Cuando nieva, todo vuelve a la página en blanco. Quizá por
eso lo celebren tantos, viendo en el borrado del dibujo cotidiano la
oportunidad para escribir un nuevo destino con nuevas normas, sembrando anarquía
entre cielo y tierra con batallas de bolas, y quizá admitiendo a un nuevo
amante prohibido bajo sus mantas con la excusa de las bajas temperaturas.
Pero no puedo evitar la desazón cada vez que, a un nuevo
paso, mis botas se hunden cada vez más en un abismo de textura rugosa cuyo
fondo se desvanece y cuyo color corresponde con exactitud al de un ataúd
infantil. Siento que vuelvo a la pureza, pero que, como adulto, he de pagar la
pureza con la vida. No es casual que Gerald, en “Mujeres enamoradas”, o Kaji,
en “La condición humana” de Kobayashi, mueran en una extensión nevada.
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