No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
sábado, 6 de septiembre de 2008
Flashback: Asesino de ojos rasgados
Cuando la muerte se aproxima, el tiempo adquiere propiedades elásticas. Los insectos vuelan lentos como dirigibles por el aire, las gotas de agua de las fuentes parecen no llegar nunca al suelo, las personas se mueven con torpeza, al estilo de muñecos cuya cuerda se termina, los sonidos se difunden cavernosos e interminables a través de la atmósfera. Incluso las balas semejan ir a congelarse en un fluido transparente, dice Tony, el asesino a sueldo, a Lily, su novia ciega, o a Emma, su novia muda, o a Candy, su novia parapléjica, aquellas tardes en que se cita con alguna de ellas en algún elegante local de la populosa ciudad asiática donde él desarrolla sus actividades. Después suele referir cómo el momento mismo de la muerte, según contaba su maestro, es virtualmente infinito, tanto es así que una vida entera de pensamientos cabe en él. Pensamientos que, en su caso particular, se consagrarían en su mayor parte, claro está, a Lily, a Emma, o a Candy.
Tony, resulta evidente, no se llama así. Los hombres gordos y sudorosos que se entrevistan con él, en un inglés con extraño acento, dentro de habitaciones oscuras, manteniendo su rostro siempre apartado de la más mínima luz, jamás hubieran podido pronunciar su verdadero nombre de ancestrales resonancias orientales. “Tony”, en cambio, era sencillo y fácil de recordar, quizá no tanto como “Pato Donald”, su primera elección de sobrenombre, pero prefirió quedarse con el primero. Bastante había con depender de los ingleses, como para tomar lo demás de los americanos. Además, admiraba a Walt Disney, no como su colega Bobby Choi, que adoptó el apodo desdeñado por Tony y llevó a buen término cincuenta y tres trabajos sólo el año anterior.
Trabajos, esa es la palabra. Ellos, los ejecutores, piensan en sí mismos como en máquinas, pulidas, silenciosas, eficientes, deslizándose a centímetros del suelo por la megalópolis brillante y artificial, superpoblada de neones, paredes de monitores televisivos, ruido blanco, humo negro, pintadas sobre muros que parecen tatuajes, tatuajes sobre pieles que parecen pintadas, perfumes que retuercen el cerebro por la nariz, cromo bruñido, jóvenes sin pelo en las cabeza ni en las cejas danzando al son de estruendos fabriles, olas de suciedad rompiendo contra los límites de santuarios inmaculados: centros comerciales, clínicas privadas, sucursales bancarias, lujosos bloques de apartamentos donde el olfato trae recuerdos vagos del mar, y en medio de todo ello un número de engendros mecánicos cumpliendo sus misiones con la minuciosa estupidez que hace triunfar a la tecnología. La misión de Tony y los demás es simple limpieza de elementos extraños, organismos invasores que han entrado sobre dos patas en el tejido vivo que conforma el Animal Público, llamémosle bien común, interés de la empresa, honor familiar o demás denominaciones tranquilizadoras pronunciadas por los hombres del cuarto oscuro entre una pastilla de un color y otra de otro.
Los objetivos suelen ser sombras furtivas cruzando las calles más o menos esterilizadas con un perpetuo aire de querer estar en cualquier otro sitio menos en aquel que entonces ocupan. Un vampiro invisible cuelga de sus hombros, y buscan huir de él corriendo por delante de su pensamiento. Sus protectores, aquellos contratados para cubrirles la espalda, tienen una apariencia falsa, insustancial; se diría que un desgarro en sus abrigos de diseño revelaría engranajes de autómata, o que, tropezando con un adoquín, sus cabezas de goma se desprenderían para rodar y botar por el pavimento. Aquel a quien ellos custodian es plenamente consciente de la situación, por lo cual no deja las pupilas fijas en un mismo lugar durante un mínimo segundo. Sienten grillos aserrando el tiempo en su cráneo, y tragan mil alfileres invisibles con cada respiración.
Tony y sus colegas podrían haber elegido oficios mucho más complicados. Conocen todo lo preciso: a qué hora se levantan los objetivos, a cuál se acuestan, dónde toman sus comidas, en qué ocupan su tiempo libre, qué tipo de mujeres u hombres prefieren, con qué frecuencia necesitan aliviar su vejiga, e incluso detalles de nimiedad sorprendente: cómo se peinan, qué imágenes cuelgan en las paredes de su casa, qué hacen con sus uñas una vez cortadas. Con un poco de suerte, terminarán por encontrarlos muertos en un rincón solitario, aseo público, cabina telefónica o automóvil, aparentando estar dormidos, tranquilos, apenas despeinados, habiendo abandonado el mundo sin prisas de ningún tipo.
Si la suerte falla, hay que vadear un pequeño infierno. Entonces se cumple cuanto decía el maestro. Los relojes agonizan de repente; sus agujas se arrastran como por melaza, los dígitos, indelebles, no mudan. Todos comienzan a sacar sus pistolas y uno oye una voz histérica, muy pequeñita, allá lejos al borde de todo, contando lo que se debe hacer, pero uno es incapaz de comprenderla. Las preguntas y respuestas sobran entonces. Es la hora del fuego. Los relámpagos cruzan perezosos el aire, entre nubes ponzoñosas causadas por las detonaciones, mientras la civilización se disuelve y desmorona en segundos, como un castillo de arena ante el embate de las olas. Parásitos de plomo buscan afanosamente carne por entre el caos de mesas volcadas, cristal roto, bocas de roja humedad abiertas al límite, piso viscoso, resbaladizo.
Y en mitad del escenario se encuentra uno, repartiendo gracias y maldiciones, sumando puntos, comprando la propia vida a base de abatir todos los demás monigotes que entran en pantalla, tan lentos siempre, tan estúpidos, tan torpes. En algún lugar más allá del universo suena música, una orquesta de seiscientos músicos marcando el compás, dando la entrada, la cadencia que acompasa el movimiento de un brazo, los acentos hechos coincidir con las flexiones del dedo en el gatillo, las variaciones audaces dando pie a proezas de inaudita flexibilidad gimnástica: esquivar a otros miembros del gremio, hacerlos derribarse entre sí con sus propias armas, deslizarse por la escena, de repente indefenso, entre mil portentos mortíferos, como en un sueño, buscando algo, cualquier objeto con el cual continuar el espectáculo, manteniendo en todo instante la plasticidad impecable de un pirata balanceándose de un cabo, o de un funambulista vendado, lanzando cuchillos desde la cuerda floja. El público no aplaude ni corea elogios, sino que huye, chilla, intenta ponerse a salvo, se retuerce malherido o moribundo sobre escombros, sin comprender los méritos artísticos de lo representado. El protagonista, única figura ya sobre la escena, ahoga su vanidad y efectúa un mutis discreto, sin desear recoger ovación ni reconocimiento alguno, en especial ahora que los críticos, siempre tan maliciosos, están a punto de llegar.
Lily, Emma, o Candy siempre escuchan sin aliento las palabras de Tony cuando éste les habla de la Vieja Amiga, como la llamaba el maestro, aquella a quien sueles ver en el vertiginoso discurrir de tus trabajos, distraída con otras personas, y que un día terminará llevándote consigo. Las chicas siempre quieren saber qué aspecto tiene la Vieja Amiga. Tony cuenta una historia diferente a cada una; a veces es una anciana campesina de las montañas, que rejuvenece durante instantes al contacto de la sangre; otras veces se trata de un espectro silencioso, llevando un velo y un traje de novia negros; o tal vez la Venus de la antigüedad, cabizbaja por haber sido relegada a tan triste cometido por las nuevas jerarquías de Allá Arriba. Estas ficciones son siempre bien recibidas; Tony, no obstante, guarda para sí la verdad: que él tomó por la Vieja Amiga, allí en la escena de la masacre, a cada una de ellas, a Lily, a Emma, y a Candy, y que procuró salvaguardarlas del fuego para ganar favor y así prolongar su estancia en este mundo. Todavía hoy no está seguro de que ellas sean simples mortales. No se explica que no reconozcan en él al guerrero apocalíptico de las dos pistolas, que su presencia no sólo no les infunda temor sino que además le admitan en sus lechos sin temor a saborear el plomo en sus besos o ser manchadas de sangre por sus abrazos. De todas maneras, han sido afortunadas. Las organizaciones sombrías se mantendrán alejadas de ellas, testigos ya silenciosos y por tanto inofensivos.
No obstante, cada vez que, al final de una jornada, Tony se despide de alguna de ellas hasta la próxima, se pregunta cómo puede sostenerse tan bien la situación, y oscuramente conjetura que tal vez las tres se conozcan entre sí y dediquen sus lentas horas de ocio a tejer entre todas una telaraña donde atraparle y sofocarle, mientras él, ignorante de todo, planea tranquilo su próximo trabajo en su pequeño piso de soltero. Sé un monje, había dicho el maestro, jamás te fíes de una mujer. Tony ignora la opinión que hubiese expresado el maestro sobre tres mujeres en lugar de una sola. Debió habérsela preguntado antes de ocuparse de él.
Silbando una canción de "Pinocho", el asesino de ojos rasgados desaparece sereno en la noche más agitada del mundo.
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