Uno de los misterios más contumaces del cine contemporáneo
es: ¿qué sucedió en Japón? Uno ve “Kenshin”, se acuerda de aquellos dorados 60
en los que una interminable galería de directores etiquetados como “artesanos”
producían un chambara memorable tras otro, y no puede creerse que ahora se
pueda hacer una película de espadas de más de dos horas, con un guión menos
desarrollado que el de un capítulo de anime de 20 minutos, y donde la
proverbial capacidad para diseñar y planificar escenas de acción se queda en un
mogollón informe de figuras en conflicto que se busca realzar abusivamente con
ralentíes, donde las exquisitas músicas de casi cualquier animación se
reemplazan con un ramplón pastiche de lo que se lleva en Hollywood, los
protagonistas son guapos pero sin talento, los secundarios insufribles, y el
contexto histórico se soslaya irritantemente.
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