sábado, 19 de julio de 2008

Galones manchados de sangre


El cambio de filosofía de “Atraco perfecto” a “Senderos de gloria” podría simbolizarse en los diferentes roles en ambas películas de ese actor de absoluto culto para mí que es Timothy Carey. Carey, dotado de un físico peculiar y en las antípodas de lo que se considera “un buen intérprete” (de hecho muchas personas preguntaban por entonces a Kubrick sus razones para llamar a un actor “tan malo”) prestó su increíble mueca torcida al encargado de abatir al caballo “Red Lightning” en plena carrera: un hombre que ama a su perro pero mata a un caballo, y cuya manera de deshacerse del veterano de guerra negro (Kubrick acierta donde, según Spike Lee, falla Eastwood) da a la película su momento de comentario social, un testimonio de las tensiones raciales poco frecuente en el cine americano de entonces y que en cierta manera continúa el subtexto de “Killer’s kiss”, con la repulsión física que el jamaicano Silvera despertaba en la heroína.

En cambio, el recluta Ferol que interpreta Carey en la película sobre la I Guerra Mundial sorprende sobre todo por su cambio inesperado de dirección: quien parecía un tipo duro y perdonavidas surgido de la chusma, que aplasta de un manotazo a una cucaracha para que no sobreviva a Ralph Meeker, se hunde completamente desde que conoce la sentencia de muerte dictada contra ellos por cobardía, y pasará el resto de la historia en un paroxismo de lágrimas y lamentos que quizá llamen más la atención por venir de un hombre cuyo aspecto físico no parece amparar un corazón frágil. Ignoro si se trata o no de una gran interpretación, pero desde luego es efectiva, dentro de un espíritu de huida de las convenciones que seguramente adopta Kubrick para atenuar en cierta manera el carácter humanista de la historia que adapta, imbuida de una moralidad íntegra que choca un tanto con el acercamiento más cínico de las películas anteriores (y posteriores).

(Antes de seguir, no querría dejar el tema de Timothy Carey sin recordar mis ganas de localizar algún día su película como intérprete y director, “The world’s greatest sinner”, memorable por su argumento, la historia de un predicador rocanrolero, y por encomendar la música a un jovenzuelo con pretensiones, un tal Frank Zappa, que coprotagonizó nuestra entrada de hace un par de días. Es una pena que sea mucho más fácil ver las colaboraciones de Carey con John Cassavetes, donde ya salía vejete y dando algo de pena).

Otro ejemplo de esta manera de introducir sorpresas en el drama sería el momento de gloria absoluto de Joe Turkel, muy por delante de “Blade runner”, que es su confrontación con el sacerdote, a quien asesta un fuerte puñetazo, y su destino final ante el pelotón de fusilamiento, enfermo y semi-catatónico, atado a la camilla, pero consciente gracias a la bofetada que se le da para espabilarlo. El dramatismo inolvidable de esta secuencia clímax se basa en gran parte en los interminables travellings hacia el lugar de la ejecución, que arrastran sin remisión hacia la tragedia, esos travellings que alguien como Howard Hawks jamás habría utilizado pero que se convierten definitivamente, en esta película, en una de las marcas de estilo del amigo Stanley.

Kubrick siempre afirmó sentirse muy inspirado por la cámara fluida de Max Ophüls, cineasta a mi juicio injustamente semiolvidado hoy en día: por poner sólo un ejemplo, la cámara arrojada desde lo alto en “La naranja mecánica” ya podía verse en “El placer” de Ophüls. Esta idea de una puesta en escena suntuosa, a menudo en decorados lujosos y palaciegos, parece encontrar su eco en las secuencias ambientadas en la residencia del Estado Mayor. Por primera vez en Kubrick, vemos un decorado de esplendor dieciochesco como metáfora de los logros de la civilización, subtema continuado en “Lolita”, “La naranja mecánica”, “2001”, por supuesto “Barry Lyndon” y en cierto modo “Eyes wide shut”, que en su secuencia de la orgía parece indagar en el lado oculto de esta nostalgia por las pompas del pasado. Incluso los valses de la familia Strauss parecen cumplir una función análoga a la de “2001”, como banda sonora de una civilización confortable y autosatisfecha, durante la secuencia del baile. Donde, por cierto, la panorámica sobre las parejas recuerda mucho a la escena de “Killer’s kiss” donde la chica va hacia el despacho del jefe en busca de su último cheque. Es el tipo de contrastes y asociaciones de significado que sólo se captan al revisar filmografías completas todas seguidas.

Una de las claves de la eficacia de “Senderos de gloria” es su caracterización de espacios diferenciados. Las amplias estancias del palacio, amplias y operísticas como el hotel Overlook o el palacete orgiástico de “Eyes wide shut”, contra la claustrofobia de las trincheras o del calabozo donde los condenados aguardan la muerte. Los espacios al aire libre, donde la protección es menor que en ningún otro sitio, como la tierra de nadie, surcada de obuses y ráfagas, o la plaza donde se desarrolla el fusilamiento. La fluidez de la cámara durante el recorrido por las trincheras, ese travelling de seguimiento frontal que se desliza velozmente por el aire (aunque esté lleno de imperfecciones técnicas, como sombras de la cámara o el micro, que hoy en día gente como Ridley Scott querría eliminar por ordenador) crea un sentimiento de realidad, de solidez, de establecimiento de un lugar, que da el mentís a cuantos pretenden que las florituras de realización carecen de función narrativa. Otro tanto podría decirse de las secuencias bélicas, que, como bien sabe Alfonso Cuarón, hacen de la poca fragmentación una garantía de eficacia verosímil.

Lo único que hace desentonar esta película en el conjunto de la filmografía de su director es, como dijimos, su sentido de la indignación, su superioridad moral sobre los rastreros altos mandos que mandan al populacho hacia la muerte, su sentimentalismo contenido pero potente que estalla en la secuencia final con esa canción de la futura señora Kubrick que hace llorar a los endurecidos veteranos por añoranza de sus novias, mujeres, madres o hijas, excluidas por fuerza de esa sórdida pendencia entre machos. Esta secuencia, digna del mejor John Ford en su manera digna y poco subrayada de emocionar con un concepto que es puro azúcar, parecería según unos fuera de lugar en el frío y sabihondo firmante de “2001”, o según otros sería evidencia de todo lo que Kubrick fue perdiendo en el camino hacia la perfección.

Cabría leer la insistencia en temáticas parecidas, con “Dr. Strangelove” o “La chaqueta metálica”, como una manera de ofrecer un punto de vista más cínico y consecuente sobre la locura de los altos mandos o la supervivencia en el frente del hombre común. La figura íntegra del coronel Dax, con el co-financiador Kirk Douglas en los inicios del viaje hacia la santidad ficticia que culminaría en “Espartaco”, no tendría cabida en la Sala de Guerra de “Strangelove”, donde no hay sino congéneres de George Macready o Adolphe Menjou, que sin embargo, emborrachándolos un poco y metiéndolos en la cama con una bella jovencita en bikini, sí podrían aparecer sin problemas entre Peter Sellers o George C. Scott.

De la misma manera, la humanidad latente de los soldados apiñados en las trincheras, atontados por las explosiones y amigos a debatir sobre la mejor manera de morir (y aprovecho aquí para recomendar la lectura de los tebeos sobre la Gran Guerra de ese absoluto grande que es Tardi), reprimida por el miedo hasta la catarsis de la canción cantada por la joven alemana (que por cierto estaba emparentada con Veit Harlan, aquel director al servicio del Reich que pervirtió la novela de Feuchtwanger “El judío Süss” hasta convertirla en el panfleto fílmico antisemita por antonomasia), se muestra como directamente perdida, en aras de la supervivencia, en la posterior “La chaqueta metálica”. No hay más que comparar ambas secuencias finales, de una afinidad temática sorprendente, para comprobar la evolución de Kubrick desde un idealismo ingenuo, que a veces me parece la esencia de los grandes clásicos, hasta una ironía macabra y crepuscular sin miedo a insinuar que los grandes clásicos son todos mentira.

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