En uno de sus libros, Anne Wiazemsky recuerda con cierto
desdén a su ex compañero Jean-Luc Godard partiéndose de risa viendo una
película de Louis de Funès en la televisión. Michel Houellebecq llegó a decir
que la gran antesala del mayo del 68, en lo que tenía de burla a los valores
tradicionales de Francia y a la burguesía conservadora, fue el estreno de “El
gendarme de Saint Tropez” en 1968. El propio cómico citaba a Roman Polanski entre sus directores favoritos y se declaraba dispuesto a trabajar a sus
órdenes.
Esa energía subversiva a menudo se conformaba con explotar
en los momentos culminantes de farsas muy tradicionales, cuando el
protagonista, incapaz de controlar la situación, perdía el control y se
entregaba a una hiperactividad y una glosolalia que rompían los pactos del
lenguaje y el comportamiento tanto como pudieran hacerlo las palabrotas o los
actos de violencia. Louis de Funès no habría desentonado en “Weekend” de
Godard, y no es descabellado suponer que los autores de la reciente “La chica
del 14 de julio” lo tenían más o menos conscientemente en cuenta al imaginar a
su doctor Placenta.
Aunque su filmografía se compone en gran medida de lo que se
suele llamar injustamente “placeres culpables”, hubo momentos de clarividencia
en los que sus colaboradores entendieron el juego que Louis podía dar en un
marco de humor absurdo. Así sucedía en uno de sus mejores títulos, “Caídos
sobre un árbol”, mientras que en otros, como “Hibernatus”, el tejido de la
ficción lucha por acomodarse a una idea brillante que superaba el marco que se
le destinaba.
El concepto de un joven y seductor antepasado rescatado de
los hielos polares donde hibernaba y mantenido en un falso ambiente
decimonónico para evitarle el choque del mundo moderno parece adelantarse a
ficciones posteriores como “Underground” o “Goodbye, Lenin” y casi habría
servido, en otras manos, para construir un festival de dirección artística “retro”,
tipismo humano pintoresco y chistes vertiginosos a lo Jeunet, o bien para
reflexionar melancólicamente sobre el paso del tiempo alrededor de la figura
del extranjero en su propia época, en una especie de revisión de “Los pasajeros
del tiempo” al estilo Luchino Visconti.
Tratándose de una película de Louis de Funès, vemos empujado
al protagonismo un rol secundario, el del marido de la nieta del retornado,
burgués oportunista y sin escrúpulos que ve amenazados todos sus planes de
prosperidad e intriga de manera inofensiva para evitar que el descongelado le
quite la novia a su propio hijo y le fastidie su alianza con una familia de riqueza
y abolengo. El hecho de que el abuelo confunda a su nieta con su madre y que la
figura paterna haya sido desterrada del hogar convierte al marido en un
pretendiente al que se viste de ridículo petimetre bigotudo, en una amable
parodia de la “belle époque”, hasta que Louis no puede más y expone al ancestro
crudamente a los nuevos tiempos… frente a una pantalla de televisión. El hecho
de que los nuevos tiempos, en 1969, vengan simbolizados por el Concorde y no
por la guerra de Vietnam dice mucho sobre la voluntad inocua de los cineastas,
que se conforman con hacer vencer la inocencia amorosa del antepasado por
encima de la codicia ridícula del hombre contemporáneo, en un arranque de
nostalgia nada casual en momentos tan turbulentos.
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