domingo, 25 de mayo de 2014

El azul me deja frío


Dado que muchos desprecian alegremente la virtud de la objetividad en las críticas cinematográficas, me extraña que casi nadie dé el paso siguiente, reconociendo con sinceridad escribir más sobre sí mismo que sobre cine, y se centre en los motivos personales que lo posicionan a favor o en contra de una obra o de un creador determinados. Hace un tiempo le leí al difunto Roger Ebert que la película favorita de su también difunto compañero profesional, Gene Siskel, era un título tan alejado de los “top” habituales como puede estarlo “Fiebre del sábado noche”. Ahí, decía Ebert, jugaba el elemento anímico y personal: aquella vida de macarrilla bailarín de barrio, por más que Tony Manero al final renegase de ella, era la que Siskel nunca pudo vivir y por tanto le inspiraba el ensueño imposible de una existencia alternativa, más feliz y rica en experiencias. 


Yo mismo he hecho aquí mis ciertos pinitos en el tema, admitiendo que “Rojo oscuro” es la película que prefiero entre todas por un cúmulo de factores que sobrepasan su calidad intrínseca: me enternece que un artista madurito y frustrado encuentre a una pizpireta jovencita que lo lleve en su coche destartalado, me identifico con la soledad del protagonista investigando una mansión abandonada que puede simbolizar tanto la carga de un pasado familiar como una mente anclada en un momento de trauma del que no sabe salir, y, sobre todo, veo su clímax como una venganza vicaria contra todas esas madres que han obstaculizado y perjudicado el trayecto de sus hijos en la vida y han hecho de ellos monstruos a los ojos de la sociedad.


En tiempos más recientes, me he sorprendido a mí mismo detestando cordialmente películas que son objeto de admiración universal. Saludé los créditos finales de “La vida de Adèle” con un sonoro “bah”, y sin embargo luego le ha gustado incluso a un colega mío que solía girar por los pueblos de España como cantante punki teñido de rubio. Podríamos intentar explicarlo sin recurrir necesariamente a la objetividad:


1) Me parece una película improvisada que, partiendo de un concepto muy vago, llega a unos resultados más vagos todavía. Uno se pasa la vida creyendo que la ficción hay que soñarla en detalle para luego encontrarse con que 10 minutos de una chica comiendo espaguetis frente a la cámara son igual de válidos que varias horas de pensar qué encuadre, qué fotografía, qué movimiento de cámara o qué diálogo podrían expresar nuestras ideas sobre su carácter.


2) Se da por hecho que apoyar esta película es apoyar una opción sexual concreta como muestra de progresismo. Esto en España nos da un poco igual porque ya tenemos nuestra ley sobre el matrimonio homosexual, pero en Francia el debate social previo a la promulgación de la ley sobre el “Mariage pour tous” era simultáneo a la presentación de la película en Cannes y probablemente determinó el “hype” crítico que desembocó en que recibiese la Palma de Oro. No me tomen por un troglodita adversario de la homosexualidad (es más, nada de lo que suponga una zancadilla al determinismo del ADN me es ajeno), pero odio que se me obligue a admirar una obra artística por motivos ideológicos.


3) Y ya que estamos con la corrección política, me sorprende que el tema lésbico haya ocultado que estamos ante la historia de una adolescente menor de edad seducida por una persona adulta más experimentada. Si la película la hubiese dirigido Woody Allen y la pintora del pelo azul hubiese sido un hombre, todos habrían visto una apología de la pedofilia y habrían lanzado severos anatemas morales. En cambio, parece que si no hay penetración ya no te estás aprovechando de una persona más vulnerable (lo cual, si hacemos caso a la caracterización de su personaje, Adèle clarísimamente es).


4) No se me escapa tampoco que la modernidad social supuestamente encarnada por esta película topa con un concepto enormemente tradicionalista de las relaciones, con unos roles “masculinos” y “femeninos” muy definidos y una idea posesiva y absorbente del amor que quizá reflejen el contexto cultural del que parte su realizador. Se podrá argumentar que se están reflejando unos problemas universales que aparecen en cualquier agrupamiento íntimo de dos seres humanos, pero me sorprende que en una película de tres horas no se sepa hacer entender por qué Adèle acepta de tan buen grado ser una esclava de su hogar y por qué, si el sexo entre ambas es tan supercalifragilisticoexpialidoso como se nos muestra por activa y por pasiva, qué ha movido a Emma a buscar algo más satisfactorio fuera.


5) Me duele que toda esa “espontaneidad” de la película no sea sino una manera de borrar la distancia crítica. ¿Tengo que aceptar de buen grado, y considerarlo un momento conmovedor, que Adèle meta mano públicamente a su ex novia como intento de recuperarla? ¿Qué hubiésemos pensado si fuese un hombre quien hiciera eso? Podría incluso pensarse que se nos da una visión de las lesbianas como seres obsesivos y perturbados. A mí, por lo menos, me cuesta respetar a un personaje que se comporta de la manera en que lo hace Adèle durante gran parte del metraje.


6) En lo que me toca más de cerca, me escuece un poco el juicio implícito a Adèle por escoger una profesión poco auténtica en la que no cree, ¡porque estoy de acuerdo! Es posible que parte de mi antipatía hacia este personaje venga de sentirme reflejado en él: ¿una persona absorbida en su yo, prisionera de sus traumas sentimentales y que realmente no está a la altura del destino laboral escogido? ¿Y por qué no he conocido a una chica con el pelo azul?


7) No he mencionado hasta ahora el tema polémico de las escenas de sexo para que no pareciese que era mi argumento principal. Pero sí me llama la atención que, en una película que se precia de establecer una poética del titubeo y de la cristalización gradual de los sentimientos, los momentos de sexo explícito sean tan directos, tan profesionales, tan bien encuadrados, tan gimnásticos, tan parecidos a lo que un mirón masculino querría ver por la cerradura de un dormitorio. Se habla de que aportan realismo; entonces, ¿por qué no tenemos a una gordita de gafas y a una flaquita con poco pecho, o sea, a chicas que nos podríamos cruzar ahora en nuestra calle? Se pasa de una peli indie, de un Cassavetes con cámara que no tiembla, a un soft-core lésbico con todas las de la ley, donde la cámara tiembla menos todavía pero sí se espera que el pene del espectador masculino tiemble, se agite y se levante. Es una manera tan obvia como, se ha visto, eficaz de crear impacto mediático (y más aún con la supuesta polémica posterior entre director y actrices). Pero yo a la segunda escena así ya me reía, y lo malo es que hay una tercera. Ni siquiera puedo decir que nunca en mi vida me haya sentido particularmente excitado sexualmente por la vista de dos mujeres montándoselo. Ahí quizá hubiese que buscar las razones de mi frialdad.

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