La gracia del cine está en que es mentira. Creer que el
artificio fílmico se interpone entre el espectador y la emoción implica no
creer en el lenguaje, despojar de arte las obras en pos de una verdad miserable
pero honrada. Si esto es cierto en los estilos afines al Dogma 95, lo es más en
sus hijos bastardos que pretenden asustar de manera documental. Fingir que una
película no es una película es peliagudo: por más que la cámara tiemble o que
haya tiempos muertos de conversación irrelevante, el botón de grabar está
convenientemente encendido cada vez que alguien explica con claridad la situación
y cada vez que algo pavoroso sucede y el intrépido testigo se queda allí
plantado rodando en lugar de hacer lo único razonable en las circunstancias,
que sería tirar la cámara y salir corriendo.
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