jueves, 22 de enero de 2015

Caravan with a drum solo



La batería parece ser el instrumento de moda en este comienzo de temporada, y curiosamente visto en gran medida como una máquina generadora de tensión y nerviosismo. Iñárritu ha llamado al batería de Pat Metheny para dar un toque de locura beatnik a su remake de “La soga” con otro argumento, y Damien Chazelle, a quien aquí solo conocíamos como guionista de la menospreciada “Grand piano” y la olvidable “El último exorcismo 2”, la ha usado como motivo central de una película cuya mezcla entre brillantez musical y tensión argumental, haciendo de la propia música y su interpretación la fuente de la tensión, es inédita en mi memoria.

A bote pronto, me viene a la cabeza “Melodía para un asesinato” de James Toback (conocida hoy por hoy fundamentalmente gracias al descafeinado remake que de ella hizo Jacques Audiard), donde Harvey Keitel se volvía loco practicando obras de Bach a la par que desarrollaba su actividad mafiosa, pero ahí la música es un adorno argumental, que sería posible sustituir por otra actividad, mientras que en “Whiplash” los temazos de big band producen una emoción inseparable de las corrientes ocultas que bullen bajo la superficie de esos ritmos en 7/8

En contra de la tradición fílmica que quiere hacer del talento y la interpretación musicales las manifestaciones de una belleza fundamental del alma, “Whiplash” habla del esfuerzo agónico, la obsesión malsana por la excelencia que lleva a cubrir de sangre los platillos y tambores, y los estándares abusivos de exigencia que convierten a los maestros en figuras abusivas de terror y dominación. Viendo al personaje de J.K. Simmons, me venían a la cabeza las historias sobre mitos de la dirección orquestal tipo Fritz Reiner, que se ufanaban de conseguir perfección en los momentos más difíciles del repertorio clásico a base de despedir de modo fulminante a los pobres diablos que fallasen en sus entradas.

La manera en que los conflictos se plantean, desarrollan y resuelven a través de las estupendas actuaciones musicales, con un Miles Teller muy convincente a las baquetas (no siempre toca él, pero el hecho de tocar en la vida real nos ahorra otra de las penosas imitaciones de tocar un instrumento a las que los actores nos tienen acostumbrados) una narración vertiginosa, sobre todo en los dos primeros tercios, que redefine el concepto de thriller, y un clímax final que me ha hecho abjurar de mi habitual desdén hacia los solos de batería, merecerían aplausos y bravos a la llegada de los créditos, pero ya se sabe que eso de mostrar entusiasmo es cosa de gente ingenua y sin sofisticación.

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