Los años le van convirtiendo a uno en el enemigo. Los mismos anatemas injustos que
nuestros mayores solían lanzar contra el tebeo los aplica ahora un servidor
alegremente al videojuego. Claro que hay sus razones: la idea de que la
inmersión directa en un universo termina haciendo obsoleta la interfaz del
lenguaje; la constatación de que niños impermeables al aprendizaje organizado
saben al dedillo la puntuación de cada jugada criminal de la serie “Grand Theft
Auto”; la influencia cada vez más tiránica del paradigma “videojuego” sobre el
resto del entretenimiento, en especial el cine; la maliciosa impresión de que
muchos de quienes me rebatirían airados esgrimiendo las fascinantes aventuras
gráficas que privilegian el raciocinio pasan en realidad la mayoría de su
tiempo ante la pantalla ejercitándose para la III Guerra Mundial, al estilo del
niño aquel de Orson Scott Card.
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