sábado, 8 de agosto de 2009

Brasil


Llegamos ya a la película sobre la que descansa gran parte de la reputación de Terry Gilliam, aquella por la que se le recordará en los libros de historia del cine (al menos en el mundo anglosajón, porque aquí, en España, veredictos con el pulgar hacia abajo como el que se lee en la “Guía del vídeo-cine” de Carlos Aguilar siguen siendo el pan nuestro de cada día; hay algo en Gilliam que levanta sarpullidos en cierto tipo de crítico hispano de la vieja guardia. Habría que investigar las razones).

Esa fama, ese lugar de preeminencia, causan que a algunos les entren ganas de derribar el mito a golpes de esa palabra-comodín que no significa nada pero a la que se quiere hacer significar todo: “sobrevalorada”. Simples ganas de llevar la contraria, lo cual no tiene por qué estar mal en sí mismo, aunque me parezca que “Brazil” dista de ser esa obra canónica y sagrada que estos jóvenes rebeldes parecen creer. De hecho, ser fan de Terry, hasta que llegó toda la generación “fotogramera” era un poco como ser torero en Finlandia o músico klezmer en Afganistán. Ir en contra de la contención expresiva y de la pobreza visual gana pocas simpatías en un ambiente de cinestas frustrados sin imaginación ni medios técnicos.

Pero volviendo a “Brazil”, siempre he creído que una de las causas principales de que se la estime por encima del resto de películas de su director es por lo legendario de las circunstancias que rodearon su estreno: la lucha de un cineasta contra un estudio major de Hollywood por estrenar su obra tal como fue concebida, llena de batallas desesperadas, estrategias sorprendentes y por último un final feliz. Prestigio y simpatías que, como los suscitados a raíz de las catástrofes que obligaron a cancelar, 15 años después, el rodaje de “El hombre que mató a don Quijote”, tendrían consecuencias indeseables: aquí se empezó a crear la fama de “conflictivo” gracias a la cual Gilliam ha hecho 10 largometrajes en 32 años mientras otros cineastas más dóciles tienen más del doble en menos años de carrera. En muchos aspectos, Gilliam perdió la batalla de “Brazil”.

Si hay un aspecto que destaca por encima de todos los demás en esta versión a lo tebeo de Kafka con gotas de Walter Mitty es el maravilloso diseño de producción. “Brazil”, pionera en la construcción de futuros imaginarios de estética “retro”, dedica muchísima energía al establecimiento de un mundo basado en los años 40 o 50, un régimen totalitario dominado por la burocracia, de una arquitectura monumental al mejor estilo nazi, lleno a rebosar de una tecnología arcaica pero verosímil cuyo funcionamiento es presa de constantes fallos, sumergido en un glamour consumista bajo la constante amenaza del terrorismo y mantenido por un dantesco submundo industrial que sólo deja a su paso desolación y degradación del medio ambiente. Son los mil y un detalles presentes en cada plano los que articulan el mensaje; el diseño, en contra de lo que pretenden algunos, no tiene nada de “decorativo”. El retórico estilo visual, lleno de grandes angulares, picados y contrapicados, travellings espectaculares y otros despliegues de cámara y montaje, es el vehículo ideal para presentar un mundo tan recargado, de la misma manera que el estilo exagerado y lleno de adjetivos de los escritores de fantasía pulp era, aunque a los especialistas literarios les rechinen los dientes, más adecuado para transmitir extrañeza que una redacción transparente y sencilla, con frases cortas, poca subordinación y menos adjetivos que Miguel Delibes.

A mí tal vez, pasados los años, lo que menos me satisfaga de “Brazil” sea la historia principal, ese amor ideal que el protagonista quiere hacer realidad. Las escenas oníricas, cuyo encanto viene en gran parte del uso de maquetas, establecen un romanticismo de cuento de hadas que va a venir a chocar con la sórdida realidad. No obstante, Gilliam parece disfrutar mil veces más creando y poniendo en escena esa sórdida realidad que en hacer creíble la historia entre Sam y Jill, lo cual crea en el fondo de la película una insinceridad esencial que la puede hacer, según el espectador, rechazable o inquietante.

En todo caso, el desarrollo es ácido y vertiginoso, denso en ideas y en información visual, desmesurado hasta en su metraje (de casi 2 horas 20) y lleno de detalles curiosos. Fiel a su gusto por invertir tópicos, el héroe, Sam (el atípico momento de gloria de un Jonathan Pryce cuya carrera ha seguido derroteros muy distintos; sin ir más lejos, en EEUU se le recuerda sobre todo por anunciar una marca de coches), es un oficinista soñador y pacífico, mientras que su interés amoroso, Jill, a pesar de aparecer en sueños, es una aguerrida camionera, intercambiando los roles sexuales comunes en el cine.

Como en “Los héroes del tiempo”, una gran estrella de Hollywood, en este caso Robert de Niro, incorpora a un personaje pequeño pero importante: ese fontanero independiente que da ánimos a Sam para perseguir su sueño y en apariencia recicla aquel sketch de Python donde, en un mundo de supermanes, el héroe admirado por todos sería el Reparador de Bicicletas. Parece ser que de Niro, tras leer el guión, se interesó por el papel de Jack Lint, el amigo de Sam que asciende en el ministerio a fuerza de asumir un rol de torturador, pero Gilliam mantuvo en ese personaje a su amigo Michael Palin e hizo bien: ver en esa figura dramática y grotescamente oscura al entrañable cómico de Python es un tremendo bofetón a las expectativas del espectador, y por eso es uno de los personajes más recordados de la película.

Otros personajes parecen reflejar cierta dimensión autobiográfica. El jefe de Sam, ese pequeño tirano incapaz que Ian Holm interpreta con neurótica comicidad, se llama Kurtzmann, en clara alusión a Harvey Kurtzman, editor de la revista Mad a cuyas órdenes trabajó Gilliam durante un tiempo. Así mismo, el doctor enano que pretende rejuvenecer a sus veteranas pacientes a base de ácido no es otro que el doctor Chapman; los admiradores de Python sabrán bien que Graham Chapman terminó la carrera de medicina. En cambio, no sé decir si el personaje de la madre de Sam, controladora, coqueta e intrigante, amén de amante del paralítico e influyente señor Helpmann (¿quizá el verdadero padre del protagonista?), tendrá o no concomitancias con la historia familiar de Gilliam: mujer egoísta y castradora que sin duda alguna ha mantenido a su hijo Sam en una infancia mental hasta su edad adulta (de ahí el edulcorado mundo en el que empieza su sucesión de sueños), obsesionada por el físico y por la posibilidad de volver a una promiscua vida sexual de jovencita, el personaje de Ida refleja una misoginia freudiana que sube un escalón en la definición psicológica del cine de su director (será cosa del guionista, Tom Stoppard). Esto, sin embargo, no halla reciprocidad en el retrato de Jill, cuyas motivaciones para corresponder a Sam no están nada claras (como no sea que su testosterona de camionera le obligase a buscar como compañero a un ser más débil) y que en el fondo, bajo sus botas enormes y su uniforme de labor esconde a un sencillo objeto de deseo (como en ese plano, ausente de muchísimas copias, en el que Jill, la mañana de Navidad, se ofrece a Sam como regalo, desnuda y atada con un lazo, sentada de espaldas (encantadora presentación del concepto de mujer objeto que incide en el erotismo de las rubias blanquitas tan caro a Gilliam y que me hace preguntarme por enésima vez qué sería de Kim Greist).

Un elemento que “Brazil” intensifica con respecto a “Los héroes del tiempo” es la confusión. Si en esta última película era el final el que habría diferentes líneas de interpretación de lo que vino antes, “Brazil”, a base de recrearse continuamente en un universo que es de por sí surrealista, inaugura la tradición en la obra de su autor, de sabotear la certeza de lo que estamos viendo, sobre todo en ese juego de cajas chinas establecido en el último tramo, con un final dentro de otro y de otro y una cierta indefinición sobre cuándo empieza el sueño y la realidad termina, aunque en el fondo Gilliam no engañe a nadie. Todo el episodio de la fuga final, tan espectacular y conforme a los cánones del cine a lo Spielberg, se ve sembrado progresivamente de incidentes surreales, increíbles: de Niro desapareciendo bajo una avalancha de papeles, Sam escapando de la policía a través del ataúd de la señora Terrain. Cualquier espectador espabilado ha de darse cuenta de que todo es un sueño, una fantasía, pero, si no se dan cuenta, peor para ellos, porque entonces la conclusión será un mazazo. Lo extraño del cierre de la historia, para mí, viene de que no me dueda claro si castiga el escapismo o lo celebra: castigando al público que va al cine para que le mientan y le digan que se puede derrotar al sistema, o celebrando la capacidad para huir mentalmente de un universo hostil y ser feliz en tu pequeño rincón de la cabeza. Precisamente lo que los ejecutivos de la Universal querían cambiar, y precisamente lo más memorable de la película.

Pero, en fin, Gilliam se salió con la suya, al menos aquella vez (en extraña sintonía con el argumento de la película, en el que un soñador lucha por cumplir sus fantasías), y la experiencia le movió en el futuro a intervenir en favor de otros cineastas jóvenes con dificultades a la hora de desarrollar sus proyectos. El caso más conocido es el de un tal Quentin Tarantino, defendiendo en el instituto Sundance un guión suyo titulado “Reservoir dogs” en un momento en que la realización del proyecto estaba en el aire. Lo cual le honra y también refleja su acostumbramiento a vivir en lo precario: Gilliam debe de ser uno de los cineastas con más proyectos sin realizar. Da igual que algunos de sus títulos, como “El rey pescador” o “Doce monos” hayan terminado siendo populares pese a la controversia inicial: a la hora de poner en pie una nueva película, vuelve inmediatamente a ser un indie con la dudosa credencial de haber humillado a un gran estudio con la que dicen que es su mejor película. Es el legado venenoso de una obra que, pese a algunos guays, se mantiene fresca como una rosa, sigue impactando y revelando facetas nuevas en cada visionado y se mantiene como referencia para un concepto adulto y no realista del cine de CF que no llega a las carteleras con toda la frecuencia que querríamos.

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