viernes, 14 de noviembre de 2008

Compositores: Alban Berg


Alban Berg siempre ha sido un poco incómodo para los popes de la vanguardia. La escuela de Darmstadt había creado la figura del compositor como intelectual puro, tres cuartas partes científico, cuya misión era abominar de la perniciosa cultura de masas y provocar la huida de quienes buscasen en la música “seria” gratificaciones estéticas tan reaccionarias y burguesas como las que proveían la vieja armonía tonal, la belleza clásica y el sentimentalismo vergonzoso de los románticos. Después del Holocausto, dijo Theodor W. Adorno, no podía haber poesía. En lo cual se equivocaba, porque en el mundo hay holocaustos cada dos por tres y la poesía sigue brotando como las setas después de la lluvia.

Como la historia la escriben los vencedores, ha existido un interés en presentar a Berg como una especie de matemático frío, como un observador desapasionado de las terribles historias de sus óperas “Wozzeck” y “Lulu”. No hay más que escuchar cualquier grabación de Pierre Boulez, por ejemplo, donde se presenta una estética remota y extraña, sin calidez, por más que, para quienes pueden seguir la música partitura en mano, “se oiga todo” (lo cual a veces es casi el mayor mérito de lo que el francés dirige).

Pero la verdad es que Berg era un tipo mundano, bebedor, aficionado a los coches y al jazz, hincha del Rapid de Viena y amigo de aventuras con mujeres casadas (quizá por ello, algunos especulan, su legítima tardó tanto en llamar al doctor en la Nochebuena del 35, propiciando la muerte por septicemia del músico). Las lecciones metodológicas de Arnold Schoenberg no deberían ocultar que el mundo sonoro de Berg es espiritual pero también muy carnal, subiendo a los mismos cielos que las corales de Bach pero también descendiendo al puterío de los cabarets cada vez que suena un perezoso saxofón en un ambiente onírico de canallismo. Los que identifican a Mahler con Klimt suelen olvidarse de relacionar a Berg con Schiele.

Un contraste revelador de cómo habría que ver a Alban Berg lo proveen dos versiones de su ópera inacabada, “Lulu”, que, según el mismo original de Franz Wedekind que inspiró la película “La caja de Pandora”, de Pabst, narra las escandalosas andanzas de una mujer fatal que manipula y destruye a los hombres a su paso y que sólo encuentra su igual, y la muerte, en los brazos de Jack el Destripador. No hace falta entender mucho de sutilezas musicales para captar la diferencia entre los dos discos: durante la grabación en vivo de Karl Böhm con la orquesta de la Deutsche Oper, las situaciones de picaresca sexual, con diálogos hablados al estilo singspiel, provocan risas entre el público, dado su carácter cómico y terrenal; en cambio, escuchando la reconstrucción de la versión íntegra, con Boulez y la Orquesta de la Opera de París, los mismos diálogos alemanes parecen recitados por zombis, sin gracia ni expresividad, como muestra del desprecio por los sentimientos que reinó durante muchos años en los círculos de la vanguardia.

Tal como yo entiendo la creación de Alban Berg, estamos ante la fase decadente y malsana del romanticismo, la desintegración surreal y fascinante de los oropeles vieneses del art nouveau (o, como lo llamaban en alemán, jugendstil). La capacidad evocativa de las “Tres piezas para orquesta”, la “Suite lírica” o la propia “Lulu Suite” más que expresionista me resulta casi impresionista, en el sentido fantasioso e intoxicante que yo le doy a la palabra, más cercano a las visiones del opio que a las robustas vivencias de un amante del aire libre. A veces me molesta un poco el patetismo de “Wozzeck”, pero nunca me deja indiferente la manera alucinada de poner en música la historia de ese desgraciado enloquecido por los experimentos médicos que acaba asesinando a su mujer por engañarlo con el Tambor Mayor.

Hacen mal quienes convierten los pentagramas de Berg en áridos crucigramas; su música es ácida, fascinante y peligrosa, como el alcohol, el sexo o una buena droga.

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