No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
domingo, 16 de noviembre de 2008
Compositores: Erich Wolfgang Korngold
Todos saben, o al menos eso nos querrían hacer creer, que la composición musical es un arte de caballeros. Escribir negras y corcheas sobre el pentagrama ha de hacerse por el amor exclusivo del arte y no para fines tan groseros como el de ganarse la vida. La mera idea de que un músico quiera ver remunerada su obra e incluso derivar de ella grandes beneficios es un anatema, motivo suficiente para ser expulsado del paraíso con espada de fuego. Si el artista en cuestión no es un rico heredero, rentista de por vida, al menos ha de tener la decencia de morir de hambre o falta de cuidados médicos.
Si no, uno no se explica el desdén que los listos hacen caer sobre los autores de música para el cine. A pesar de que el cine, con sus apenas ciento y pico años de edad, va entrando en la corriente principal de las artes y en la cultura general (de la cual, por cierto, algo tan indiscutible como la música clásica hace mucho tiempo que salió), y de que la música es un elemento sonoro que puede contribuir ideas, sentimientos y significados de todo tipo al conjunto, es raro que los currantes especializados en acompañar fotogramas sean citados en la misma frase que los caballeros que estrenan en la sala de conciertos. Y si alguien lo duda, fijémonos no en los nombres señeros de ahora, sino en los contemporáneos de las grandes glorias del siglo XX que aplcaron su talento al séptimo arte, en gente como Georges Auric o Erich Wolfgang Korngold.
El caso de Korngold es peculiar, porque, a principios del XX, su reputación era la del Mozart de la Viena decadente anterior a la guerra del 14. Dominador desde su infancia de los recursos más espectaculares, soñadores y melosos de la orquesta sinfónica, y celebrado por personalidades del estilo de Mahler o Richard Strauss, Korngold incluso parecía destinado a ser uno de los grandes operistas, como atestigua “La ciudad muerta”, alucinada adaptación de la no menos alucinada novela de Georges Rodenbach, “Brujas la muerta”, que narra la obsesión de un hombre por una doble de su esposa muerta y que supone un clarísimo precedente de “Vértigo”.
Pero el siglo XX ya no estaba para tantas florituras, y el joven Korngold, judío practicante de un “arte degenerado”, tuvo que hacer las maletas y aterrizar en California, donde, el sustento obliga, llamó a la puerta de la Warner Brothers. Allí, inventaría prácticamente solo el estilo grandilocuente de las bandas sonoras de Hollywood, asociado a los géneros aventurero o colosal. Escuchad las músicas de “Robín de los Bosques” o “El halcón del mar”, películas de aquel gran pianista aficionado que fue Errol Flynn, y tened en cuenta que Korngold fue el primero en hacer partituras así. O sea, el origen de la multitud de tópicos que terminan haciendo intercambiables entre sí las composiciones para casi todo el cine comercial, pero no echéis la culpa al inventor sino a los seguidores sin imaginación.
Claro que el éxito se paga con la hostilidad de los envidiosos. Los intentos de Korngold por volver a triunfar, como en la Viena de su adolescencia, en los templos de la música “pura”, no acabaron de cuajar, pese a que Jascha Heifetz interpretó a menudo su “Concierto para violín” (bastante más entretenido y emocionante que muchas piezas sagradas del repertorio) o a que Dimitri Mitropoulos se comprometió a hacer grande la tardía “Sinfonía Op. 40”, que no tiene nada que envidiar a muchas de Shostakovich que se tocan y graban constantemente. Sin embargo, Mitropoulos no vivió para cumplir su promesa, y Korngold se quedó en un nombre recordado por los frikis del celuloide clásico, los que saben quiénes eran Edith Head o Lee Garmes, y se emocionan ante la posibilidad de que pelis como “El caballero Adverse”, con Fredric March, salgan editadas en DVD.
Aún hoy hay contemporaneístas que despachan músicas de romanticismo desmelenado y demostrativo, como por ejemplo la de Rachmaninov, con un despectivo “música de películas”, injusto si tenemos en cuenta nombres como los de Miklós Rozsa, Bernard Herrmann o Jerry Goldsmith. De hecho, es una desgracia que los conservatorios propaguen esta forma de pensar elitista, porque, si algo necesita el cine, son compositores de pensamiento e inspiración originales, y no lo que terminamos sufriendo: fotocopiadores de partituras que, seguros de la ignorancia total del público en lo que respecta a música “seria”, plagian por activa y pasiva los clásicos de dominio público y no tan público. Porque es bien curioso que, pese a que el público de a pie hace cruces y exclama “Vade retro Satanás” cada vez que le mentas a los compositores clásicos, luego reconocen que el sonido de una orquesta sinfónica es el más majestuoso, intemporal y adecuado para la gran pantalla.
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