La batería parece ser el instrumento de moda en este
comienzo de temporada, y curiosamente visto en gran medida como una máquina
generadora de tensión y nerviosismo. Iñárritu ha llamado al batería de Pat
Metheny para dar un toque de locura beatnik a su remake de “La soga” con otro argumento, y Damien Chazelle, a quien aquí solo conocíamos como guionista de la
menospreciada “Grand piano” y la olvidable “El último exorcismo 2”, la ha usado
como motivo central de una película cuya mezcla entre brillantez musical y
tensión argumental, haciendo de la propia música y su interpretación la fuente
de la tensión, es inédita en mi memoria.
A bote pronto, me viene a la cabeza “Melodía para un
asesinato” de James Toback (conocida hoy por hoy fundamentalmente gracias al
descafeinado remake que de ella hizo Jacques Audiard), donde Harvey Keitel se
volvía loco practicando obras de Bach a la par que desarrollaba su actividad
mafiosa, pero ahí la música es un adorno argumental, que sería posible
sustituir por otra actividad, mientras que en “Whiplash” los temazos de big
band producen una emoción inseparable de las corrientes ocultas que bullen bajo
la superficie de esos ritmos en 7/8.
En contra de la tradición fílmica que quiere hacer del
talento y la interpretación musicales las manifestaciones de una belleza
fundamental del alma, “Whiplash” habla del esfuerzo agónico, la obsesión malsana por la
excelencia que lleva a cubrir de sangre los platillos y tambores, y los
estándares abusivos de exigencia que convierten a los maestros en figuras abusivas
de terror y dominación. Viendo al personaje de J.K. Simmons, me venían a la
cabeza las historias sobre mitos de la dirección orquestal tipo Fritz Reiner,
que se ufanaban de conseguir perfección en los momentos más difíciles del
repertorio clásico a base de despedir de modo fulminante a los pobres diablos
que fallasen en sus entradas.
La manera en que los conflictos se plantean, desarrollan y
resuelven a través de las estupendas actuaciones musicales, con un Miles Teller
muy convincente a las baquetas (no siempre toca él, pero el hecho de tocar en
la vida real nos ahorra otra de las penosas imitaciones de tocar un instrumento
a las que los actores nos tienen acostumbrados) una narración vertiginosa, sobre
todo en los dos primeros tercios, que redefine el concepto de thriller, y un
clímax final que me ha hecho abjurar de mi habitual desdén hacia los solos de
batería, merecerían aplausos y bravos a la llegada de los créditos, pero ya se
sabe que eso de mostrar entusiasmo es cosa de gente ingenua y sin sofisticación.
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