Cuando una amiga, conocida, o recién presentada, luce embarazo,
nos sentimos melancólicos y excluidos: durante
doce o trece años, tenemos la seguridad de que la susodicha no dispondrá de espacio
para nosotros ni en cuerpo ni en mente. Como machos alfa frustrados, sentimos
que aquel niño debería haber sido nuestro, sentimos el amargo reproche de
nuestro ADN echándonos en cara que hayamos dejado perpetuarse los genes de un extraño
en lugar de los propios. En su momento, incluso pudimos sentir repulsión física
ante la monstruosidad primordial de la barriga que alberga una pequeña criatura
de Carlo Rambaldi; los desnudos preñados de Isabelle Carré en “Mi refugio” de
François Ozon nos curaron de ese rechazo, pero no dejamos de imaginar que, si nuestra
nueva amiga viera necesario asesinarnos y descuartizarnos para sacar adelante a
su cría, no titubearía ni un momento.
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