Cuando Oshima comenzó a hacer películas con un mensaje
inequívoco, su cine fue perdiendo parte de misterio, aunque aún hubo una etapa
intermedia en la que el mensaje “directo” era objeto de tratamientos de una
originalidad flipante. Es lo que pasa con “El ahorcamiento”: combatiendo la
pena de muerte, no se opta por la vía fácil de humanizar al reo, sino por
concentrarse en el carácter ritual y teatral de la ejecución, al servicio de
una ficción justiciera, para ir creando una serie de simulaciones que
construyen capas cada vez más densas de irrealidad. ¿El sentenciado no muere?
Hay que hacerle revivir el crimen para que sienta su culpa, con generosas dosis
de racismo anti-coreano, en una representación burlesca. Al final, todos
terminan viendo visiones, prisioneros de la falsedad, y el ajusticiamiento se
reanuda, pero sin su elemento más importante.
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