cálidos del hogar y una trastienda íntima, de un azul helado, acechando al fondo.
William no actúa: sólo presencia y reacciona, lo cual hace de él un ser enigmático. Hasta qué punto busca conscientemente revancha contra su esposa por herir su orgullo masculino, o descubre a su alrededor un mundo que siempre estuvo allí pero que no supo captar por falta de imaginación, o demostrarse a sí mismo, y a los demás, que es un hombre muy macho (la escena en que los jovencitos atacan a William y lo tildan de homosexual siendo un eco malicioso de los rumores que rodean al propio Tom Cruise), no nos quedará claro, toda vez que la interpretación del actor, más difícil de lo que se cree y poco agradecida para un histrión, no deja ver casi nada de lo que pasa por su cabeza.
El ramillete de ocasiones eróticas que se le presentan a William casi hace pensar en una versión arte y ensayo de las comedias eróticas italianas al estilo de Lando Buzzanca (alguna de ellas dirigida por Lucio Fulci), pero con una capa adicional de oscuridad: le es posible aprovecharse de la tristeza de una mujer que se le ofrece teniendo al lado a su padre de cuerpo presente; una guapa prostituta le acoge en su apartamento, poco antes de saber que es seropositiva; la casualidad le permite colarse en una orgía donde quizá se practiquen rituales asesinos; un recepcionista de hotel enfatiza su homosexualidad para hacerse disponible a un atractivo extraño; el dueño de la tienda de disfraces le ofrece a su lolitesca hija a cambio de dinero; un hermoso cadáver yace en el depósito, con sus lívidos labios pidiendo un beso antes de la tumba. Llama la atención que, en estos tiempos en que el sexo es casi un deporte de asepsia olímpica, se llame la atención sobre su lado oscuro, y se haga de una manera tan sutil y poco sensacionalista, para decepción de quienes hicieron caso de los rumores difundidos por la red, entre los cuales siempre retendré las escenas travestidas de Cruise o el despido fulminante de Harvey Keitel por eyacular sobre la ropa de Kidman durante el ensayo de una secuencia erótica.
El carácter nocturno de la peripecia, la fotografía saturada, con grano, los decorados que parecen reales pero claramente no lo son, el aparente salto a otra época con la secuencia de la orgía, cuyas máscaras aportan un clima expresionista propio de la pintura de James Ensor, el aroma de enigma criminal, de folletín pulp conspirativo, detalles en principio tan tontos como el tapete rojo en lugar de verde de la mesa de billar de Victor Ziegler, sugieren, como también lo hace el propio título de la peli, un carácter de historia imaginada, fantaseada; cuando Alice cuenta a su marido el sueño del que acaba de despertar entre risas y reconocemos la orgía a la que asistió William, no nos cabe más remedio que admitir que ella, de alguna manera, estuvo allí. Un marido celoso imagina la infidelidad de su mujer como una sexploitation cutre rodada en blanco y negro; el choque sobreviene al aprender que ella compartía el mismo sueño en Technicolor que él. La sexología de Schnitzler, a través del filtro de Kubrick, es claramente anterior a Kinsey y a Shere Hite, pero su encanto sobre la pantalla es intemporal, quizá porque, exceptuando a Max Ophüls, faltaron ocasiones para que los viejos maestros la expusieran con estilo y elegancia, en el momento adecuado de la historia. Ese fue el problema, por ejemplo, de “Marnie”: psicoanálisis sexual de los años 40 trasladado con dificultad a los más liberales 60.
A Kubrick se le tildó de anticuado, de pasado de moda, por narrar una conspiración criminal para encubrir una orgía de los pudientes, cuando ya nadie se escandaliza por ello e incluso lo da por hecho; al fin y al cabo todos hemos visto “Teléfono rojo”, sabemos que el poder político y el sexual son la misma cosa. Pero también hemos visto “Saló” y sabemos que el poder tiene infinitas modalidades para disfrutar de un cuerpo; nos da la impresión de que Capa Roja puede perfectamente matar a William, y que las explicaciones de Ziegler sobre la muerte de Mandy no convencen a nadie. O simplemente lo que hace Kubrick, sin que nadie se dé cuenta, es insinuar que el retroceso en las conquistas de la liberación sexual sesentera nos retrotrae poco a poco a un tiempo en el que el sexo vuelve a escandalizar, vuelve a ser peligroso (no conviene olvidar ese subtexto sobre el sida), en el que sólo a los poderosos les es dado practicarlo sin freno, en el que las parejas establecidas ya casi lo tienen olvidado. Quizá los medios de comunicación nos implanten la ilusión de que vivimos en la tabla central de “El jardín de las delicias”, del Bosco, pero donde vivimos en realidad es en la Viena freudiana y reprimida del “Relato soñado” de Schnitzler. No olvidemos que la inocua secuencia de la orgía fue, aun en los dos miles, pasto de censura, ni que la ingenua moraleja final, que atribuye todas las calenturientas elucubraciones de las dos horas y media anteriores a la insuficiente práctica del sexo, toma visos de verdad evangélica para la inmensa mayoría de la población. Nuestras fantasías van varios años luz por delante de nuestros cuerpos, y lo más normal es que nunca las alcancemos. Kubrick parece revelarlo de manera inconsciente: trece películas en una trayectoria mítica y deslumbrante para desembocar en un simple y contundente monosílabo: “fuck”.
Kubrick siempre iba por delante. Y en su última película no fue menos. Un testamento cinematográfico que, para mí, es una de sus mejores tres o cuatro películas. Jamás me canso de verla.
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