Admitamos de una vez que las reseñas dicen más sobre el
crítico que sobre la película. Por eso, se puede escribir para reflexionar
sobre la página escrita y tratar de comprenderse a uno mismo. ¿Cómo puede ser,
por ejemplo, que a alguien tan partidario del virtuosismo como un servidor le
deje más bien templado, tirando a frío, “Birdman”?
Una posible respuesta es que hay diferentes tipos de
virtuosismo y que uno no responde de la misma manera a unos que a otros. Por
ejemplo, confieso no haber sido afectado por el virus del plano secuencia que
parece rugir en las venas de Iñárritu y Cuarón. Siempre he sido mucho más de
encuadres independientes, o de maneras interesantes de pegar un plano con otro.
Hoy por hoy, creo que la clave del cine es el montaje, que incluso llego a
entender como la herramienta capaz de trascender una gran variedad de
limitaciones presupuestarias (e incluso artísticas, si nos acordamos de
Kulechov). La idea de dedicar una enorme cantidad de esfuerzo, energía y
efectos digitales a dar la impresión de que una película es un solo plano
ininterrumpido me es un poco ajena.
Sin embargo, hay cierta justificación para ello en
“Birdman”, si consideramos que se desea crear la ilusión teatral de una
actuación fluida, ininterrumpida, en directo (no siempre conseguida: es muy
obvio en ocasiones que se trata de una nueva toma, sin nexos de unión muy
obvios entre la actuación de antes de llegar a una zona oscura y la de después)
y por otro lado crear una sensación de permanencia alucinatoria, mezclando los tiempos,
combinando realidad y fantasía de una manera opuesta a la hiperfragmentación
audiovisual que parece presidir nuestra cultura desde la Red.
A la par de esto, se intenta oponer la autenticidad del
teatro a la artificiosidad de un cine blockbuster, repleto de efectos
especiales y trucos visuales, que el protagonista lleva en la sangre y que
puede haber afectado su visión de la realidad, pero al mismo tiempo la película
en sí es un cúmulo muy potente de artificios y trucos, un producto complejo y
muy pensado que lleva en su ADN tanto marketing, pero de otro tipo, como
cualquier entrega de una franquicia superheroica. El hecho de que la película
lleve el nombre de un supuesto héroe en leotardos, centrándose más en el alter
ego humano y miserable que en la figura épica, dice mucho sobre la intención
paródica y satírica del producto, aunque parte de sus pretensiones
provocadoras, como el contenido sexual que por fuerza debe estar ausente de las
películas de multisalas, cause notablemente poco impacto.
Es interesante que Iñárritu se haya apartado de éxitos
pasados, aparcando su poética de la pobreza desvalida, de la sordidez ominosa
(se cuanta que un barcelonés quiso denunciar a la productora de “Biútiful” por
afear en pantalla la tumba de su padre) para configurar una especie de trabajo
de fin de curso que aúna un montón de tropos del cine de autor, desde la confusión
realidad-ficción del ya casi olvidado Charlie Kaufman (tanto Keaton como Norton
incorporan a sus autoparodias) hasta la visceralidad actoral de Cassavetes,
pasando por el Fellini metaficticio de “Ocho y medio” o la ironía neoyorquina
de Woody Allen, todo ello imbuido de un preciosismo que hasta el momento no
parecía muy alto en el orden de prioridades del mexicano.
Incluso hay un
intento de estar a la orden de lo que se lleva con sus guiños, que nadie
entenderá dentro de 20 años, a las subculturas de Twitter o YouTube, o su
concesión al ochenterismo recuperando a un Michael Keaton ex-batmaniano que está
atrayendo a esta peli mucho público al que no verías muerto en una sesión de
arte y ensayo. La pena quizá sea que la peli parezca demasiado de manual, no
suficientemente “rara”, y que su apelación a una ambigüedad final abierta a
múltiples interpretaciones sorprenda tan poco. Ni siquiera creo que sea la
primera vez que una partitura de cine se componga exclusivamente de solos de
batería. Amén de que a estas alturas Emma Stone casi me parece hasta fea. Seré
yo, pero…
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