Dado que muchos desprecian alegremente la virtud de la
objetividad en las críticas cinematográficas, me extraña que casi nadie dé el
paso siguiente, reconociendo con sinceridad escribir más sobre sí mismo que
sobre cine, y se centre en los motivos personales que lo posicionan a favor o
en contra de una obra o de un creador determinados. Hace un tiempo le leí al
difunto Roger Ebert que la película favorita de su también difunto compañero
profesional, Gene Siskel, era un título tan alejado de los “top” habituales
como puede estarlo “Fiebre del sábado noche”. Ahí, decía Ebert, jugaba el
elemento anímico y personal: aquella vida de macarrilla bailarín de barrio, por
más que Tony Manero al final renegase de ella, era la que Siskel nunca pudo
vivir y por tanto le inspiraba el ensueño imposible de una existencia
alternativa, más feliz y rica en experiencias.
Yo mismo he hecho aquí mis ciertos pinitos en el tema,
admitiendo que “Rojo oscuro” es la película que prefiero entre todas por un
cúmulo de factores que sobrepasan su calidad intrínseca: me enternece que un
artista madurito y frustrado encuentre a una pizpireta jovencita que lo lleve
en su coche destartalado, me identifico con la soledad del protagonista
investigando una mansión abandonada que puede simbolizar tanto la carga de un
pasado familiar como una mente anclada en un momento de trauma del que no sabe
salir, y, sobre todo, veo su clímax como una venganza vicaria contra todas esas
madres que han obstaculizado y perjudicado el trayecto de sus hijos en la vida
y han hecho de ellos monstruos a los ojos de la sociedad.
En tiempos más recientes, me he sorprendido a mí mismo
detestando cordialmente películas que son objeto de admiración universal.
Saludé los créditos finales de “La vida de Adèle” con un sonoro “bah”, y sin
embargo luego le ha gustado incluso a un colega mío que solía girar por los
pueblos de España como cantante punki teñido de rubio. Podríamos intentar
explicarlo sin recurrir necesariamente a la objetividad:
1) Me parece una película improvisada que, partiendo de un
concepto muy vago, llega a unos resultados más vagos todavía. Uno se pasa la
vida creyendo que la ficción hay que soñarla en detalle para luego encontrarse
con que 10 minutos de una chica comiendo espaguetis frente a la cámara son igual
de válidos que varias horas de pensar qué encuadre, qué fotografía, qué
movimiento de cámara o qué diálogo podrían expresar nuestras ideas sobre su
carácter.
2) Se da por hecho que apoyar esta película es apoyar una
opción sexual concreta como muestra de progresismo. Esto en España nos da un
poco igual porque ya tenemos nuestra ley sobre el matrimonio homosexual, pero
en Francia el debate social previo a la promulgación de la ley sobre el
“Mariage pour tous” era simultáneo a la presentación de la película en Cannes y
probablemente determinó el “hype” crítico que desembocó en que recibiese la Palma
de Oro. No me tomen por un troglodita adversario de la homosexualidad (es más,
nada de lo que suponga una zancadilla al determinismo del ADN me es ajeno),
pero odio que se me obligue a admirar una obra artística por motivos
ideológicos.
3) Y ya que estamos con la corrección política, me sorprende
que el tema lésbico haya ocultado que estamos ante la historia de una
adolescente menor de edad seducida por una persona adulta más experimentada. Si
la película la hubiese dirigido Woody Allen y la pintora del pelo azul hubiese
sido un hombre, todos habrían visto una apología de la pedofilia y habrían
lanzado severos anatemas morales. En cambio, parece que si no hay penetración
ya no te estás aprovechando de una persona más vulnerable (lo cual, si hacemos
caso a la caracterización de su personaje, Adèle clarísimamente es).
4) No se me escapa tampoco que la modernidad social
supuestamente encarnada por esta película topa con un concepto enormemente
tradicionalista de las relaciones, con unos roles “masculinos” y “femeninos” muy
definidos y una idea posesiva y absorbente del amor que quizá reflejen el
contexto cultural del que parte su realizador. Se podrá argumentar que se están
reflejando unos problemas universales que aparecen en cualquier agrupamiento
íntimo de dos seres humanos, pero me sorprende que en una película de tres
horas no se sepa hacer entender por qué Adèle acepta de tan buen grado ser una
esclava de su hogar y por qué, si el sexo entre ambas es tan
supercalifragilisticoexpialidoso como se nos muestra por activa y por pasiva,
qué ha movido a Emma a buscar algo más satisfactorio fuera.
5) Me duele que toda esa “espontaneidad” de la película no
sea sino una manera de borrar la distancia crítica. ¿Tengo que aceptar de buen
grado, y considerarlo un momento conmovedor, que Adèle meta mano públicamente a
su ex novia como intento de recuperarla? ¿Qué hubiésemos pensado si fuese un
hombre quien hiciera eso? Podría incluso pensarse que se nos da una visión de
las lesbianas como seres obsesivos y perturbados. A mí, por lo menos, me cuesta
respetar a un personaje que se comporta de la manera en que lo hace Adèle
durante gran parte del metraje.
6) En lo que me toca más de cerca, me escuece un poco el
juicio implícito a Adèle por escoger una profesión poco auténtica en la que no
cree, ¡porque estoy de acuerdo! Es posible que parte de mi antipatía hacia este
personaje venga de sentirme reflejado en él: ¿una persona absorbida en su yo,
prisionera de sus traumas sentimentales y que realmente no está a la altura del
destino laboral escogido? ¿Y por qué no he conocido a una chica con el pelo
azul?
7) No he mencionado hasta ahora el tema polémico de las escenas
de sexo para que no pareciese que era mi argumento principal. Pero sí me llama
la atención que, en una película que se precia de establecer una poética del
titubeo y de la cristalización gradual de los sentimientos, los momentos de
sexo explícito sean tan directos, tan profesionales, tan bien encuadrados, tan
gimnásticos, tan parecidos a lo que un mirón masculino querría ver por la
cerradura de un dormitorio. Se habla de que aportan realismo; entonces, ¿por
qué no tenemos a una gordita de gafas y a una flaquita con poco pecho, o sea, a
chicas que nos podríamos cruzar ahora en nuestra calle? Se pasa de una peli
indie, de un Cassavetes con cámara que no tiembla, a un soft-core lésbico con
todas las de la ley, donde la cámara tiembla menos todavía pero sí se espera
que el pene del espectador masculino tiemble, se agite y se levante. Es una
manera tan obvia como, se ha visto, eficaz de crear impacto mediático (y más
aún con la supuesta polémica posterior entre director y actrices). Pero yo a la
segunda escena así ya me reía, y lo malo es que hay una tercera. Ni siquiera
puedo decir que nunca en mi vida me haya sentido particularmente excitado
sexualmente por la vista de dos mujeres montándoselo. Ahí quizá hubiese que
buscar las razones de mi frialdad.
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