lunes, 21 de julio de 2008

Infulas de nínfula


Cronenberg contra Houellebecq: para el canadiense, Kubrick ha estropeado la adaptación del libro de Nabokov al convertir a la doceañera casi impúber en una suculenta adolescente; para el francés, o para sus personajes, es el novelista el equivocado al no reflejar las predilecciones reales del macho humano por las hembritas de dieciséis o diecisiete años. El primero reprocha una insuficiente monstruosidad en el Humbert fílmico, un déficit de goticismo, mientras que el segundo echa en falta su propio sociologismo de baratillo.

Kubrick lo tenía más claro: donde hay polémica, hay éxito, hay posibilidad de mantenerse en el candelero. No bastaba con burlarse de su éxito anterior, “Espartaco”, en los minutos iniciales de su nueva obra: era necesario meter ruido. En ese sentido, el autor de “Plataforma”, tiene cierta razón: no son los valores literarios del exiliado ruso los determinantes para que el cine convirtiera su creación en mito, sino lo provocador de sus tesis, la intuición de que la civilización decadente, anciana, ambiciona poseer la extrema juventud de una cultura más joven, más simple e inculta. Claro está que en la construcción del imaginario de “Lolita” juega el bagaje personal de Nabokov, su exilio y sus relaciones de amor-odio con su país de adopción, los Estados Unidos, cuya vulgaridad de superficies brillantes no ocultaba sino un perverso espíritu depredador. Hoy en día, quizá, cabría imaginar la situación de la novela en una clave más realista e incómoda: Lolita como hija de inmigrantes africanos y sudamericanos, torturando con su sex appeal precoz del Tercer Mundo a un occidental frustrado y virgen. Me apuesto a que esta versión sí complacería al bueno de Michel.

Aun así, como la mayoría de obras supuestamente provocadoras en el pasado, la adaptación por Kubrick de “Lolita” resulta hoy un modelo de elegancia y discreción. El lujo visual de la fotografía, a veces propio de los años dorados de la Metro, podría ser visto como una manera de hacer más tolerable, de domesticar, un argumento incómodo, pero también puede ser visto como una distancia irónica, un juego con los códigos del cine de siempre, toda vez que, según ha pensado siempre un servidor, los límites del clasicismo no son sólo estéticos sino también temáticos. Aunque estuviera rodada con la cámara invisible de Howard Hawks y todos los estilemas del viejo Hollywood, una película sobre, por ejemplo, un triángulo bisexual entre dos hombres y una mujer no podrìa ser nunca cine clásico, por no existir testimonios de cómo unos John Ford u Orson Welles habrían abordado el tema. Los autores del underground quisieron hacer borrón y cuenta nueva y romper a golpes de cutrez deliberada, haciendo daño a la vista como Paul Morrissey o John Waters. Kubrick no quiere jugar en esa liga, prefiere hacer un cine comercial con su pequeño poso subversivo, degradar sutilmente a viejas estrellas como James Mason o Shelley Winters, hacer un melodrama de moralidad equívoca. Se abre pues uno de los debates enternos sobre el director: ¿qué es más importante, su aspecto comercial y calculador o su componente innovador y subversivo? ¿Cómo definiríamos mejor al calvo Maurice: como filósofo ajedrecista, o como estrella del ring en “Pressing Catch”?

Junto con el tono irónico, irreverente y cruel que hace su gran entrada en la filmografía de Kubrick, también se inicia otra de sus características más fascinantes desde un punto de vista estético: su perfeccionismo en la falsedad, su esfuerzo minucioso en recrear desde lo artificial escenarios y lugares que hubiese sido más sencillo buscar en la realidad pero carecerían de ese aureola casi onírica que sólo puede conseguirse en estudio. Gran parte del placer experimentado al ver el Vietnam de “La chaqueta metálica” o las calles de Nueva York de “Eyes wide shut” consiste en saber que se trata de reconstrucciones creadas en la lejana Inglaterra, y que paradójicamente parecen más reales que lo real. Tal vez fuese el trabajo en “Espartaco”, la revelación del potencial de un gran estudio, lo que convirtiese a un joven fotógrafo de vocación casi “vérité”, en un artista “artificial por naturaleza”, como Maurice Ravel.

Pese a su ambiente estadounidense, siempre he visto en “Lolita” una película inglesa, desde esa imagen inicial con el coche cruzando la niebla. Hay mucho más de perversidad y cinismo europeos que de idealismo americano, y se quiere establecer desde bien pronto un sentido de juego diabólico, de partida de ajedrez, de estrategia que atrapa a peones inocentes. El juego ajedrecístico de Humbert con la señora Haze, durante el cual llega Lolita para dar las buenas noches, revela su concepto de sí mismo como maquiavélico seductor, pero, como el plano rodado entre bastidores de la obra teatral señalará después, el maduro profesor se revelará como el más inocente y el más manipulado.

Inocencia y manipulación puestas de manifiesto mediante el que es para mí uno de los aspectos más discutibles y menos creíbles de la historia, a saber, la manera en que Peter Sellers, como el dramaturgo Clare Quilty, logra influenciar sus pensamientos y acciones. Uno ha de confesar ante todo formar parte de la minoría de seres humanos a quienes Sellers, aun reconociendo su talento, no provoca excesiva diversión, pero aun así me sigue costando, en visionados repetidos, que un hombre supuestamente cultivado e inteligente como el profesor Humbert considere creíbles las obvias bufonadas de su antagonista como caricatura de la hipercortesía estadounidense o la psiquiatría germánica. Tales excesos histriónicos, tales salidas de tono, excusas para integrar una capacidad camaleónica muy apreciada por los espectadores, cuadran a la perfección en un contexto de farsa desenfrenada como el de la posterior “Teléfono rojo”, pero chocan con la minuciosa reconstrucción de la vulgaridad residencial suburbana, de la cultura popular de los 50. El hecho de que Quilty, como agente de una cultura trivial y hedonista, como influencia ubicua que planea siempre en derredor acompañado por una enigmática mujer morena, sea visto como el verdadero villano y corruptor de la juventud, como el representante de una decadencia de la cultura occidental comparable a la del Imperio Romano (la referencia a “Espartaco” siendo algo más que una burla rencorosa), sea una figura en gran medida simbólica, inspira esta salida de la verosimilitud, pero el resultado, para quien esto escribe contraproducente, es que nunca se deja de ver a Peter Sellers, el actor o el personaje público, más que a un personaje de ficción o una idea.

Pero aunque el método para ejecutar la sátira cojee un poco, sus ideas de fondo no tienen desperdicio. En otro ejemplo de contraste musical, la partitura de Nelson Riddle, con sus aires de concierto de piano hiperromántico al estilo de Rachmaninov, evocaría la seriedad impostada de un amor loco a la europea, lleno de gestos grandiosos de sacrificio e insensatez, mientras que el tema de “Lolita” de Bob Harris sería la trivialidad divertida del pop de los 50, a medio camino entre el incipiente rock y el jazz lounge, emblema de una visión más hedonista, más kleenex, de las relaciones humanas y del sexo. La gran paradoja de que sea Lolita la que seduzca a Humbert y no viceversa, mediante el misterioso “juego” que le había enseñado Charlie, que no le importe jugar a las espaldas de su protector con otro hombre maduro, Quilty, y que finalmente acepte sin quejas su destino como ama de casa suburbana, parece ejemplificar, firmar el acta de defunción, de toda una concepción del amor y los sentimientos.

Este sentimiento de la caída de una civilización aparece en toda su nitidez durante el final de la historia, que Kubrick, en aras del impacto, convierte en secuencia inicial. El palacete dieciochesco donde Quilty y sus amigos celebran orgías al mejor estilo de “La dolce vita” podría ser también un refugio de los últimos supervivientes de la humanidad. Sin orden ni concierto, se amontonan las obras de arte, los instrumentos musicales, el bagaje de dos siglos de cultura occidental. Fuera de allí sólo parecen quedar los hoteles de carretera, los restaurantes de comida rápida, las urbanizaciones, todas iguales, que producen en serie Lolitas que se convertirán en señoras Haze, que se casarán para tener Lolitas que se convertirán en nuevas versiones de su madre, y así hasta el infinito. El viejo mundo sólo subsiste en manos de los depredadores, de ahí que el ajuste de cuentas final, pistola en mano, tenga algo de apocalíptico, de gesto desesperado al final de los tiempos. Las balas atraviesan el bello retrato de una mujer tras el que se parapetó Quilty, como también se asesinó ese ideal de la inocencia y la pureza en el que, a estas alturas, sólo un ingenuo con la cabeza llena de pájaros, como Humbert, podía seguir creyendo.

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