miércoles, 4 de abril de 2018

506: Viernes 9 de marzo de 2018 en el Cine de la Prensa



En realidad, debería estar intentando terminar un relato de “mala ciencia ficción” (es decir, científicamente descabellado, con pobre lógica interna y tratando sobre todo temas personales), que supone mi primera obra de ficción en casi 20 años y que ha surgido como consecuencia de una serie de cambios y decisiones personales que me tienen ilusionado y aterrado a partes iguales. Esto puede parecer una introducción que no viene a cuento, pero no es así, dado que uno de mis temas recurrentes en las crónicas de la Muestra Syfy es el inmovilismo personal de un hombre ya maduro que ha caído por defecto en la etiqueta “friki” porque no hay muchos más huecos para él, y su uso del frikismo como una pantalla que escamotea la realidad, en lugar de lo que debería ser, es decir, una herramienta de transformación. Y de todas maneras hay que reivindicar ese arte de la digresión, tan típico del obsoleto bloguear y ya vedado a otros formatos de comunicación social en las redes.


Lo cierto es que cuando comenzó la Muestra 2018 no pensaba que llegaría a intentar demostrar mi existencia en un plano personal a alguien, con lo cual estos recuerdos de hace apenas un mes podrían verse como una evocación de tiempos más despreocupados y felices. El tipo del abrigo largo y el sombrero, que se siente liberado al unirse a la turba de espectadores “mandangueros” que jalea, comenta y aplaude las películas, cuando de ordinario es el más “bon enfant” de los cinéfilos de sala (hasta el punto de ver a Netflix como una especie de Anticristo por hurtar a la pantalla grande títulos como “Aniquilación”), este personaje parece empezar a sentir la amenaza del anonimato, de llegar a una determinada edad sin haber dejado huella alguna entre sus semejantes a pesar de que sus inicios infantiles como lector a los tres años de edad y compositor precoz de canciones sobre bombonas de butano parecían predestinarlo a lo más alto. La búsqueda del ser lo que se es no puede limitarse a tres días al año, pero entre el “cosplay” y la revelación a otra persona, sin disfraces, de lo que uno tiene dentro, media una distancia, digamos, perturbadora.


Pero, bueno, dejando los temas de fondo en el fondo, que es su lugar, vayamos al Cine de la Prensa y dejemos en paz el sur de Francia. Siento decir, en primer lugar, que no puedo unirme al linchamiento colectivo a “Un pliegue en el tiempo”, por la sencilla razón de que no asistí a su preestreno, que inauguraba la Muestra. Mi regla de no ver películas dobladas en sala si puedo evitarlo (y, siendo más concreto, de no ver películas dobladas en las que intervengan personajes infantiles) me robó, no obstante, una ocasión de oro para llevar la contraria a todo el mundo. Me da que una película de fantasía de la Disney supone blanco fácil para un público “millenial” con pose cínica y esa tendencia a la crítica destructiva que la mente-colmena de la red favorece y nutre. Poder defender esa película habría sido una estupenda terapia de auto-afirmación, un ensayo general de enfrentamiento a las inevitables críticas sarcásticas y negativas que surgirán en caso de que me anime a exponer mis locas creaciones a las masas. Masas que a veces se equivocan: revisé en casa “John Carter” y me llegó casi a gustar. Masas que a veces no se equivocan: con “Oz” de Raimi el pulgar aún señala hacia abajo.


Cambiando de lo que pudo haber sido a lo que fue, me siento satisfecho de haber aguantado el tipo bastante bien este año en todas las sesiones de sobremesa, aunque lo tuve que pagar perdiendo el hilo en todas las de madrugada. “As boas maneiras” trajo un Brasil distinto, sin favelas ni narcotráfico, con un folklorismo ajeno a las contorsiones del carnaval de Río (empezando porque no es una película carioca, sino paulista), ensamblando como puede lo que son en esencia dos películas distintas, una sobre la relación lésbica entre una blanca rica y una negra pobre, y otra sobre la crianza problemática del niño de la primera, un licantropito hijo de un sacerdote llamado Jorge Mario que crece con normalidad (salvando detalles nimios como ser encadenado en las noches de luna llena) hasta que a alguien se le ocurre hacerle probar la carne. Una película, como diría mi viejo conocido Pedro Calleja, “lenta y viciosa” (los abrazos en plano corto de las dos protagonistas son particularmente tórridos), con unos momentos musicales que paran la acción para recrearse en los sentimientos y que me hacen pensar un poco en Almodóvar, un lobito en CGI de lo más “kawaii” que desmiente un poco los supuestos mimbres terroríficos de la historia, y un elogio de la diferencia al que se quiere hacer funcionar en muchos contextos pero que habría funcionado mejor si los guionistas hubiesen trabajado más con mentalidad de montadores.


“A day”, blockbuster coreano firmado por uno de estos directores cuyos nombres, formados por palabras cortas y sencillas, me resultan dificilísimos de retener (lo cual no me pasa con los japoneses: me aprendo a la primera nombres como “Hiromasa Yonebayashi”, pero algo como “Cho Sun-Ho” me derrota) , es prueba fehaciente de que, le pese lo que le pese a los listos, la combinatoria del cine comercial no está agotada. El subgénero de “el Día de la Marmota”, consagrado en el mainstream por la homónima, en inglés, “Atrapado en el tiempo”, con Bill Murray, puede arrojar aún más variantes curiosas. No solo se trata de una oportunidad de cambiar lo que sucede para que se anule el bucle y la vida pueda seguir, como en “Al filo del mañana” con Cruise (que además añadía al estofado una guerra con alienígenas), sino que tenemos a más de un condenado del tiempo buscando lograr a la vez sus fines en conflicto con los otros. “Cahiers du cinéma” despreciará todo lo que le dé la gana la filmografía comercial de la Corea “libre”, pero ese oficio eficaz, esos giros que no se ven venir del todo, esa visceralidad para la que en Occidente parece que faltan arrestos (en Oriente parece que una demostración de emociones fuertes y que salte la sangre tienen que ir tomados de la mano), incluso esa coda final con sentimientos dulces a flor de piel y que tanto ofende la zeitgeist de los veinteañeros y treintañeros guays de hoy, son todo puntos a favor del cine asiático visto como el Hollywood de un universo alternativo, pero que está en este.


Me sorprende bastante la cantidad de comentarios negativos dedicados a “Downrange” de Ryuhei Kitamura, que sin embargo es el tipo de película que justifica una muestra fílmica como la que nos ocupa. Una serie B, con todo lo que ello conlleva (estoy seguro que  si en una película como esta se les ocurriera a los cineastas llamar a Anthony Hopkins y Emma Thompson y ponerles desarrollos de personajes al estilo de “Lo que queda del día”, los que le reprochan a “Downrange” sus personajes cutres y sus actores tirando a malos serían los primeros en quejarse), efectiva a la hora de graduar la tensión entre un momento de violencia burra y otro y capaz de sacar lo máximo de los elementos más mínimos (no olvidemos que hablamos básicamente de una carretera, un coche, cinco o seis actores y un árbol), no merece el vitriolo que se ha rociado sobre ella, a no ser que ese vitriolo sea el sustituto homeopático de la emotividad progresivamente perdida en las relaciones personales. Toda vez, encima, que el visionado fue de los más festivos del evento, gracias a ese icono de la Muestra que es desde ya Todd Acosta, personaje de la película cuyo involuntario significado en español llevó a que se coreara su nombre a cada ocasión en que intentaba burlar la vigilancia del sádico francotirador, por ejemplo buscando cobertura para su móvil gracias a su “palo selfie”. Ejemplo de un cine que toma todo su significado en un visionado colectivo, “Downrange” hace pensar en la triste era de Netflix que nos espera, cuando las películas van dejando de llegar con los filtros de antaño y cuando la sabihondez de espectadores sin nada que perder amenaza con sustituir al viejo “comité de expertos” que solía filtrar y recomendar lo que valía la pena, de manera muchas veces manipulativa e interesada, lo sé, pero con unos criterios editoriales ajenos al desfogue emocional que, ya dije, parece ser gran parte del combustible que hace arder las redes. “Downrange”, si se estrenara en Netlflix, sería vapuleada por doquier, pero en su pase festivalero me lo pasé teta, como se suele decir en claro arrebato de añoranza materna.


Mucho peor para mi gusto fue, pese a las expectativas creadas por la anterior obra del guionista y director S. Craig Zahler, “Bone Tomahawk”, el drama de acción carcelaria “Brawl in Cell Block 99”, que trata de repetir rasgos de la anterior como la narración cocinada a fuego lento, la llegada, paulatina, pero a la postre explosiva, de una violencia dura y poco complaciente, y la inevitabilidad fatalista del enfrentamiento con la muerte. Los puntos interesantes no faltan: sacar de su contexto cómico a un actor como Vince Vaughn, dejar claro desde el principio su potencial para la furia en la escena en que, habiendo sido despedido de su trabajo y engañado por su esposa, a quien se niega a poner la mano encima, destroza un coche con sus propias manos; adoptar un tono de serie B oscura, como un Carpenter más trágico, y a la vez huir de muchos de los tópicos del cine de prisiones, y enfocarlo todo como una especie de viaje a los infiernos, suena muy bien sobre el papel, pero a un servidor le pareció que la peripecia era demasiado breve para la dilatación narrativa que se aplicaba. Concedo que se comunica mejor la sensación de encierro y pérdida de libertad con un largo plano fijo en el que el protagonista está tumbado sin hacer nada que con un ágil montaje compaginando variadas acciones, pero supongo que es necesario entrar más en la propuesta de lo que yo hice. Las peleas cuerpo a cuerpo son de una violencia dura y brutal, pero el efecto de choque se atenúa a la tercera o cuarta vez que aparecen y se emplean idénticas coreografías y efectos gore. Este presunto hiperrealismo contrasta con la trama, que mejor será no analizar con rigurosa mala leche, en la que Vaughn es obligado a usar la brutalidad por Udo Kier, que tiene en sus manos a su esposa embarazada y a un “abortista coreano” capaz de hacer cosas muy feas al bebé “in utero” (este año, ya vimos como tres veces en la tarde del viernes, fue la Muestra de los embarazos chungos). A mí no me casa muy bien esa desmadrada línea argumental con la gravedad que se nos vende, como también me cuesta empatizar con un personaje que es básicamente un pedazo de carne inexpresivo, un intento de nueva encarnación del clásico “strong, silent type” que empezaron a barrer de las pantallas en los 70 judíos bajitos y parlanchines como Woody Allen o Dustin Hoffman. Si de lo que se trata es de hacer “Libertad para morir”, con van Damme, pero tomada en serio, en plan sangriento y con un sentimiento trágico de la vida, quizá prefiera ver “Libertad para morir”. Pero me consta que hay a quienes la peli de Craig Zahler sí les ha convencido.


La sesión golfa, “Mayhem”, dirigida por un tal Joe Lynch, me recordó bastante a “Bloodsucking bastards”, en el sentido de que usa el gore, en aquel caso vertiente vampírica y en este de infectados rabiosos, para ajustar cuentas con un ambiente de trabajo percibido como alienante y lleno de falsedades, haciendo pensar en a qué se dedicaron en el pasado (o en el presente) los autores de los guiones, y, por desgracia, dejando una similar impresión de chistes ya un poco gastados. Se deberá a esa supuesta falta de sentido del humor que advirtió en mí una bilbaína, pero lo cierto es que raramente considero el gore gracioso, lo respeto como recurso pero yo lo veo como una herramienta para conseguir mediante el desagrado lo que la belleza no es capaz de hacer. Que sí, que está bien desfogar la animosidad inevitable que despiertan compañeros trepas, jefes manipuladores, ladrones del mérito ajeno y demás fauna de la empresa pública y privada, pero para dejarme arrastrar por una presunta gamberrada que no deja títere con cabeza preferiría que fuera más virtuosa en lo formal o en lo narrativo. Aunque supongo que la película cumplirá su cometido si no has visto muchas del mismo tipo. El abogado protagonista, un “asiático-americano” llamado “Derek Cho” probó que, tras “Todd Acosta”, el viernes fue el día de los nombres de personajes chistosos con juego de palabras incorporado. Solo faltaron el vaquero “Johnny Melavo” y el camorrista “Armando Guerra Segura”.


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