No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
viernes, 29 de junio de 2007
"La juguetería mágica" de Angela Carter
“El verano en que cumplió quince años, Melanie descubrió que estaba hecha de carne y hueso”. Así comienza “La juguetería mágica”, segunda novela de Angela Carter, dejando clara su intención de describir la transición a la edad adulta de una adolescente por vía de su proceso de maduración sexual.
Pero tratándose de Angela Carter, estaba claro que no nos encontraremos exactamente lo que esperábamos. Aunque en 1967 Carter aún estaba lejos de la acidez imaginativa de novelas como "La pasión de la nueva Eva", “La juguetería mágica” contiene el germen del revisionismo psicosexual de los cuentos de hadas en el libro de relatos “La cámara sangrienta”.
No se trata de una novela fantástica en modo literal, aunque podría argumentarse que la mirada mágica de la protagonista y su lectura de los acontecimientos se alejan del realismo casi dickensiano al que se prestaba la historia y dejan lagunas deliberadas en forma de escenas surreales, oníricas e incluso terroríficas, que una lógica narrativa tradicional no explica satisfactoriamente.
Después de que Melanie, durante un viaje a América de sus padres, se pruebe el vestido de novia de su madre, lo desgarre y se vea obligada a trepar desnuda al manzano que crece junto a su ventana para regresar a su habitación, la subsiguiente muerte de los progenitores en accidente aéreo se le antoja una lógica consecuencia y justo castigo por su transgresión. Ella y sus dos hermanos pequeños deberán dejar su idílica campiña y mudarse, en un Londres depauperado y sórdido, a casa de su tío Philip, un juguetero brutal y autoritario que ha reducido a la mudez a su joven esposa Margaret y la tiraniza al igual que a los dos hermanos de ella, Finn y Francie, como pareció ser, durante siglos, el sino de los irlandeses a manos de los ingleses.
Ya desde el principio, el simbolismo campa a sus anchas: el manzano junto a la casa familiar insinúa que la infancia era el paraíso, el vestido de novia es un emblema del despertar al sexo y a la vida adulta. Llegados a la casa del tío Philip, entramos en un universo casi de novela gótica, con un cabeza de familia orondo y terrorífico, creador adusto de figuritas inanimadas, a quien resulta difícil no identificar con Dios (o con Rod Steiger, cuyo rostro, suplementado de enormes bigotazos, se me sobreimpresionaba sin parar a las descripciones de Carter).
Margaret, su esposa, aunque no es realmente muda, perdió el habla desde su boda con Philip y se comunica escribiendo con tiza en una pequeña pizarra que siempre lleva consigo. Por si fuera poca su esclavitud diaria en el hogar, su atavío para los días festivos, un vestido anticuado e incómodo adornado con un collar de plata, rivaliza en mortificación con una armadura medieval y casi produce mayor sufrimiento que placer.
En cuanto a los hermanos, Finn y Francie tienen algo de Caín y Abel en sus caracteres contrapuestos, en la rebeldía peligrosa y excitante de uno frente a la bondad ralentizada del otro, pero la tensión homicida se establece aquí entre padres e hijos, en un reflejo tanto del conflicto anglo-irlandés como del nuevo papel de los EEUU tras la II Guerra Mundial(no olvidemos que la foto de Philip en la boda de los padres de Melanie lo muestra como un joven Buffalo Bill).
Pero Finn, más que Caín, es comparable a la serpiente del Edén. Empezando porque es un ángel caído: Philip, descontento con los manejos de Finn en su teatro de marionetas, lo empuja desde lo alto al escenario, lo que motivará una inquietante modificación de su carácter. Finn parece destinado a iniciar a Melanie en el sexo: el paseo de ambos por el parque abandonado, donde yace derribada en fragmentos una estatua de la reina Victoria, culminará en el primer beso entre ambos, a la par que el ensayo de la segunda obra de marionetas, la historia de la violación de Leda por el cisne, se considera diseñada por el patriarca para propiciar la pérdida de la virginidad y el posible embarazo de la chica.
Quizá quepa ver en esta novela una empanada de simbolismos psicológicos y políticos en apoyo de una agenda feminista, pero el arsenal de imágenes convocado por Carter se aleja de la vulgaridad iconográfica de mucho arte que se quiere revolucionario: ya en el segundo párrafo del libro brilla el adjetivo “prerrafaelista”, mientras en otros segmentos, por ejemplo el consagrado a las pinturas vengativas de Finn, se invoca el espíritu del Bosco, y Edgar Allan Poe es nombrado en más de una ocasión.
Las trampas que acechan a una chica al borde de la edad adulta se dibujan con pasión visionaria: el hogar, una prisión gótica; la familia, una maldición marcada a fuego con los estigmas de la clase trabajadora; el sexo, un laberinto de placer y dolor, de voyeurismo (Finn espía a Melanie por un agujero en la pared en el mejor espíritu de Norman Bates) y de apariencias engañosas (Melanie pierde el sentido en el momento culminante de la recreación, protagonizada por ella misma y una marioneta, de “Leda y el cisne”; más adelante se insinúa que Philip estaba oculto en el falso cisne, pero nunca sabremos a ciencia cierta lo que pasó).
La liberación de este orden patriarcal opresivo no podrá llevarse a cabo sino mediante la transgresión, que tendrá una doble dimensión: por un lado el obvio simbolismo del destrozo del cisne y por otro, en nueva negación del carácter doctrinario y elemental que planea sobre el libro, el descubrimiento de la relación incestuosa entre Margaret y Francie. Visto lo visto, la juguetería mágica tenía que terminar como la Casa Usher.
Tengo entendido que la editorial Minotauro saldó toda la obra publicada en España de Angela Carter, durante la época en que Porrúa la vendió a Planeta y los nuevos amos dejaron atrás las ambiciones artísticas del antiguo en pos de un éxito comercial que los ha eludido concienzudamente. Una lástima, porque Carter era una de las originales: a pocos se les ocurriría hacer de una fascinante juguetería de época un escenario tétrico de tiranía y represión, y pocos demostrarían un don tan rico y exuberante para la metáfora y el lenguaje, sabiendo transmitir un ideario a base de inquietar en lugar de sermonear. Y no olvidemos que Angela estaba sólo en los comienzos de su carrera: en lo sucesivo, superaría con creces este muy sugestivo libro.
Muerta a los 51 años. Qué os parece.
jueves, 28 de junio de 2007
El cine de terror y yo
Casi inquieta la manera en que vamos dejando atrás, o, peor aún, amontonando en el ático, lo que en su día fueron intereses absorbentes y privativos que llenaban nuestra vida entera. También me inquieta, a título personal, que me haya decidido a iniciar una bitácora, foro donde puedo dar rienda suelta ilimitada a mis obsesiones, en un momento en que no solamente cuento con poquito tiempo para escribir, sino en que además me voy adentrando en esa fase previa a la vejez definitiva en la que los entusiasmos parecen asunto del pasado.
En otras épocas, habría saturado mi blog con mis ventoleras sucesivas: durante unos meses, Frank Zappa; más adelante, los tebeos de DC-Vertigo y los méritos relativos de Gaiman, Morrison o Delano; luego, una etapa de caspa hispánica cantando los pocos pero alucinantes milagros de Paul Naschy, León Klimovsky o Amando de Ossorio; después, mis viajes de descubrimiento en los mundos de esa música que llaman “clásica”. Ahora parece que me he serenado y, en lugar de orgías frenéticas de ensimismamiento, guardo a mis amantes del pasado en cajas, como Catherine Deneuve en “El ansia”, y las abro de vez en cuando para ver qué tal les sienta la momificación.
Es lo que me ha pasado en cierta medida con el cine de terror. Mi gran época con él fueron los veintipocos años, cuando iba descubriendo poco a poco un mundo adulto que veía dominado por normas absurdas y arbitrarias que ejercían violencia sobre el individuo. Como gran especialista en evadirme que siempre he sido, noté que ya no me valían exclusivamente los mundos idílicos y caprichosos, que había ahí fuera una realidad más fea con la que había que enfrentarse de un modo más agresivo.
Por eso el primer cine de terror que me llamó la atención, después de una infancia y adolescencia en las que no vi ni una sola muestra del género, fue el que se suele etiquetar como “gore”, aunque medie una considerable distancia entre la realidad de ciertos títulos míticos y la imagen trivializada que se tiene de ellos (ejemplo claro: “La matanza de Texas”, que contiene mucha menor violencia explícita de lo que se cree).
Era un acercamiento idealista, por supuesto. Mostrar la violencia cruda, sanguinaria, desagradable, no era para mí sino literalizar metáforas sobre una vida cruda, sanguinaria y desagradable cuyas entretelas sucias se disfrazaban con un barniz de “buen rollito” al igual que la piel disfraza la carne viva, los higadillos y otros órganos que no por imprescindibles producen menor regomello al ojo humano. En cierta manera, para mí las escenas de sangre y violencia explícitas equivalían un poco a cuando Maldoror decía aquello de “hay que dejarse las uñas largas para hundirlas en el pecho de los niños”, era desesperación, sinrazón y protesta. Cuánto del Vietnam no había en aquellas primeras pelis de Hooper o Romero, cuánto de la angustia de un cuerpo sometido a la tiranía de los instintos o las enfermedades no había en el primer Cronenberg, cuánto de los volcanes durmientes de la mentalidad católica mediterránea no había en el “giallo” italiano.
Esa energía en representar lo chocante, agresiva y de mal gusto que puede resultar la violencia equivalía a nombrar a un muerto durante la cena, a recalcar con insistencia de niño pequeño aquello que todos saben pero pocos quieren reconocer: que, si te cortas, sangras, que, por mucho que nos empeñemos en darnos aires, en el fondo somos sólo carne que sufre, se arrastra y muere. De ahí lo vital de que el “gore” resulte de veras incómodo y desagradable, que remueva conciencias y que no se limite a un espectáculo técnicamente competente pero inocuo.
Ahí quizá pudo localizarse el germen de mi descontento y mi gradual desconexión del cine de terror más reciente: en la discrepancia entre esta concepción juvenil idealista y romántica, y la realidad más prosaica, comercial y frívola del subgénero. Empecé a percatarme en los festivalillos (en mi caso el llorado Imagfic madrileño): donde yo buscaba estremecerme y hallar una catarsis violenta de miedos, descontentos y frustraciones del más variado pelaje, las tropas que aún nadie denominaba “frikis” no querían sino carcajearse, tomarse a chota todo aquello que veían y complacerse en un sadismo de andar por casa que podía ser saciado mediante cualquier producto mínimamente cafre, sin que importara su ínfima calidad cinematográfica.
Hombre, bien es verdad que lo de “ínfima calidad cinematográfica” puede tener su gracia y servir también de revulsivo contra lo estereotipado y conservador de los gustos artísticos, pero al final, como con ciertos tipos de música rock, uno termina un poco cansado de los mismos tres acordes y de los mismos vómitos contra el sistema de personas que en el fondo ganan más dinero que tú y se acuestan con chicas mucho más guapas. Ya vas teniendo la impresión, departiendo con la gente, de que no importa cómo esté contada la peli, sino cómo se cargan a la maciza de turno; no importan los ambientes o los desarrollos sino lo asqueroso que pueda resultar determinado efecto; no es posible defender películas que apuesten por un fantástico más etéreo, sutil o con vocación clásica, porque, si no hay hachazos, martillazos o amputaciones de miembros a la altura del minuto 25, la peli es un coñazo. Y así todo.
Unase a esto la inevitable disolución de las pandillas de frikis juveniles y las connotaciones desagradables que fueron adquiriendo en mi mente algunos de estos viejos amigos (acordaos de cómo Tony Manero termina asqueado de su antiguo barrio en “Fiebre del sábado noche”) para que terminara por distanciarme del terror y separarme de él sin rencores, con un apretón de mano y un “hasta siempre”. A continuación descubrí la música clásica y se inició otro idilio de unos 12-13 años.
Y sin embargo... De mis 485 pelis en DVD a día de hoy, clasifico un total de 93, casi una quinta parte, bajo la etiqueta “Terror”. Sigo considerando pelis como “Posesión infernal”, “Zombi”, “La matanza de Texas”, “Aullidos”, “La mosca” versión Cronenberg o “La cosa” versión Carpenter como clásicos fundacionales, e incluso un “giallo”, que tiene mucho de terror, como “Rojo oscuro” de Argento, ostenta el título de mi Película Favorita de Todos los Tiempos, la que reviso más a menudo y de la que menos me canso.
¿Y esta contradicción? Bueno, tal vez porque los factores que me impulsaron a abrazar el terror como escape violento de la realidad han persistido o se han metamorfoseado en otros. Antes tal vez era el instituto, la facultad, la angustia sexual de la juventud, la falta de horizontes laborales, los problemas de convivencia familiar... Ahora podríamos listar los malos rollos del trabajo, los descontentos en las relaciones de pareja, el coste creciente de la vida, el aluvión de responsabilidades... Cada edad tiene sus problemas, y el poder de la imaginación es igualmente básico en todas ellas para tratar de conjurarlos. De ahí la falsedad esencial de que el terror y la fantasía son para adolescentes. Sería como afirmar que todos los adultos alcanzan un alto grado de satisfacción e identificación con su vida.
Pero yo me pregunto: ¿Asumen los productores de cine la necesidad de un cine de terror para adultos? No puedo responder con perfecto conocimiento de causa, pues apenas paso por taquilla para intentar disipar mis prejuicios contra determinados títulos. Culpad a los exhibidores: si hay un subgénero fílmico que raramente se exhiba en versión original subtitulada, incluso en paraísos cinéfilos como Madrid o Barcelona, es el terror (siempre que no lo dirija alguien como Tarantino, claro). Serán muy progres y exquisitos, pero, cuando se estrene el próximo hito comercial de “casquería e higadillos”, acercaos al Ideal para ver si la ponen, o, peor todavía, al circuito de los Renoir, Verdi, Alphaville y compañía. Con el cierre de los cines Luna, situados en esa plaza de apasionante fauna humana, Madrid perdió su último reducto de terror en V.O. (no en balde la última peli que vi allí fue “Saw”). Llamadme fanático, pero yo últimamente prefiero ver una versión original en DVD que un doblaje en salas. Mis prioridades han cambiado...
Pero volviendo a lo de antes, no hay casi terror para gente que sobrepase la adolescencia. El “revival” del “slasher” adolescente, abanderado por Wes Craven, reinó durante una temporada insufrible, para ser reemplazado por las tarantinadas en plan despiporre, al estilo de “Abierto hasta el amanecer”, que me pueden divertir pero que incurren en ese espíritu de frivolidad festivalera que me ocasiona cierta alergia.
La época del “J-horror” abierta por “The ring” me dio esperanzas, dada su recuperación de la historia clásica de fantasmas y su mayor sutileza narrativa en un momento en que el hachazo en la pierna se ha elevado a figura de estilo. Pero su sobreexplotación comercial a base de “remakes” USA mató su efectividad y motivó un cansancio precoz de fórmulas a mi juicio totalmente válidas que además introducían un nuevo sistema de relaciones entre lo imaginativo y terrorífico y un entorno verosímil y contemporáneo, sin goticismos de saldo.
Ahora parece que se quiere volver a un “gore” cafre y malsano, provocador, que no deje a nadie indiferente. “Alta tensión” de Alexandre Aja, una de las últimas que vi en los Luna, tenía una vitalidad salvaje, no pedía perdón a nadie por lo que hacía y se permitía una trampa narrativa final entrañable de puro injustificable. No puedo opinar sobre el “remake” por Aja de “Las colinas tienen ojos”, pero tengo entendido que incide en esta línea dura, única capaz de salvar al subgénero de lo que yo llamo el “gore de multisalas”, cuyos epítomes para mí son “Hostel” de Eli Roth (cuyos apuntes sociológicos considero superficiales e hipervalorados, amén de su prolongado segmento inicial a lo “American pie” o, peor aún, el díptico “Road trip”/”Euro trip”) o “Amanecer de los muertos” de Zack Snyder (que reduce el caos narrativo del original pero convierte la historia en una película de acción cuya pulida espectacularidad no la hace apenas desagradable). Por otro lado, la insistencia en el “survival” ya cansa: si voy a ver una peli, me hace ilusión que se traten cuestiones más complejas que la de cuáles protagonistas mueren y cuáles no.
Y ya que hablamos de “remakes”, ahí tenemos otro obstáculo a mi reincorporación a las salas como espectador de terror. Un “remake”, pese a lo que digan algunos, no es malo en sí mismo (como forofo de la música clásica, sería como afirmar que sólo un determinado intérprete u orquesta deberían abordar una determinada obra musical y nadie más), pero por desgracia el número de “remakes” que de verdad se proponen dar una nueva perspectiva a una vieja historia y expresar algo diferente con ella se podrían contar con los dedos del pie del alpinista ese que está en “Supervivientes” (¿o es “La isla de los famosos”? Definitivamente estoy “out of touch”, que dicen en inglés). El criterio de reciclar una historia antigua para un público de potrillos y terneras, aplicándole el más superficial lavado de cara e ignorando la mayoría de los factores que la hacían funcionar originalmente, parece ser el nuevo evangelio de un culto que se atreve con todo, hasta constituir un género en sí mismo.
Antes parecía que, si querías revisitar “La semilla del diablo” bastaba con remedarla encubiertamente, en combinación si puede ser con otras pelis, y sacabas “La cara del terror” o “Pactar con el diablo” (ambas, qué casualidad, con Charlize Theron), pero no dudéis que cualquier día de estos tendréis en vuestra multisala del barrio una “Rosemary’s baby” con todas las letras, con Scarlett Johansson en el papel de Mia Farrow, Aaron Eckhart en lugar de John Cassavetes y algún joven talento de la MTV tras las cámaras. A lo mejor vosotros iríais a verla, pero yo paso.
domingo, 24 de junio de 2007
Mis discos mágicos: "A Via-Láctea" de Lô Borges
Brasil no es sólo la juerga callejera del carnaval, la extroversión espasmódica, la diversión física, espontánea e inmediata de las pobres gentes que podrían estar muertas pasado mañana.
Si nos fiamos de los mundos interiores representados en la música popular, esta imagen vendría representada en nuestro imaginario actual por los desfiles callejeros organizados por Carlinhos Brown (que por cierto han eclipsado por completo a sus buenos discos), elevados a nuestro santoral progre por el documental de nuestro querido Fernando Trueba. Ya se sabe, Carlinhos es un santo porque hace obra social, y luego va a verlo Cachao y hacen una “jam session”, etc.
Pero también hay un Brasil más introvertido y secreto, más intimista e investigador, lejano de los tópicos artísticos de la samba, el baile o incluso la “bossa nova”, a la vez ambicioso y modesto, exuberante y económico.
Ahí lo tenéis a Lô Borges en la portada del disco, mirando hacia abajo, como si le diera corte, mientras las galaxias y las nebulosas brillan en el firmamento.
Lô Borges es un integrante del llamado “Clube da esquina”, grupo de músicos que cristalizó en la región de Minas Gerais alrededor de Milton Nascimento, y que cultivó un tipo de canción cercana al pop anglosajón (una de las canciones estrella de Lô es “Para Lennon y McCartney”) pero dotada de un grado de sofisticación en la armonía y los arreglos que contrasta con lo directo de las melodías. Simplificando a lo burro, y teniendo en cuenta que hablar sobre música es una tarea insensata por lo diferente de los lenguajes, podríamos decir que en este tipo de canciones encuentro lo bueno del pop y del jazz concentrado en canciones de tres minutos con estrofas y estribillo, sin casi tropezarme con lo malo e incluso pudiendo hacerme la ilusión de que no escucho ni pop, ni jazz, sino todo lo contrario.
(Podría escribirse largo y tendido sobre cómo algunas mentalidades progres aplauden en artistas de la MPB [Música Popular Brasileña] lo que criticarían sin piedad viniendo de artistas anglosajones, pero salvaré mis maldades gratuitas para otra ocasión).
En todo caso, Lô Borges, con su voz pequeñita, frágil, sin vibrato y no especialmente buena, logra resultar comunicativo y entrañable por lo sincero, con esas subidas en las que casi no llega, en esos quiebros estilo “blues”, arropados en este disco por una producción y unos arreglos que resultarán grandilocuentes a algunos pero supondrán una fuente inagotable de sorpresas a quienes se calcen los auriculares y no tengan miedo a la mezcla de barroquismo y simplicidad.
Ya sé que para algunos, Milton, Lô Borges y el “Clube da esquina” son una especie de equivalente brasileño del odiado rock progresivo (que a mí también me gusta), pero si uno no es capaz de disfrutar de este disco, por poner sólo un ejemplo, el pop Beatle tropical de “Equatorial”, con el memorable bajo de Paulinho Carvalho, te estás cerrando a muchas cosas buenas de la vida. Claro está que de eso se trata en el mundillo de la música pop y el rock, y por ende de la vida en general: uno afirma y hace valer su identidad a base de refugiarse en un estrecho nicho tribal y de lanzar anatemas contra casi todo lo que sea diferente.
Mientras tanto, yo no me canso de escuchar este CD de apenas 36 minutos, donde casi no sobra ninguna canción, desde la balada semi-jazzera de “Chuva na montanha”, buen remedo de aquel “Trem azul” de Lô que llegó a versionear Antonio Carlos Jobim, hasta la casi épica “Vento de maio” al alimón con la hermana Solange Borges, que casi repite en chica las mismas peculiares cualidades interpretativas, o los “remakes” de “Tudo que você podia ser” o “Clube da esquina nº 2”, aparecidos anteriormente en el mítico “Clube da esquina” de Milton en versiones más sencillas y menos fusioneras que, lo confieso, prefiero. Canciones maravillosas, musicalmente ejemplares, llenas de excelentes trabajos instrumentales de gente como el referido Paulinho Carvalho o ese Toninho Horta a quien Pat Metheny se ha pasado copiando 30 años sin que nadie diga nada, y capaces de transmitirme un sentido de la maravilla muy particular, a medio camino entre el descubrimiento de paisajes nuevos, la melancolía, la esperanza y la aventura.
viernes, 22 de junio de 2007
"Amor profano" de Katherine Dunn
Los traductores al español de esta novela no estuvieron al cabo de la calle: Un “geek” originalmente era una especie de “hombre salvaje” exhibido en ferias, conocido por vivir entre sus propios excrementos y por arrancar la cabeza a los pollos de un mordisco. Por extensión, “geek” vino a ser un ser inadaptado, extraño para el común de los mortales y centrado en aficiones del todo irrelevantes en sociedad, léase ordenadores, ciencia ficción, cine, etc., llegando a ser verdaderos expertos que sin embargo pueden alcanzar edades muy respetables sin haber visto o tocado vello púbico o pezones que no sean los suyos propios.
Entonces, “geek” equivaldría a lo que ahora llamamos, más o menos despectivamente, “friki”.
Pero Katherine Dunn habla todavía de los “geek” originales, en una extraña novela cuyo tema es la fascinación por la anormalidad, los pros y contras de ser un monstruo, expuestos con notable audacia imaginativa.
El matrimonio Binewski, propietario del carnaval ambulante “Fabulon”, decide, insatisfecho con los monstruos de feria que iba contratando, crear sus propios artistas de su propia carne y sangre. Así, en cada nuevo embarazo, Lil será expuesta a peligrosos productos químicos, isótopos radiactivos y otras barbaridades del mismo jaez con la finalidad de que el feto presente malformaciones explotables en el mundo del espectáculo. No todos los experimentos tienen éxito (aunque los fracasos siempre pueden exponerse al público en tarros con formol), pero al final se consigue una peculiar familia: Arturo el Chico Acuático, nacido sin brazos ni piernas pero con aletas anteriores y posteriores que hacen de él un gran nadador; Ifigenia y Electra, hermanas siamesas que comparten un mismo par de piernas y un talento para la música; Olimpia, enana calva y jorobada que narra la historia, y Fortunato, alias Chick, que bajo su apariencia de chaval rubio, guapo y corriente oculta una habilidad telequinética a la que se darán aplicaciones tirando a turbias.
Los recuerdos de Olimpia, mientras decide qué hacer respecto a su única hija, a quien una millonaria obsesionada con hacer feas “por su bien” a hermosas muchachas quiere despojar de su única característica anormal, dejan claro que la vida de los seres monstruosos no tiene por qué ser idílica y apacible como la de los “Freaks” de Browning en mitad del campo. Tanto Olimpia como las dos hermanas siamesas están consumidas de amor incestuoso por Arturo, cuya deformidad lo convierte en líder de un culto religioso que busca la pureza a través de la gradual amputación de miembros; Chick, tras una corta carrera, auspiciada por su padre, como ladrón paranormal en lugares públicos, se convierte en asistente de las amputaciones del culto, realizadas por la siniestra doctora Phyllis, suspendida de su profesión quirúrgica por quererse extirpar a sí misma supuestos aparatos de control colocados por el gobierno; las dos siamesas, presas de la codicia y conscientes del morbo sexual que despiertan, terminan prostituyéndose tras su espectáculo hasta que Arturo las descubre y las entrega en matrimonio a un ser deforme sin cara que respira mediante tubos; la más rebelde de ellas terminará lobotomizada y babeante, arrastrada por la otra mientras se desarrolla su embarazo. Todo esto salpimentado de otros incidentes brutales que revolverán el estómago a los lectores más delicados pero que constituyen la verdadera fuerza de la novela.
Porque en efecto es este aspecto fantasioso y transgresor, amén de un estilo brillante aunque a menudo difícil de seguir, lo más válido del libro. La trama, episódica, avanza de una anécdota a otra con un diseño subyacente bastante vago; la galería de personajes no puede ser más colorida y estrafalaria, pero, salvando a los tres protagonistas principales, se trata de personajes de cartón, elementos del decorado sin demasiada entidad propia. Algunos de los momentos devastadores del argumento, como la lobotomía de una de las siamesas, suceden de manera demasiado precipitada y repentina para causar el impacto que deberían, y lo mismo reza del apocalíptico final del carnaval ambulante, resuelto en tres o cuatro páginas semiplagiadas de “Carrie” de Stephen King.
Con todo, la acidez y lo extremo de la propuesta, aunque dejadas en mantillas por autores más recientes como Chuck Palahniuk, y junto a lo inventivo del lenguaje (en especial algunos diálogos memorablemente soeces que revelan la habilidad con la expresión oral de Dunn, que era locutora radiofónica), hacen que la lectura merezca la pena, tanto para los buscadores de curiosidades literarias como para los aficionados a la fantasía y al terror, que verán una aproximación menos cuadriculada y genérica al eterno tema del monstruo.
En un plano personal, referiré que, habiendo sabido de la existencia de esta novela a través de la lista de proyectos no realizados de Terry Gilliam, me imaginé en todo momento al hombre sin piernas y con aletas portando los rasgos del actor interesado en incorporarlo, Johnny Depp. No apostaría demasiado por la realización de una peli que, adaptando con un mínimo de fidelidad y valentía la novela, resultaría fuertísima al 85% de los espectadores, pero, considerando lo que ha hecho Gilliam en su incomprendida y muy estimable “Tideland”, no me molestaría ver la poesía que puede extraer Terry de otra historia sórdida, violenta y conflictiva pero con un aliento tierno soterrado.
domingo, 17 de junio de 2007
"Jonathan Strange y el señor Norrell" de Susanna Clarke
Cuando reseño libros, acostumbro a sacarlos del tanque criogénico de su estantería e infundirles un breve aliento vital desde mi memoria. De improviso van desplegándose las experiencias que presenciaron, los lugares por donde se pasearon de mi mano, los estados de ánimo que fomentaron o hicieron lo posible por mitigar, en suma, los mil y un pormenores de esa relación íntima e intensa, marcada por el desagradecimiento de la promiscuidad, consustancial al acto lector.
Extraer de su hilera el libro de bolsillo de “Jonathan Strange & Mr. Norrell”, en su edición estadounidense con las letras del título sobre el fondo verde y misterioso del cuadro “Paseo nocturno” de John Atkinson Grimshaw, me despierta el reconocimiento de un hogar donde fui bien tratado, de unas promesas halagüeñas y escrupulosamente cumplidas. “Jonathan Strange” quedará en mi memoria como el lugar donde he pasado 19 de los días más felices en mi vida como buscador de refugios literarios.
El relativo fracaso comercial en nuestro país de la novela de Susanna Clarke posibilita hablar de ella en términos neutrales y moderados, lejos del mundanal ruido del mundo editorial, sus pompas y sus fastos. Por el contrario, en el ámbito anglosajón son inevitables las voces mefíticas llamando la atención sobre el sello editorial del libro, Bloomsbury, coincidente con el de las juveniles andanzas de Harry Potter, sobre los sustanciosos avances monetarios percibidos por una escritora británica semidesconocida, autora de una historia que casualmente trata sobre magia y hechiceros, y epicentro de una notable maquinaria promocional y el consiguiente ascenso de la obra a la odiada y envidiada categoría de “best seller”. Neil Gaiman, mito viviente por sus guiones para “Sandman” y gurú por excelencia del fantástico actual, echó leña al fuego con su cita controvertida: “Sin duda alguna la mejor novela inglesa de lo fantástico escrita en los últimos setenta años”. Todo lo cual basta y sobra para poner de uñas a cierta clase de individuos: repasando viejos foros sobre literatura de CF y fantasía, topé con diatribas de impresión contra la buena de Susanna... sin que el libro hubiese aún aparecido y sin que los firmantes hubiesen leído siquiera uno de los relatos breves que Clarke llevaba publicando desde el año 96. En todo caso, alguna agua debía llevar el río que sonaba, pues “Jonathan Strange” no sólo cosechó todo tipo de distinciones en los resúmenes literarios de 2004, y no sólo se alzó previsiblemente con el premio World Fantasy a mejor novela, sino que incluso se hizo con el Hugo, ¡cuando pertenece a un género muy diferente! Uno está por pensar que muchos lectores de CF tampoco hacen ascos a la fantasía, y que ninguna novela fantacientífica de ese año debía hacer mucha competencia literaria a la crónica de los dos magos empeñados en resucitar las artes mágicas británicas...
Artes mágicas desde luego no faltan en este libro, empezando por la popularidad y furores despertados por un volumen que en su edición de bolsillo llega a la cuenta de 1006 páginas y cuya acción, contraviniendo los evangelios del “best seller” no transcurre especialmente deprisa, sino que, por lo contrario, se detiene en un apreciable número de digresiones, tramas secundarias, retratos históricos y esbozos de personajes, sin entrar todavía en las abundante notas a pie de página. En la época de los Dan Brown y compañía, cuyo primer puñado de páginas suele equivaler a agarrar al lector por las solapas y obligarlo a seguir leyendo cueste lo que cueste, Susanna Clarke habla con placidez sobre una asociación de magos en la ciudad de York, las rarezas de sus miembros, la llegada de un joven entusiasta mal recibido por la caterva de pedantes, y los rumores de que en un apartado lugar de Yorkshire un tal Sr. Norrell poseía una abundante biblioteca de libros mágicos. En una época con una capacidad de atención digna de vertebrados acuáticos branquiales, semejante acercamiento equivaldría al beso de la muerte entre los poco lectores (hecho constatado por mí mediante el poco entusiasmo de mi hermana y por la editorial Salamandra al no sobrepasar la tercera edición del libro y ver amarillear día a día sus cubiertas blancas). Sin embargo, dos capítulos después, las estatuas de la catedral de York, por las artes del señor Norrell, comienzan a hablar de todo lo que llevan visto durante los últimos siglos; una de ellas habla de un crimen que vio cometer dentro de la nave; algunas se quejan de las esculturas que les ha tocado soportar como vecinas todo este tiempo; tras la debacle mágica, se descubre que algunos adornos esculpidos en forma de hojas, flores y zarcillos continuaron creciendo y ahora pueden encontrarse en sillas, tronos y sitiales originalmente carentes de tal ornamentación.
Lo cual prueba que Susanna Clarke confía en sí misma, sabe lo que tiene que contar y desdeña atrapar al lector con tretas vistosas. Una de las bazas con las que cuenta Clarke es un remedo estilístico de la época en la que ambienta su historia, el siglo XIX, una voz narrativa elocuente, precisa, irónica y penetrante, comparada hasta la saciedad con Jane Austen (si bien carezco de datos para confirmarlo o desmentirlo, pues nunca he leído a esa escritora), que complementa su sabor de época con algunas grafías alternativas (pienso por ejemplo en la encantadora palabra “surprize”), con un tono de comedia sofisticada de modales y con una reticencia muy británica. Hablando de este último adjetivo, a mí mismo, curtido en un cierto desprecio del anglocentrismo, me sorprendió hasta qué punto me seducía la esencia destilada de “britanicidad” que cuenta en lugar destacado entre las armas de escritora de Clarke. Pero sin ser ni mucho menos la única.
Si acaso las intrigas de salones no convencen, nos quedaría la evocación de un pasado mítico y mágico, inventado para la novela, y mantenido a una tentadora y frustrante distancia mediante el artificio de las notas al pie, que nos proveen con datos, aclaraciones e incluso cuentos completos y fascinantes sobre los magos de la “época áurea”, establecida desde que llegó del País de las Hadas un personaje conocido como el Rey Cuervo, señor de tres reinos, uno de los cuales ocupó la mitad de Gran Bretaña. Siguiendo un poco las lecciones de Tolkien, este Rey Cuervo, de quien se oye hablar durante todo el libro sin que se forme una imagen cabal de él hasta casi dos tercios, y que apenas aparece en la historia, es su protagonista oculto, la figura fascinante e invisible de la cual se quiere en todo momento saber más sin que nunca lleguemos a saber demasiado. Esta aureola de misterio se mantiene alrededor de muchas de las otras figuras principales, que se mueven en atmósferas de penumbras urbanas o campestres casi propias de Dickens pero renuncian a la pintura caricaturesca de este último para situarse en zonas de sombra psicológicas más propias de la narrativa del siglo XX.
Si las intrigas de salones, y toda una cautivadora mitología sobrenatural, no convencen, nos queda el ángulo histórico. Jonathan Strange, el joven entusiasta, y Gilbert Norrell, el viejo avaro de su sabiduría, prestarán su ayuda mágica a la Corona contra los avances europeos de Bonaparte, y trabarán relaciones con la flor y nata de la época. El Duque de Wellington se referirá a Strange como “Merlín”, y las aventuras militares de los dos hechiceros incluirán mantener las naves francesas en sus puertos, sitiados por falsos buques británicos hechos de lluvia, resucitar a diecisiete soldados napolitanos muertos para interrogarlos sobre la ruta del resto de sus tropas, crear carreteras nuevas más transitables para la marcha de los ejércitos, o, incluso, a defecto de esto, mover las ciudades u otras referencias geográficas de sitio, lo cual llegará a motivar una carta enfurecida del rey español Fernando VII exigiendo que Strange vuelva y deje el país tal como estaba antes de la Guerra de la Independencia.
Aparte de la historia política y militar, llegaremos a conocer en Venecia a lord Byron, que trabará relación con Strange durante un oscuro período de su existencia e incluso se inspirará un tanto en él para su “Manfred”. No olvidemos que Jane Austen, gran inspiradora de Clarke para su ambientación de realismo hogareño decimonónico, fue contemporánea estricta del Romanticismo exaltado de los Byron, Shelley y compañía; el grado en que ambas concepciones, a priori opuestas, son capaces de funcionar bien juntas, es sólo una de las múltiples felicidades de un libro espléndido que nos ha llegado a las manos como un regalo del cielo.
Pero todavía hay más. Que Clarke no se interese en atrapar al lector como máxima prioridad no significa que su libro se limite a primores expresivos, curiosidades de época o adorables excentricidades. Antes bien, la trama exhibe un diseño de acero y se mueve en direcciones que podemos intentar anticipar pero que nos mantienen intrigados hasta casi las últimas páginas. Cómo olvidar al misterioso y jamás nombrado “caballero del pelo como el vilano del cardo”, juguetón y maligno señor del dominio de Esperanza Perdida, en el País de las Hadas, cuyas maquinaciones atrapan a la mayoría del elenco principal desde que Norrell tuvo la mala idea de convocarlo para resucitar a la difunta señora Pole y de este modo interesar a las altas esferas en el potencial de la magia, caída en desuso desde años y años; cómo no sentirse cautivado por Vinculus, el agorero mago de la calle Threadneedle, vagabundo miserable con tres esposas a quienes visita de vez en cuando, portador de una inquietante profecía del Rey Cuervo y depositario de mucha más sabiduría oculta de la que jamás admitirá; cómo no simpatizar con el criado Stephen Black, nacido en una galera de esclavos negros y destinado a ser rey, o intrigarnos ante Childermass, el inquietante servidor de Norrell, lector del Tarot, aspirante a mago en contra de la intención de su amo de monopolizar el arte, y revestido poco a poco de un papel muy peculiar.
El giro final del libro, mucho más romántico que de Austen, de nuevo se desmarca de la previsibilidad de los “best sellers” y entra en terrenos razonablemente oscuros, incluso violentos, pese al interludio cómico y encantador que supone la aparición veneciana de la familia Greysteel, tan odiada por Clute en su injusta reseña, y se encamina hacia una conclusión que se las arregla para resultar a la vez grandiosa, feliz, cómica y llena de melancolía (pienso en la inolvidable escena final). El larguísimo trayecto por una novela de extensión más que generosa, de un barroquismo capaz de revelar nuevos detalles en lecturas sucesivas, cuenta incluso con algo difíil de encontrar hasta en los más prometedores narradores actuales: una conclusión satisfactoria.
Y la verdad es que un servidor habría continuado leyendo “Jonathan Strange” si hubiera contado con el doble de páginas: ya expuse que más que un libro se trata de un lugar, y yo me encontré en él a las mil maravillas, saboreando sus mil y un recovecos, sonriendo con su ingenioso humor, maravillado por sus fantasmagóricas invenciones. Mucho me temo que Gaiman no se equivocaba: admitiendo, ya lo explicaré en otra ocasión, que “El señor de los anillos” no es una novela “inglesa” ni “de lo fantástico” (si bien yo personalmente prefiero a Clarke, pues mi fascinación por Tolkien no se prolongó hasta mi edad adulta), “Jonathan Strange” deja en la cuneta a muchos de los otros pretendientes a mejor novela del género en los últimos setenta años, empezando por “Camelot” de T.H. White, demasiado premiosa y reticente en su segunda mitad, o por la “Trilogía de Gormenghast”, de Mervyn Peake, estomagante a fuerza de riqueza descriptiva, anémica de argumento y contando como único elemento fantástico real con la idea de “una casa muy grande”. No nos dejemos llevar por el resquemor de los envidiosos, ni por los manejos publicitarios, ni por la tontorrona etiqueta de “Harry Potter para adultos”, ni por la inevitable película, sin posibilidades de reproducir la enloquecedora, pero razonable y organizada, exuberancia del libro. Susanna Clarke ha entrado por la puerta grande desde su primer libro, un clásico instantáneo que, incluso si no volviera a escribir nada más, la colocará como una referencia inamovible en las historias de la fantasía literaria y en el corazón de los buenos lectores.
sábado, 16 de junio de 2007
Tierra de mareas
Ya había visto “Tideland” de Terry Gilliam este mismo mes de marzo, dentro de la Semana de Cine Fantástico celebrada en el cine Palafox de Madrid, pero sentí que debía pasar de nuevo por taquilla como apoyo a una peli que no es nada fácil y que parece concebida con la plena intención de no ser comprendida y aceptada por todo el mundo.
Lo cual es admirable de por sí en un medio demasiado propenso a querer seducir con encantos irresistibles, a suscitar adhesiones fáciles mediante despliegues de ideología guay, a cultivar fórmulas cuya eficacia probada reside en su propio carácter previsible y gratificante.
En cambio, “Tideland” da la vuelta a unas cuantas convenciones, empezando por las supuestas vulnerabilidad e inocencia de los niños, sin miedo alguno a acumular situaciones embarazosas o desagradables, y adoptando un ritmo deliberadamente lento que realza lo imposible de querer evadirse de una existencia sórdida e incómoda, con o sin ayuda de la imaginación.
Dudo que muchos puedan afirmar que les gusta todo en esta película, y creo que incluso yo mismo, forofo irredento del gran Terry, tardaré mi tiempo en hacer encajar bien todas las piezas, pero nadie se quedará frío e indiferente ante ella. Producción bastante modesta, que basa gran parte de su barroquismo visual, y no por primera vez en Gilliam, en una dirección artística que eleva el síndrome de Diógenes a la categoría de arte, “Tideland” narra una historia durísima (la orfandad de Jeliza Rose, una niña hija de yonquis que entra en relación con una familia de perturbados mentales) desde una óptica infantil que desdramatiza temas tan delicados como la drogadicción, la muerte, el sexo o la locura, produciendo una notable inquietud entre quienes creen en la necesidad de proteger a la infancia de todo mal.
Los detractores de la siempre histriónica retórica de Gilliam, con sus angulaciones ambiciosas, sus objetivos de ojo de pez o sus constantes movimientos de cámara, deberían reconocer lo bien que comunican en este caso una mirada “distinta”, una extrañeza que en un primer visionado hace plantearse en todo momento al espectador la pregunta de qué está viendo en realidad, exigiendo un constante trabajo de interpretación visual que corre parejo a la peculiar óptica narrativa desde la que se presentan los acontecimientos.
Óptica que se revela por momentos sórdida, grotesca e incluso macabra, y doblemente inquietante por la naturalidad con que Jeliza Rose se desenvuelve en situaciones traumáticas en potencia, como preparar las dosis de heroína para su padre heroinómano o desarrollar juegos sexualmente provocativos con un adulto trastornado que no es responsable de sus actos. La eterna incógnita de si la niña realmente conoce las implicaciones de cuanto la rodea podría contestarse a la ligera con un “no” echando mano de sus imaginaciones, de cómo delega sus emociones profundas en los roles que hace desempeñar a sus cuatro cabezas de Barbies, de sus percepciones incorrectas de las figuras de Dell y Dickens (que, por cierto, según el propio Gilliam, aunque sin el consenso del co-guionista Tony Grisoni, serían madre e hijo, este último nacido de la relación entre Dell y Jeff Bridges, lo cual lo convertiría en hermano de Jeliza Rose...)
Pero me temo que no iríamos muy bien encaminados, pues nos estamos ante una dualidad “fantasía contra realidad” sino casi ante una igualdad “fantasía igual a realidad” en la mente de Jeliza Rose, que la ayuda a sobrellevar las situaciones más chocantes y duras. Encuentro llamativa la manera en que, pese a la brillantez de secuencias oníricas como la “alucinación subacuática” o el “viaje a la madriguera del conejo”, éstas terminen ampliamente superadas en surrealismo y extrañeza por eventos realistas y verosímiles de la trama. Ignoro si Gilliam se ha vuelto más optimista o más pesimista desde los tiempos de “Brazil”, donde la fantasía servía de refugio final inexpugnable ante una existencia insufrible; “Tideland” me deja con la impresión de que, por más que desees evadirte, la realidad siempre te alcanzará, y sólo la apertura mental de un niño, delirante, peligrosa y tirando a amoral, conseguirá hacértela llevadera.
Para acabar, ¿soy el único a quien el final le hace pensar en el 11-M?
miércoles, 13 de junio de 2007
Discografía comparada de "4'33''" de John Cage
No quisiera incurrir en el vicio nefando de engordar mi blog a base de material ajeno, pero este artículo siempre me ha parecido gracioso.
Para quienes necesiten antecedentes, "4'33''", más que una obra musical, es una especie de "performance" provocadora, muy al estilo del grupo "Fluxus", en la cual un pianista sale a escena, se sienta al teclado y permanece 4 minutos y 33 segundos sin tocar una sola nota. El resultado sonoro de la "composición" debía consistir en carraspeos, toses incómodas, y, con un poco de suerte, alguna protesta que otra.
La versión original de Cage era para piano, pero, como es lógico, hablamos de una pieza que se adapta de maravilla a todo tipo de formaciones vocales e instrumentales. Cedo el testigo a mi colega inglés, que conoce todos los tópicos de la crítica musical "seria" y se carcajea de ellos de manera inmisericorde.
He pensado que una crítica comparativa de las grabaciones clásicas de la obra podría ayudar a otros oyentes a conocer el meollo de 4'33''. Ha sido un gravoso ejercicio el reducir el campo a cinco principales contendientes, pero aquí va…
1. Philharmonia Orchestra. Dirige Otto Klemperer (EMI 4-33001)
Una de las últimas sesiones de Walter Legge con Klemperer, escrupulosamente preparada por Reginald Goodall para el viejo maestro, un hecho que resultará evidente a cualquiera que conozca la monumental grandeza de concepción y la gravedad aterciopelada de la ejecución. Asumido que se puede optar por un tiempo lento –esta debe ser la 4'33'' más extrema nunca grabada– la de Klemperer continúa siendo una interpretación de insuperadas profundidad y espiritualidad.
2. New York Philharmonic Orchestra. Dirige Leonard Bernstein (Sony Classics ‘Royal' Series 4-33002)
La fantástica categoría de la obra maestra de Cage es demostrada por la lectura de “Lenny”, bien diferente en tono y textura de la de EMI. Sostener, dotar de significado y contener en un enorme puño la obra, lleva a un completo 4'32'' con los tempi de Klemperer. La interpretación de la NYPO es deslumbrante, y aunque el aliento urbano de Bernstein pueda resultar demasiado agresivo para algunos, su 4'33'' permanece como una piedra miliar, a pesar de la habitual acústica reverberante de Sony. El gato blanco en medio de una tormenta de nieve pintado por el príncipe Carlos en la portada ofrece a esta edición un encantado añadido a mitad de precio.
3. Chicago Symphony Orchestra. Dirige Pierre Boulez (DGG 43303)
Otra lectura controvertida. La precisión de Boulez –ajustada a las marcas del metrónomo de Cage a un milisegundo– puede impresionar a algunos y dejar fríos a otros. Puede que haya un ocasional sentido de frialdad clínica en su acercamiento, un sentimiento de que él está auto-conscientemente probando una tesis más que respondiendo emocionalmente a la obra maestra de Cage; pero no se puede negar que presenta las texturas en un modo que nos hace escuchar cosas en la partitura de Cage que no habíamos oído antes. Una grabación admirablemente silenciosa.
4. English Baroque Soloists. Monteverdi Choir. Dirige Sir John Eliot Gardiner (Archiv 43-304)
He aquí uno de los hitos de la HIP (Historically Informed Performance). El uso de instrumentos originales de la década de los sesenta y la afinación baja (A=433) otorga especial autenticidad a la brillante y encantadora prestación de Gardiner. Algunos pueden encontrar superficial su respuesta a esta música, incluso poco seria; pero su luz –quizás incluso de gas–, textura y ritmo contagioso provocan más que maquillan cualquier falta de gravedad en la concepción. Extremadamente recomendable como una antítesis (o antídoto) a la monumentalidad de Klemperer.
5. Charlotte Church. Wiener Philharmoniker. Dirige Sir Simon Rattle (Decca CAC 433-005)
Algunos clasificarían la versión vocal de la obra maestra de Cage (arreglada por Andrew Lloyd-Webber bajo la supervisión de su asesor bancario) como crossover barato. Y eso puede ser; pero para ser justo, si todo el crossover fuese tan inofensivo como esto, el mundo de las grabaciones sería un lugar más feliz. La impecable dirección de Rattle otorga una nota de artística credibilidad al procedimiento, y algunos detalles de su generalmente sencilla lectura son serios, aunque provocadores. Algo es seguro: este 4'33'' es la mejor grabación que la super-estrella del canto ha hecho jamás.
lunes, 11 de junio de 2007
"City of saints and madmen" de Jeff VanderMeer
Hace unas semanas, leí un artículo que establecía un paralelismo entre el estado de Nueva Orleans tras las inundaciones del huracán "Katrina" y la ciudad imaginaria de Bellona tal como la describía Samuel Delany en “Dhalgren”, víctima de un cataclismo sin especificar y teatro de la disolución de la moral y las costumbres. Delany, pues, refrendaría la reputación profética del género irreal, convertido con el paso de los años, y en ocasiones como esta casi a su pesar, en una ficción bastante más relevante que cualquier sueño de sus detractores. Pero, por otro lado, Delany sería un precursor del empleo de la ciudad como escenario fundamental de mucha fantasía moderna, donde la urbe se convuerte en un espejo de aspiraciones, en un reflejo surreal de nuestro medio ambiente cotidiano, desde la Viriconium de M. John Harrison hasta la Nueva Crobuzon de China Miéville o la Ambargrís de Jeff VanderMeer.
Ambargrís, como Bellona, es una “ciudad del miedo”, obsesionada por el recuerdo de un hecho traumático, el “Silencio”, en el que todos sus habitantes se volatilizaron durante una expedición fluvial de su gobernante y su ejército. El enigma, atribuible o no a los “gorras grises”, habitantes originales de la ciudad exterminados durante la colonización y refugiados bajo tierra, pesa sobre la conciencia colectiva de los habitantes, y podría o no ser una de las claves de los estallidos de violencia durante el Festival del Calamar de Agua Dulce, celebrado cada año. El ambiente decimonónico y decadente de la ciudad, lleno de pintoresquismo grotesco, arquitectura ruinosa, y secretos atroces a punto de revelarse, supone una creación única en el fantástico contemporáneo, por su manera de unir paranoia contemporánea y exquisitez anticuaria que no desentonaría entre los venerables abuelos editados por Valdemar en la colección “El club Diógenes”.
VanderMeer, postmoderno convencido de que un relato que llama la atención sobre su condición ficticia es el menos escapista de todos, despliega en “Ciudad de santos y locos” un abanico de técnicas tan ambicioso como arriesgado, tan abrumador como estimulante, que da ganas de volver al libro una vez digerida la confusión inicial. Desde los relatos más tradicionales, “Dradin, enamorado” o “La transformación de Martin Lake” (ganador del Premio Mundial de Fantasía), donde un estilo exquisito desentraña redes psicológicas realzadas por el decadente universo que las rodea, hasta extravagancias como “El Rey Calamar”, supuesta monografía sobre cefalópodos cuyo obsesionado autor revela incómodas verdades sobre sí mismo ¡incluso en su bibliografía de 30 páginas!, VanderMeer se desmarca de la fantasía tradicional ofreciendo un artefacto literario de tremendo atractivo, con diferentes tipos de letra, sorprendentes ilustraciones, enigmas y pasatiempos para tener ocupados al público más juguetón y erudito, y, sobre todo, extraordinarios momentos de literatura.
El libro se acoge a diferentes tradiciones literarias: la de un Joseph Conrad en sus aventuras psicologizadas y un punto retorcidas; la del Nabokov de “Pálido fuego” en sus supuestos estudios de no ficción salpicados de sarcasmos y de intenciones suberráneas; la de un Kafka en su visión de una cotidianeidad surreal y absurda, a no ser que las soluciones se encuentren agazapadas entre líneas, como en el más perverso Gene Wolfe; la de un Lovecraft con sus excursiones bajo tierra en busca de un pueblo desconocido por aterrador, en la repulsión fascinada que ejercen los genios tutelares de la ciudad: los hongos que invaden, infectan y destruyen, y los calamares gigantes, alimento principal de la ciudad pero tal vez no tan inocente e irracional como se piensa.
Universo total, dotado de su propia historia, sus propias religiones, sus propios ídolos y movimentos artísticos, su propia cultura popular, sus corrientes políticas, incluso sus recetas gastronómicas, todo ello detallado con notable sorna en el glosario ilustrado final, Ambargrís quizá carezca de la fauna visionaria de habitantes o la arquitectura abigarrada y visionaria de la Nueva Crobuzon de “La estación de la calle Perdido”, pero sus crónicas aventajan a Miéville en ambición artística, y logran su fascinación y su terror menos a base de criaturas monstruosas o acumulación de elementos extraños que mediante la insinuación y la referencia oblicua. Pienso en un relato como “La jaula”, con su gradual crescendo psicológico alrededor de una amenaza que nunca vemos, la fantasía póstuma (término de Clute), “En las horas tras la muerte”, o el muy melancólico “Aprendiendo a dejar la carne”, por no hablar de “El intercambio”, relato ilustrado donde se ofrece un comentario paralelo de lo más inquietante al margen de las páginas reproducidas en tamaño pequeño. Son cuentos que valen por sí mismos, pero también por los detalles adicionales que aportan sobre el tejido de la historia, sobre por qué un comerciante sin suerte pudo convertirse en la cabeza del mayor imperio comercial de Ambargrís, por qué los ciudadanos se matan unos a otros en el Festival, o qué sucedió realmente en el asilo mental donde estuvieron ingresados tanto el autor de “El Rey Calamar” como X, el escritor que afirma haber creado Ambargrís a través de su imaginación y ahora vive atrapado en ella, escritor, por cierto, cuyos detalles biográficos coinciden con todo cuanto sé de VanderMeer...
Excelente libro, pues, y firme candidato a futuro clásico si le perdonamos su repetida tendencia a lo metaficticio y autorreferencial, al capricho aparentemente irrelevante donde ha de saberse ver una sana dimensión lúdica. Jeff VanderMeer es de quienes creemos que la fantasía debe abandonar los circuitos comerciales, las reglas del juego obsoletas y las portadas de idéntico diseño a los carteles del cine de palomitas o las carátulas de los videojuegos, para integrarse en la corriente general de la literatura. Desde el volumen que tengo delante, me llega de nuevo la llamada de las calles de Ambargrís, y sé que deberé volver sobre mis pasos, quizá decidido a desentrañar el misterio que late bajo el tapiz imaginario, tan presente como el final en clave numérica de uno de los cuentos, y que prefiero dejar por el momento en una sugerente y provocativa penumbra.
domingo, 10 de junio de 2007
Una película para tus oídos
Mi colega Braulio me sorprendió un día reivindicando una novela como “Mercaderes del espacio”, de Frederik Pohl y Cyril Kornbluth, como ejemplo del papel de denuncia política que podía jugar la ciencia ficción de los 50, en contraposición a otros subgéneros literarios más respetables y acomodaticios.
Pero luego le mencioné la música clásica y me espetó el eterno catecismo según el cual se trata de una seña de identidad de las clases dirigentes, símbolo de su poder adquisitivo y de su superioridad intelectual sobre la chusma, etc., etc.
Mi colega Ciriaco, en cambio, se mete amistosamente con mi afición por la ciencia ficción y los tebeos, afirmando que desperdicio mi intelecto en tonterías y que me debería meter en harina con Proust, Dostoyevski o Ludwig Wittgenstein.
Pero luego lo que le pone musicalmente son canciones rock y pop de dos minutos con tres acordes y letras que hablan sin rodeos sobre droga, sexo y demagogia social.
Sonaré esnob y elitista porque lo soy, pero el descrédito de la música entendida como arte no conoce límites. Parece que, después de que Hitler acudiese religiosamente al festival de Bayreuth para escuchar óperas de Wagner o de que Eichmann pasase todo el Holocausto poniendo sinfonías de Beethoven en el tocadiscos de su despacho, el hecho de disfrutar con piezas musicales interpretadas por una orquesta sinfónica te colocase inmediatamente del lado de los villanos.
No dudo que en el mundo de la música “seria” haya mucha idiotez (como si en el del rock no la hubiera), pero me intriga mucho que una gran cantidad de personas que aman de verdad la música no se animen a dar el salto a las obras sinfónicas, con su enorme variedad de recursos expresivos, timbres, el barroquismo de sus detalles y su caleidoscópico repertorio de emociones y estados de ánimo.
Para mí, escuchar una pieza escrita para orquesta sinfónica es como ver una película, una intriga desarrollada en el tiempo mediante sonidos y silencios, o como ver pintar un cuadro en directo, asistiendo a la mezcla de los tonos, a la gradual materialización de una escena mediante pinceladas sueltas.
La música orquestal es intemporal, pero a la vez es introspectiva y psicológica: las composiciones son artefactos sonoros que anulan el tiempo, se desarrollan durante veinte minutos, media hora, una hora, sin preocuparse de las imposiciones de la vida moderna, sin obligación de dejar espacio para que el anunciante de turno inserte reclamos para su último sujetador milagroso o su último remedio contra las hemorroides.
Creo que, aunque nos guste bailar e ir de fiesta, tenemos derecho a algo más que baile y fiesta, tenemos derecho a nuestras subidas y bajadas de ánimo (nada hay más bipolar que una buena sinfonía), tenemos derecho a bajar las luces y perdernos en un universo de magia y alucinación.
Y digo lo de magia y alucinación porque no me detengo en abuelos pelucas del siglo XVIII, que también pueden ser muy buenos pero a su modo que no es forzosamente el mío: los que me motivan son mi tocayo, Debussy, Ravel, Bartók, Scriabin, Janácek, Alban Berg, Szymanowski, Messiaen, Prokofiev, Dutilleux, Lutoslawski, Ginastera, Ligeti, Revueltas, Sibelius, Webern, Takemitsu, Poulenc, Martinu, Xenakis, Honegger, Varèse, Britten y un largo etcétera sin etiquetas ni fanatismos estéticos.
Con sus diferencias, cada uno me aporta ensoñación y ganas de vivir en un paraíso artificial alejado de las limitaciones del día a día. Los cuerpos son esclavos de la gravitación, pero las notas musicales son libres, estando sólo sujetas a la imaginación de un compositor que bien puede haber impregnado sus pentagramas de alcohol, absenta o drogas más fuertes como la rebeldía o el inconformismo en forma de decibelios atronadores o las sutilezas de una melodía de timbres.
O simplemente la rebeldía, la insolencia, de crear una bella melodía o una bella armonía cuando las personas serias fundan empresas, o familias, o declaran la guerra a países indeseables que amenazan el orden geopolítico.
No estoy en condiciones de despreciar el rock, o el jazz, o la música étnica, pero ninguno de ellos, con todo el placer que me pueden proporcionar, se aproxima al genuino viaje de descubrimiento hacia nubes de sonido, al éxtasis decadente, incorpóreo, barroco y exuberante, gratamente ideal e inútil y opuesto al espíritu positivista, encarcelador del tiempo y la mente, que lleva imperando ya un par de siglos, que puede proporcionar una buena obra orquestal cuando cae en oídos receptivos y ansiosos de belleza y aventura.
Si se tercia, compartiré aquí alguno de esos momentos mágicos ajenos al mundo real.
lunes, 4 de junio de 2007
"Mockingbird" de Sean Stewart
Llevo ya un tiempo desmarcado de la corriente principal de los defensores de la literatura fantástica. A menudo no puedo evitar la sospecha inquietante de que los forofos a ultranza del género desean ante todo el “sota, caballo y rey” y que sus reivindicaciones de originalidad, cualidades literarias, etc. son ante todo “de boquilla”. Baste decir que varias de las novelas que más han impactado recientemente a la grey friki han sido trepidantes aventurillas de espada y brujería con un marcado carácter folletinesco, mientras que otras propuestas más arriesgadas han sido recibidas con narices arrugadas o aburrimiento puro y duro.
Por eso me cuesta imaginar que una novela como “Mockingbird” de Sean Stewart, inédita en español, pudiese captar el interés prioritario de los cuatro gatos que leen estas cosas. Si yo dijera que “Mockingbird” cuenta la historia de una bruja, me imagino decepciones mayúsculas al no encontrar ni ambiente terrorífico, ni vudú, ni hechizos macabros, ni la alargada sombra de la Inquisición. El friki, sintiéndose engañado, podría pronunciar esas dos palabras que en ocasión constituyen mortífero anatema contra las obras que utilizan elementos fantásticos “de otra manera”: ni más ni menos que “realismo mágico”.
De hecho, la bruja ni siquiera es la protagonista, si bien su sombra planea sobre todo el libro, desde las páginas iniciales donde se describe su funeral. Es su hija, Toni Beauchamp, poco agraciada, racional e inteligente, la que tendrá que cargar con el legado mágico de su madre a la par que se enfrenta a desafíos tan cotidianos como perder el trabajo, casar a su hermana y sobrellevar un embarazo.
Stewart no engaña a nadie y lo dice en la primera frase: “Mockingbird” es ante todo la historia de cómo Toni se convirtió en madre. Sus vicisitudes, contadas en una voz narrativa llena de ironía y chocante humor tejano, no andan muy lejos de lo que se denomina con cierto retintín peyorativo “chick lit”, incluyendo las ya clásicas escenas en que la protagonista analiza despiadadamente a los hombres con quienes se cita en busca del compañero y padre ideal, o las descripciones entre fascinadas y asqueadas de lo que un hombre pide del sexo con una mujer.
Las diferencias principales con este modelo residirían en lo peculiar de la narradora, cuyos intereses principales son el béisbol y la inversión en bolsa, y la manera en que los poderes sobrenaturales de Elena, madre de Toni, se convierten en una metáfora de la condición femenina y su complejidad.
La pena es que, al igual que en “Galveston”, la otra novela que conozco de Stewart, la premisa fantástica posee un potencial no explotado en la medida que lo desearíamos. Elena Beauchamp, durante su vida, guardaba en un armario siete muñecas que simbolizan a los Jinetes, los siete dioses que la poseían periódicamente y la convertían en un ser de grandes cualidades mágicas aunque también imprevisible y caótico en su vida personal.
A la muerte de Elena, es precisamente la menos “femenina” de sus dos hijas la que será bendecida (o más bien maldecida) con el mismo don, que deberá aprender a aceptar y adaptar a su manera de ser. Es decir, estamos ante la historia de cómo Toni Beauchamp aprende a ser mujer, pues supuestamente antes, como actuaria de seguros y apasionada del béisbol, no tenía verdadera idea de cómo serlo (qué bien me lo paso buscándoles lecturas malvadas a las obras que pretenden ser progresistas y feministas…)
La comedia es eficaz, y el tono popular y regional no está mal logrado, pero echo de menos saber qué hacen los Jinetes con la vida de Toni mientras la poseen. Stewart, astutamente, postula que la persona poseída es evacuada de su mente durante la posesión y que por ello no le es posible saber lo sucedido durante cada episodio. Sólo sabemos que los Jinetes, como buenos dioses, son arquetipos: el Predicador, de las creencias firmes; la Viuda, del estricto sentido práctico familiar; el señor Cobre, del vil metal; Azúcar, de la seducción y los placeres del sexo, y así sucesivamente. La clave de la conclusión del contubernio divino de Toni estará en el epónimo “mockingbird” (en español “sinsonte”; imagináos la peli “Matar a un sinsonte” con Gregory Peck y sonreíd de oreja a oreja), pájaro que imita todo tipo de cantos pero es capaz de mantener su propia identidad.
O sea que ya veis, “girl power” en buenas dosis, unido a hechicería y cocina “tex mex”, algún huracán que otro, una documentada descripción de cómo invertir en bienes futuros y los eternos celos de la hermana fea hacia la hermana guapa. Algunos aspectos no me han hecho feliz del todo: por ejemplo, en un plano subjetivo, mi cierta irritación ante la displicencia con que Toni evalúa y descarta a posibles compañeros en función de su mayor o menor adecuación al papel de padre de un niño que ni siquiera es suyo; lo poco imaginada que veo la parte mágica del relato en contraste con la exhaustiva documentación de los aspectos “reales”; el carácter amable, seguro y previsible de una novela en donde, pese a no tratarse de un “thriller” o una historia inquietante, sí cabían algunos más de los terrores y maravillas de la vida real; en general, defecto que volvió a repetirse en “Galveston”, lo poco que las dimensiones maravillosa y realista del argumento interactúan y se complementan entre sí, como si se tratara de dos novelas diferentes con idénticos personajes. Lo fantástico parece una especia más del guiso, lo cual no es deplorable de por sí, pero provoca cierta nostalgia de lo que podría haber sido “Mockingbird” en manos de un autor con una imaginación más atrevida y provocativa.
Vaya, que termino usando argumentos similares a los de los frikis. Qué se le va a hacer, pero por mi parte prefiero leer a un autor como Stewart, que se atreve a intentar algo nuevo y tiene cierta idea de crear personajes, ambientes y planteamientos atractivos, aun con todos sus defectos, que seguir con fatiga los saltos de balcón en balcón de un guerrero sub-Tolkien o sub-Howard en escenarios que deberían ser en teoría maravillosos y fascinantes pero terminan resultando más trillados y aburridos que una ciudad dormitorio. Aunque también hay cosas mejores que la novela que hemos reseñado. A ver si descubrimos alguna uno de estos meses.