lunes, 20 de octubre de 2008

En las distancias cortas: "Péhor" de Remy de Gourmont


Remy de Gourmont casi podría haber sido un personaje literario de su época, el final del siglo XIX y los comienzos del XX, como Des Esseintes, Monsieur de Phocas o el Rey de la Máscara de Oro de Marcel Schwob. Aquejado de lupus erythrematosus discoide, su rostro se fue desfigurando hasta el punto de no abandonar prácticamente nunca su residencia y convirtiendo la escritura en su principal modo de comunicarse con el mundo exterior. Uno se pregunta si este aislamiento no exacerbaría su interés por el estudio de la sexualidad, practicada en solitario o en compañía, que forma el núcleo de muchas de sus ficciones, y en concreto de uno de sus relatos más recordados, “Péhor”.

La historia de Douceline, muchacha “nerviosa y pobre, imaginativa y famélica”, muy dada desde pequeña a acariciar todo cuanto se le ponía por delante, hasta que descubrió un curioso rincón entre sus piernas que le proporcionaría delicias secretas e inquietantes, podría leerse como una denuncia de la ignorancia del cuerpo en que se educaba antiguamente a las mujeres, combinada con la sensualidad masoquista y morbosa del imaginario católico.

Para Douceline, la sangre de su primera menstruación es la sangre del Sagrado Corazón de Jesucristo, una macabra prueba de su amor por el bello hombre que figuraba en aquella estampa que terminará enterrando en un profundo agujero del jardín. La consolación sólo vendrá leyendo “La Vida de los Santos”, libro lleno de historias ejemplares y nombres extraños que irá almacenando en su mente y que resonarán durante su sueño, en especial uno más inquietante y ruidoso que los demás: el del demonio Péhor.

Según afirma el narrador, “los demonios son perros obedientes”, de ahí que Péhor se manifieste cada noche, iluminando con una aureola rojiza la habitación nocturna, cada vez que las manos de Douceline se extravían bajo la sábana. Sólo tras la explosión del placer se manifestará Péhor en la forma visible de un joven y bello muchacho a quien ella acunará en su hombro antes de dormir.

Cuando un vendedor ambulante la viola mientras ella dormitaba en un establo, Douceline, acostumbrada ya a las caricias sobrenaturales de su demonio, se deja hacer y hasta se ríe de los ridículos gestos faciales del hombre que la penetra, y después de su mirada de cordero enamorado. Pero Péhor se vengará de esta infidelidad negando a la muchacha sus visitas nocturnas.

En un principio, Douceline ruega a la Virgen no quedar embarazada, como había sucedido a otras mujeres que ella había observado en la iglesia encendiendo cirios bajo la imagen. Este deseo será cumplido, pero una serie de extraños y fuertes dolores, la inflamación de sus ovarios y la “tumescencia casi pútrida de su sexo maduro hasta el punto de agrietarse como un higo” obligarán a la chica a guardar cama entre fugaces visiones de consolación religiosa, que pronto se desvanecerán dando lugar al regreso de Péhor, no como ángel de placer sino como demonio de dolor y muerte.

La cierta aura de misterio prohibido y malsano del que se rodea el tema de la masturbación femenina, considerada en aquellos tiempos como una enfermedad digna de tratamiento, no se encuentra muy lejos del recogimiento espiritual, de las imágenes de chocante corporeidad con que se ha retratado a veces el amor divino. Del éxtasis religioso al orgasmo hay sólo un pequeño matiz, como bien supieron plasmar los cinceles de Bernini, y como bien supieron muchos de los padres confesores que en tiempos medievales vistieron sus seducciones de novicias como adoctrinamientos místicos.

Al igual que uno está solo ante su dios, también en su infancia y juventud se está solo ante su sexo, que es un misterio igual de grande o mayor que las dimensiones sobrenaturales, si es que no se trata del mismo. Pero sólo en este tipo de comunión solitaria se mantendrá la pureza. El contacto con los demás podrá corromper, si no nuestra alma, sí nuestro cuerpo, que irremisiblemente terminará degradado, putrefacto, pasto de gusanos. Esta extraña fábula, más allá de la interpretación progresista que apuntábamos antes, también podría expresar un desencanto con la fragilidad del cuerpo, identificado con el demonio por el dualismo maniqueo de la Iglesia, y que, pese a prometer y procurar en la juventud una infinidad de delicias placenteras, siempre terminará por traicionarnos siendo pasto de afecciones y permitiendo la entrada del dolor. Gourmont, como víctima de su misteriosa enfermedad inmunodeficiente, debió de llegar a sentir esto de manera particularmente intensa.

La descripción de los estragos del mal venéreo será tan realista, detallada y desagradable como antes fue irreal, onírica y sublime la de las noches de placer solitario bajo la égida del quimérico demonio. La misoginia finisecular podría entender esto como el castigo a una mujer viciosa, pero le costaría relacionarlo con los inicios de la práctica masturbatoria, fruto de la más natural curiosidad, y con la inocencia infantil incapaz de distinguir entre el amor divino y el humano y capturada por la macabra iconografía eclesiástica. Es la ausencia de juicios, la ambivalencia moral, lo terrible e inevitable del desenlace, lo que convierte a “Péhor” en un cuento inquietante, capaz de inspirar volúmenes enteros de reflexiones pese a su extensión de apenas siete páginas densas, líricas y decadentes.

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