Es curioso ver despertar, en visionados de la edad adulta,
sensaciones infantiles y juveniles que parecían enterradas en el tiempo. Así
recuperé ayer tarde la entrañable impresión de una plácida, secilla y
entrañable vida rural mediterránea, suavemente anárquica y bohemia, que me dejó
cuando era niño “Calabuch” de Berlanga. Un pueblo donde daba igual pasarse la
vida en la cárcel, donde tu mejor amigo podía ser un pícaro de siete suelas que
doblaba como contrabandista, electricista, proyeccionista de cine y
trompetista, un oasis de paz donde las maestras eran mujeres hermosas que creían
en el lenguaje de las flores y donde se toreaban en la playa novillos a los que
nunca se les clavaba el estoque. A un servidor, que no conoció a ninguno de sus
abuelos, le debió de enternecer Edmund Gwenn, a la par que, acostumbrado a un
campo castellano frío y árido, le fascinó aquel litoral levantino de Peñíscola,
con sus festivales pirotécnicos y sus bandas de viento metal.
La película no ha perdido su magia, aun reconociendo que es
un obvio intento de transplantar a España esquemas de comedia costumbrista
italiana, encontrando raro un localismo sin acentos regionales y con actores
principales extranjeros, e incluso siendo consciente ahora de connotaciones un
poco más incómodas. Aunque nos guste ver en “Calabuch” algo así como un “Vive
como quieras” a la española, lo cierto es que se la puede entender, y así quizá
fuese como se le supo vender a la censura de la época, como un canto al aislacionismo,
un retrato de ironía amable sobre una sociedad un tanto atrasada y
rudimentaria, con el ejército y la iglesia como principales fuerzas vivas,
donde sin embargo, y pese al descontento de algunos amargados o inadaptados, se vivía al abrigo de amenazas internacionales como la Guerra
Fría o la escalada nuclear y se hacía gala de un “dolce far niente” que los
extranjeros no podían sino ver con admiración, cuando no envidia.
Obviamente, Berlanga no era de esa cuerda, o al menos su
trayectoria posterior convierte esta lectura malintencionada en algo presente
pero coyuntural, tal vez necesario para hacer realidad la película (también se
terminó convirtiendo una peli de pícaros como “Los jueves milagro” en una
fábula religiosa con la aparición verdadera de un santo). Eran microbios
flotando en el aire, de los que no se podía escapar, y a los que uno se tiene
que enfrentar por fuerza a la hora de considerar la cultura de los años de
postguerra. Por ejemplo, antes de ser vistas como himnos proto-gays, canciones
como “Digan lo que digan” o “Qué sabe nadie” de Raphael eran consideradas por
los expertos musicales más progres como apologías del régimen franquista contra las acusaciones
internacionales que no sabían apreciar la “extraordinaria placidez” en la que,
según Mayor Oreja, se vivía entonces. Resulta irónico que muchos basen ahora su
rechazo del cine español en su presunta politización, cuando, si uno echa la
vista atrás, es raro encontrar un cine más politizado que el nuestro, desde los
géneros populares hasta el emergente arte y ensayo de los 70, que buscaba
esconder su mensaje mediante tropos que quedasen más allá de las limitadas
entendederas de los censores.
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