sábado, 15 de noviembre de 2008

Compositores: Ralph Vaughan Williams


El hecho de vivir en dos islas, aislados por el mar del resto de Europa, otorga a los británicos la licencia de perpetuar hasta el infinito sus excentricidades, fingiendo con éxito no haberse dado cuenta de cómo se hacen de verdad las cosas en el mundo. Conducen por el lado equivocado de la carretera, colocan el adjetivo antes del nombre, estropean el té a base de echarle una nube de leche, se incorporan a la Unión Europea sin adoptar el euro, y continuaban componiendo sinfonías postrománticas de cuatro movimientos cuando en todos los países civilizados la música seria era un asunto de series dodecafónicas, modos de valores e intensidades, estocástica o espectralismo. Y de salas de conciertos vacías.

Resulta cuando menos curioso el enorme número de ciclos sinfónicos producidos en el Reino Unido y virtualmente desconocidos fuera de la pérfida Albión. Si me pongo sólo a citar los que conozco de oídas, me encontraría con Brian, Bax, Finzi, Howells, Parry y una larga retahíla de nombres consignados en los ámbitos académicos de la música continental a la misma papelera de la irrelevancia, al mismo parque jurásico de los clones sin talento de Edward Elgar empeñados en cultivar un tedioso bucolismo folklórico y un vocabulario de acordes y melodías más visto que el tebeo.

Por mi parte, suelo pensar que todos estos autores ingleses hacían bien, y que la manera en que los listos los desprecian peca de ignorancia simplista. Mi mejor ejemplo es tal vez su figura máxima, Ralph Vaughan Williams (refiriéndome, claro está, a los sinfonistas, porque Britten jugaba en otra liga). Es fácil despachar a Sir Ralph (pronúnciese “Reif” como en “Reif” Fiennes) como un merengue pastoril si sólo se conoce su obra para violín y orquesta “The lark ascending” (y aun así, como merengue está bastante bueno). Sin embargo, partituras como la Cuarta Sinfonía despliegan una energía y una violencia que podríamos relacionar con los años turbulentos de Prokofiev o Hindemith, e incluso remansos de placidez como la Tercera son mucho más meditativos y enigmáticos que empalagosos.

Vaughan Williams, en su vena más hímnica y solemne, puede recordar mucho al peplum bíblico (no en balde compuso el ballet “Job”) y quizá no sea un magnífico desarrollador, pero sus instintos melódico y armónico son justos, y podemos dar fe de que algo aprendió sobre orquestación en su breve temporada de estudios con Maurice Ravel. Sir Ralph nunca pretendió innovar, pero su aspecto de afable lobo de mar escondía extraños recovecos, a juzgar por climas fantasmagóricos como el que supo crear al final de la Sexta Sinfonía (según algunos, expresión del incipiente pánico nuclear), o por cómo supo identificarse con los desiertos helados en la “Sinfonía antártica”, ambas piezas muestras del mismo modernismo moderado que en Inglaterra originó también hitos como “Los Planetas” de Holst o algunas piezas de Frank Bridge, William Walton o Arthur Bliss. Pero claro, al no ser alemanes ni austríacos, sus aportaciones no valen. Supongo que si en lugar de la “Deutsche Grammophon” hubiéramos tenido la “British Gramophone”, incluso Barenboim o Zubin Mehta habrían grabado el ciclo de RVW, y varias veces.

Pero divago: si quisiera reflejar en un solo brochazo por qué me cae bien la música de Vaughan Williams, sólo tengo que imaginarme el estreno de la Quinta Sinfonía, durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras Shostakovich, Prokofiev o Khachaturian eran conminados por Stalin a componer ardorosas diatribas patrióticas a la salida de cuya interpretación casi se podían regalar rifles para ametrallar al enemigo nazi, el ya anciano Sir Ralph concentró con mayor intensidad que nunca su modo pastoral, elegante y majestuoso, como queriendo decir que, en medio de un mundo en caos y de una conflagración con final incierto, la belleza pervive eterna, serena e inmutable. Los violines no disparan: ayudan a refugiarse mejor dentro de uno mismo, sobre todo cuando el universo se muestra irremediablemente hostil.

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