domingo, 20 de julio de 2008

La dulce muerte del mártir


Siempre me ha llamado la atención el lugar común de que “Espartaco” supone una excepción en el conjunto del peplum estadounidense por su carencia de elementos religiosos, cuando para mí el objetivo del ego de Kirk Douglas está claro: erigirse en un precursor de Jesucristo, en una suerte de sustituto seglar que compartiría con él sus elementos más duraderos, atractivos y contemporáneos: su sentido de la justicia social, en sintonía con las utopías políticas del siglo XX, y su muerte inigualablemente dramática desde una óptica “show business”. Douglas, rechazado para el papel protagonista de “Ben-Hur”, se vengó produciendo una respuesta al film de Wyler donde se reservaba, no ya el papel de un comparsa en la Pasión, sino el equivalente, dentro de otro contexto, al del hijo de Dios.

Dax, el coronel de “Senderos de gloria”, era ya un infatigable defensor de la justicia, pero le faltaba ser un mártir de sus ideales. Si Kubrick supo ser tan persuasivo, tan impactante, en retratar la injusta ejecución de tres inocentes, con más razón podría serlo contando la desesperada revuelta de los gladiadores y su brutal represión, toda vez que además, al contrario que el realizador que comenzó la película, Anthony Mann, estaba todavía al comienzo de su carrera y sería, teóricamente, más flexible a los caprichos de una estrella.

Parece ser que no fue este el caso, pero de todas maneras “Espartaco” es una evidentísima muestra de lo que pudo ser Kubrick integrado en el sistema de Hollywood. Aunque los detractores de su última etapa pretendan lo contrario, lo cierto es que las películas tempranas del cineasta lo mostraban ya como un innovador, lo que en EEUU se denomina un “maverick”, poco convencional, atrevido y con una fuerte impronta artística, como una especie de Aronofsky o Nolan de la época. Integrarse al sistema, lo que hoy es firmar un “blockbuster” de superhéroes, entonces era firmar un gran espectáculo épico de romanos. Es posible que a Kubrick se le reconozca poco en esta película, pero la paradoja no tiene diesperdicio: bajando la cabeza y siendo relativamente dócil, lo que hacía Stanley era poco más o menos lo mismo que intentó sin éxito Espartaco: lograr su libertad, a base de ganar un puesto preeminente en la industria que le permitiera independizarse como productor y director.

De ahí que “Espartaco”, como por otro lado casi la mayoría del cine, que a fin de cuentas, lo quieran los cahieristas o no, es un arte colaborativo, resulte compleja de analizar en clave autoral. Uno se da cuenta de que, a la hora de buscar una línea definitoria de las tres horas de espectáculo, el concepto de Espartaco como Cristo es tan válido como cualquier otro; el guión de Trumbo parece sugerir que es precisamente la rebelión de los gladaidores la que permitió consolidar la autoridad dictatorial dentro del Imperio; el papel icónico de los desheredados que acompañan la comitiva de esclavos, a quienes identificamos repetidamente en apariciones sin diálogo, parece querer introducir un canto levemente izquierdista al tesón y la esperanza de la gente común, pero por otro lado la necesidad de dotar a los eminentes Olivier o Laughton de brillantes parlamentos traiciona una fascinación por el poder de la palabra, por ese arte de los demagogos cuya víctima termina siendo esa misma gente común.

Kubrick, mientras tanto, aprende a manejar grandes medios. No hay demasiadas constantes de los anteriores films que se repitan en este: el blanco y negro contrastado, herencia documental del trabajo fotográfico para Look, se ve sustituida por el suntuoso color de Russell Metty. Kubrick tardará todavía bastante en rodar una película en color por decisión propia, quizá por pensar, con razón, que las imágenes en blanco y negro ofrecían mayores posibilidades de estilización. Incluso la música lo evidencia: Gerald Fried, especie de superviviente postromántico, adaptaba sus habilidades a un cierto modernismo. Si los ritmos predominantes en “Atraco perfecto” eran una suerte de marcha militar del destino, en “Senderos”, la marcha militar se reducía a una percusión desnuda y lúgubre, una “Ionización” de Varèse como podía haber sido compuesta en el siglo XIX. En cambio, la música de Alex North, con su eclecticismo que se pasea de Copland o Bernstein a Prokofiev o el jazz, pasando por amagos de un politonalismo translúcido que no habrían desentonado en el “Satiricón” de Fellini, es Technicolor y pantalla de Cinemascope desde el primer compás, con todo lo que tiene de emocionante sentido del espectáculo y de uniformización y convencionalización de la mirada hacia el pasado, un concepto aplicable a todo el metraje. No es raro, desde este punto de vista, que Kubrick actuase con rencor atrasado de autor al descartar para “2001” la partitura que el mismo North ya tenía a punto.

Los intentos de reproducir los encuadres simétricos de las obras anteriores tropiezan con el formato de pantalla ancha, que no parecía gustar demasiado a Kubrick ya que sólo volvió a aplicarlo en “2001”, y supuestamente porque el Cinerama era una de las grandes atracciones comerciales de aquel momento. Por poner sólo un ejemplo, el inicio de la pelea de Espartaco con el esclavo etíope Draba, ante Craso y sus acompañantes, coloca las figuras en puntos equidistantes de la pantalla, pero las necesidades de las secuencias de acción, de los grandes movimientos de masas, hacen difícil el control riguroso de las líneas que sí posibilitan los medios limitados. Otro tanto sucede con los travellings frontales de seguimiento, precursores del steadycam, que parecían ajenos al estilo de una película que estaba destinada en principio a un grande del clasicismo como Anthony Mann. La única pequeña revancha plástica de Kubrick fue mejorar el paseo de la cámara por los cadáveres de “Atraco perfecto”, como manera de comunicar la derrota del ejército rebelde a manos de las legiones (solución narrativa posible, uno sospecha, por la reticencia de Douglas a incluir escenas en las que es superado y derrotado en el combate).

Pero en definitiva el cometido de Kubrick no es tomar decisiones determinantes sino posibilitar que se produzca el peliculón , con sus puntos más altos (el entrenamiento de los gladiadores, la batalla final, cualquier intervención de ese infravalorado genio de la comedia que es Peter Ustinov) y más bajos (esas escenas de amor entre Espartaco y Varinia, que resultan aún más acarameladas en contraste con las pretensiones de realismo brutal en otras secuencias). Anthony Mann habría logrado otra gran película, tal vez más conseguida como puesta en escena que la de Kubrick, a la par que impregnada de esa aura de misterio psicológico que hace de “El hombre de Laramie” o “El hombre del Oeste” algo más que simples historias de vaqueros. Nuestra impresión es que Kubrick habría sido un gran realizador de Hollywood, pero no habría llamado la atención como quería, no habría satisfecho ese ego exhibicionista que, no lo olvidemos, es obligatorio para todo artista moderno que se precie. Es verdad que, para los que sabemos mirar, Anthony Mann quizá sea un artista igual de grande, pero la cultura contemporánea mira con mayor simpatía al francotirador solitario que al jugador de equipo. La constancia egocéntrica de Kubrick, su periplo contracorriente, su construcción genialoide de un universo privado, poseen mayor atractivo para el espectador aislado, alienado, frustrado por no alcanzar la mayoría de sus ambiciones, que el éxito de Mann al integrarse en las intrigas palaciegas de Hollywood, posibilitador de recompensas como casarse con Sarita Montiel. Ya veis cómo estos tontos mecanismos de identificación funcionan igual de bien dentro de la ficción de la pantalla que en el establecimiento del canon básico de directores.

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