viernes, 28 de agosto de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XXXIV)


En el Santuario de Soto, Ada, desnuda, es obligada a punta de pistola a besar y excitar a Tobías, como preludio de lo que debe ser la primera experiencia sexual de éste, pues las profecías recogidas por Geller especifican que el futuro Führer debe asesinar a la primera mujer con la que copule, quien además debe ser una hembra insaciable, con innumerables amantes en su pasado. Pero la boca de Ada posee un fuerte sabor a nicotina, lo cual produce náuseas a Tobías, y además su prmera visión de una mujer sin ropa (sus padres, como buenos progres de izquierdas, son de lo más puritano), si bien causa interesantes cambios en su pequeño pene, no obstante le perturba profundamente, siendo víctima de un temblor nervioso que le imposibilita para hacer algo que ni siquiera conoce de oídas. Saltándose astutamente el asunto de las profecías, de Soto fija un plazo de siete días, los restantes hasta el próximo eclipse lunar, para que Ada consiga su objetivo, si no, se le informa, será ajusticiada sin piedad.

En ese mismo instante, se oye derrapar un coche y una puerta es derribada. De Soto, sin perder un momento, conmina a dos miembros de la Milicia Arácnida a evacuar por la puerta trasera a Ada y Tobías, que deberán ser trasladados a la finca particular de Geller Bach en Arcadia. La orden es prontamente cumplida, mientras empiezan a sonar disparos. De Soto comienza a murmurar un conjuro letal, pero es viejo y la memoria le falla, así que, tras dos intentos más, abandona el plan y se interna por un pasillo secreto.

La configuración interna del Santuario, sus pasillos, tabiques y estancias, experimenta modificaciones a medida que Bertrand, Boris y Franz se abren camino en él a tiro limpio. De pronto, se ve pasar al Arlequín por una galería elevada, al fondo de una amplia estancia. Franz, con mirada helada y puntería infalible, lo hiere, pero éste escapa, dejando un rastro de sangre sobre el damero dorado de las baldosas. Bertrand afirma, “Ya lo atraparemos luego”, y una moldura desplazada por él los interna en un corredor terminado en una mazmorra lóbrega donde la otra víctima prevista para Tobías, el verdadero Tanner, entretiene sus últimos momento luchando con las ratas. Bertrand señala a Boris a este hombre barbado y demacrado: “Hijo, te presento al hombre que mató a tu madre”.

(Continuará)

viernes, 21 de agosto de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XXXIII)


Buster vagabundea pensativo por los barrios bajos de Ciudad Centro. Ha debido dejar a Ada porque interfería con la obra de su vida: su muerte. La vida comenzaba a resultar soportable gracias al furor venéreo y la fantasía de su amiga, y Buster consideró humillante verse desviado de la única decisión seria y propia de su existencia. Decidido a recuperar su hastío existencial, opta por alquilar los servicios de una de las deprimentes prostitutas del distrito... casualmente Carla. Flowers, visiblemente celoso, mira a ambos subir la escalera con los dedos crispados sobre su automática.

En la mansión Valli, Vernon no halla por parte alguna el esqueleto tallado de Carla, pero, revisando la colección familiar, llega a derramar dos lagrimitas de sus grandes ojos ante una menuda osamenta humana etiquetada “E.V.”

En una dependencia de la comisaría, el falso inspector Tanner, aún aterrorizado, fascina con los ojos a Berta, una rellenita y atractiva subordinada, que comienza a desnudarse.

Subido a un coche con su padre y Franz, Boris no se atreve siquiera a hablar. Finalmente se decide: “¿Adónde vamos?” Bertrand responde. “Al Santuario de Soto, y le pasa una pistola. “Puedes necesitarla”, dice.

(Continuará)

martes, 18 de agosto de 2009

Tierra de mareas II


Dado que ya se habló aquí de esta película, me quedo con la duda de si esto es una muestra de madurez y deseos de profundizar en lo que escribo, o si simplemente me voy quedando sin cosas que decir. Sea como sea...

Es raro, muy raro, el trayecto de Terry Gilliam. Saca “Miedo y asco” y se le ha ido ya la pinza. Se le hunde el “Quijote” y es un mártir de la creatividad. Se estrenan los “Grimm” y el veredicto unánime (para eso tenemos Internet, para que la gente corte y pegue una y otra vez la misma opinión y así no hacer trabajar a la pobre cabeza) es que se trata de una película malograda por los problemas de su producción y que habrá que esperar a su próximo proyecto, de financiación independiente, para esperar un regreso a la calidad de antaño.

No cabe sorprenderse, pues, cuando “Tideland” enfurece y ofende, por un lado, a quienes la consideran una película escabrosa, mientras que los críticos cahieristas, ocupados en buscar nuevas maneras de cogérsela con papel de fumar, la ven como una muestra empalagosa de un cine de pesado simbolismo visual que no casa con el minimalismo de nuevo cuño que se nos quiere vender como la punta de lanza del cine artístico. A un seguidor, no obstante, le siguen estimulando más “Tideland” o “La fuente de la vida” de Aronofsky que todos los Naomi Kawase o Jia Zhang-Ke de este mundo, pero achacadlo a mi anticuado sentido de la estética, capaz de poner a Malcolm Arnold por encima de Luigi Nono, al Aduanero Rousseau por encima de Mark Rothko, o a Genesis por encima de Joy Division.

“Tideland” es tal vez la película más arriesgada de Terry Gilliam, la más sórdida, la menos preocupada por el qué dirán. Su visión de la infancia de una niña huérfana de sus padres yonquis y abandonada en un extraño rincón de los EEUU más tradicionalistas mezcla elementos fantasiosos y macabros con el mismo punto de vista despreocupado que mostraría una niña de diez años, con su mente abierta y su espíritu flexible, y eso aparentemente no gusta a quienes tienen una visión idealizada de los niños y piensan que les debe proteger en todo momento, cuando la verdad, muy otra, es la que plasmó en su momento Chicho: a quienes habría que proteger de los niños es a los adultos.

A gran parte del público le ofendía que la niña, Jeliza Rose, preparase dosis de heroína a su padre, o que jugara a darse besitos con un veinteañero retrasado mental. Ignoro cómo pudo Gilliam plantearse llevar al cine esas escenas de la novela original de Mitch Cullin sin darse cuenta de que, en el clima moral que vivimos, muchos le iban a crucificar por ello, augurarían que no volvería a rodar nada más, etc. Y sin embargo hay que admirarle por ello. La película, desde luego, no es muy extrema, pero hoy por hoy no se toca a los niños, y cuando te aproximas a un área tabú, saltan las alarmas. Lo cual, por otro lado, sirve para dotar de tensión a una historia que tampoco hierve de acontecimientos y está impulsada fundamentalmente por los personajes.

El contraste entre la belleza de los campos de trigo y el cielo azul con los interiores sucios y góticos está conseguido con medios de producción bastante básicos, haciendo de la óptica, la cámara y la basura los elementos constructivos principales (pues las secuencias con efectos especiales son comparativamente escasas) de un mundo visual que sin embargo logra ser más coherente que el de la anterior película, “Los hermanos Grimm”, cuyo presupuesto era sensiblemente más elevado. Esos colores, esas perspectivas forzadas al límite con el gran angular, se quedan en la cabeza, y de nuevo sirven para crear una voz narrativa de una subjetividad muy fuerte.

Me gusta pensar que en esta película, que es tal vez la que trata temas más adultos y difíciles en toda la filmografía de Terry, perviven sin embargo muchas características del pasado: Noah, el padre de la niña, es el típico idealista de otras películas pero echado a perder, habiendo perdido el contacto con la realidad de una manera egoísta y malsana; Jeliza Rose se emparentaría con Kevin, de “Los héroes del tiempo”, por su necesidad de escapar de un hogar insatisfactorio mediante su imaginación (yonquis o adictos al consumismo, qué más da) y por su interés hacia la muerte, que aquí está más exacerbado y se camufla con un inquietante disfraz lúdico; Dickens, como también en cierto modo Dell, es un personaje pythoniano, histriónico y excesivo, cuyo divorcio radical de la realidad (incluso sufrió una lobotomía) lo coloca varios pasos más allá de Parry o de Jeffrey Goines y produce una notable inquietud por tratarse de una cantidad incógnita: como mentalmente es un niño, sabemos que es capaz de cualquier cosa.

La desconfianza y el desagrado hacia el sexo siguen presentes: para Jeliza, la manera en que Dell intercambia comida por favores sexuales para el repartidor es identificada con el vampirismo, mientras que los abusos de la abuela de la niña sobre el pequeño Dickens son rememorados con una nostalgia inocente que los hace aún más repugnantes. La atmósfera moral de la película es puro gótico sureño a lo William Faulkner, pero plasmada en unos colorines de cuento de hadas y con una mirada neutra que coloca en una situación incómoda al espectador.

Por otro lado, la muerte es una realidad de la vida con la que se puede jugar igual que con cualquier otra. La madre de la niña, apodada “la reina Gunhilda”, escenifica a menudo sus estertores en exhibiciones de histrionismo autocompasivo que la niña sabe imitar con naturalidad; los hombres de fango pueden volver a la vida, dice Noah; las “vacaciones” de Noah, es decir sus dosis de heroína, le llevan a esa dimensión intermedia entre la vida y la muerte que da título a la película; la taxidermia como manera de pervivir más allá de la muerte entronca de manera peculiar, pero lógica, con las cuatro cabezas de muñecas que usa Jeliza para exteriorizar las distintas facetas de su personalidad; la apoteosis final, con toda su carga de muerte y dolor (y sus connotaciones inquietantes para el público español) sirve no obstante como motor vital, como transición entre etapas, como una ambigua redención a pesar de que la calamidad es un resultado directo del inocente juego manipulador al que se entregó Jeliza con Dickens.

Y como siempre, hay mucho más: Dell, conceptualizada en su primera aparición por Jeliza como un fantasma, es en realidad una bruja con todas las de la ley, incluso con el sombrero y el ojo en blanco, mientras que Dickens es el capitán de un submarino; plantearse hasta qué punto estas caracterizaciones son obra de la propia niña, filtrando la realidad a través de su acervo infantil de conocimientos, sería peliagudo, dado lo radicalmente subjetivo de la narración. Lo que sí está claro es la ironía ambivalente con que Gilliam contempla la filosofía cristiana: el cadáver de Noah es claramente una imagen religiosa con la que se interactúa de una manera casi litúrgica, insinuando que, por desorientadas o absurdas que sean los actos “trascendentes” de la niña, poseen una función consoladora indigna de desprecio; Dell, que canta con entusiasmo himnos de la iglesia en el campo, infringe con el repartidor los mandamientos sobre la pureza y sin embargo lava los pecados de Noah con su sangre mientras le hace sufrir su última metamorfosis, pero el blanco de la pureza, aplicado indiscriminadamente sobre todas las superficies de la casa (¡incluso sobre el piano!) muestra defectos e irregularidades en cada esquina que se observe, y sirve para hacer si cabe más horripilante la cena familiar presidida por Noah “vuelto a nacer”. No hay simpleza ni maniqueísmo, pero las ironías son salvajes.

Personalmente creo que “Tideland” es una película que irá revalorizándose con el tiempo, en la línea de clásicos sobre el lado inquietante de la niñez, como “A las nueve cada noche” de Jack Clayton o “El otro” de Robert Mulligan, y que sus aspectos vulgares y trangresores irán retrocediendo hacia un lugar menos preeminente en la imagen mental que se tenga de ella. Y por supuesto que no se trató del final de la carrera de Gilliam: ahí está “The Imaginarium of Doctor Parnassus” para probar que había aún vida después de esta encantadora excursión infantil al lado oscuro. Pero esa tendremos que esperar al 6 de noviembre para poder hablar de ella.

lunes, 17 de agosto de 2009

Así se elabora la información cultural del telediario


A un servidor, que, tras el desastre de “Southland tales”, auguraba a Richard Kelly largos años de purgatorio, le ha sorprendido esta tarde ver, en uno de los espacios publicitarios que las majors insertan cada cierto tiempo en los telediarios para crear expectación, el anuncio de su nueva película recién estrenada en EEUU, “The box”.

Naturalmente, las prioridades mandan: pocos saben quién es Richard Kelly y el culto a “Donnie Darko” es como una gota en el océano si hablamos del público masivo que ve la tele a esa hora, así que lo más eficaz, desde el punto de vista periodístico, es presentarla como la última peli de Cameron Diaz y orientar el “cómo” (una de las famosas “W” que debe contestar una noticia) al cambio de registro de la actriz, especializada hasta ahora en comedias (por eso también convenía dejar “Gangs of New York” fuera de la redacción).

Hasta aquí bien, pero, una vez contado el argumento, me he dicho: ¡vaya, es “Button button” de Richard Matheson! (Lo cual quiere decir que, a no ser que cambien o expandan el relato en la adaptación, la mayoría de mis conocidos sabrán el final, pues yo siempre lo saco a relucir cada vez que toca tratar el tema “¿Hasta qué punto conocemos a las personas?”)

Lo realmente curioso es que, como remate de la noticia, me encuentro con que la película se basa en un relato publicado en la revista Playboy en el año mil novecientos sesenta y algo. Quiero decir, ¡ni siquiera se dignaron mencionar a Richard Matheson! Podrían haber dicho, qué se yo, “basado en un cuento del autor de “Soy leyenda””, aprovechando que la peli con Will Smith está cercana en el tiempo, o “basado en un relato del famoso autor de terror y ciencia ficción...” Pero no. Si vamos a mencionar a un tipo del que casi nadie ha oído hablar, mejor meter en la noticia a Playboy, que es una revista que saca a tías en bolas y a todo el mundo le suena. Aunque, si uno lo piensa, no sé si todo el mundo sabe que Playboy publica regularmente relatos literarios de autores con renombre. Quizá, en aras de la eficacia periodística, alguno se haya quedado, al final del segmento, con la idea de que "The box" se inspira en un cuento erótico y que Cameron Diaz, por fin, saldrá en bolas.

domingo, 16 de agosto de 2009

I Grimmi


El regreso de Terry Gilliam, después de casi 20 años, al tipo de aventura fantástica que lo lanzó a la fama, terminó arrojando un saldo agridulce. No sólo el rodaje fue un campo de batalla donde los hermanos Bob y Harvey Weinstein hicieron y deshicieron casi a su antojo, modificando continuamente la visión del director, vetando determinadas caracterizaciones y sustituyendo técnicos y actores, sino que, una vez terminado el proyecto, quedó claro que incluso un Gilliam haciendo todo lo posible por crear un blockbuster resulta demasiado inclasificable para el público de ahora. Véanse si no las múltiples reseñas negativas quejándose sobre todo de la caótica alternancia de tonos que impedía saber a ciencia cierta qué tipo de película teníamos entre manos. Como si hiciera falta saberlo.

Tampoco vamos a mentir clasificando “Grimm” entre los títulos más logrados de su director, pero tampoco estamos ante el desastre que muchos pretenden. La premisa, demasiado “hollywoodiana” en el sentido de que puede resumirse en una sola frase (“Los cazafantasmas” a finales del siglo XVIII) era demasiado sencilla para un espíritu rebuscado como el de Gilliam, de ahí que tratara de acercarla más a su terreno, sin contar con que los Weinstein son “productores autores” y que el producto final delataría el enorme número de manos distintas que intervinieron en el guiso.

El guión original, firmado por Ehren Kruger, que había hecho su nombre con el remake de “The ring”, buscaba claramente evocar los aspectos terroríficos de los cuentos populares alemanes, insertándolos en una estructura casi de giallo en la que varias niñas van desapareciendo en el bosque en circunstancias que recuerdan, ya sea a Blancanieves, ya sea a Hansel y Gretel. Incluso la aparición final de la bruja, y su destrucción final, recuerdan casi demasiado a “Suspiria” de Dario Argento.

Por otro lado, a Gilliam le interesaba retomar el conflicto de “Munchausen” entre el pragmatismo racional y la intuición fantasiosa, plasmándolo a través de dos personajes de psicología enfrentada, pero también a través de un ejército francés invasor (vaya, vaya, ya está Terry poniendo otra vez el duda la herencia de la Ilustración) y de un bosque donde se concentran todas las fuerzas oscuras del insconsciente y que despierta reacciones condradictorias: por un lado es el origen de todos los peligros, pero, por otro, no hay que permitir su destrucción, porque es precisamente el enfrentamiento a esos peligros y su superación lo que nos hace humanos.

Si añadimos a todo esto un componente de comedia grotesca más acusado que otras veces (no en balde la película anterior de Terry había sido la estrafalaria “Miedo y asco en Las Vegas”), con un desmadrado Peter Stormare retomando el rol pythoniano como el torturador Mercurio Cavaldi y unos gags demasiado frenéticos para su propio bien, no es raro que muchos se sintiesen desorientados. Son muchas películas en una sola, y fallaron las circunstancias para mantener un control adecuado sobre el producto. Cuando Gilliam quiere ponerle una nariz rara a Matt Damon y los Weinstein no quieren ver destrozada a su estrella taquillera, cuando el operador Nicola Pecorini es despedido y reemplazado a mitad de rodaje, cuando Samantha Morton, excelente actriz que habría dado un toque poco convencional al personaje de Angelika, desaparece del reparto por órdenes de arriba y en su lugar llega al plató Lena Headey, cuya belleza es tan convencional como sus capacidades actorales, el director acaba tirando la toalla y salvando los muebles como puede. Ni siquiera se molesta en ocultarle a Headey que no era la actriz que él quería, ni tampoco en defender con uñas y dientes el resultado final, enfrascado como está ya en otro proyecto más personal, “Tideland”, que sería también uno de sus más controvertidos.

Y sin embargo creo que “Grimm” tiene multitud de puntos positivos. Aunque le cuesta un poco arrancar y la trama de los cazafantasmas timadores es artificiosa en exceso, las secuencias de terror, salvando alguna animación informática no muy feliz, aúnan poesía visual e inquietud de una manera peculiar, y a menudo son demasiado intensas para un público cien por cien infantil; ese bosque animado por los espíritus, que casi parece por momentos el de “Posesión infernal”, ha de ser una de las plasmaciones más convincentes del arquetipo, superando a la de “En compañía de lobos” de Neil Jordan, mientras que la manera en que la reina bruja encarna a la vez el mal primigenio y las aspiraciones románticas más sublimes del idealista Wilhelm, a la par que los elementos iconográficos de los cuentos populares van apareciendo dispersos, misteriosamente, sin explicaciones que aspiren a la lógica, consiguen plasmar de manera muy afortunada las contradicciones del inconsciente profundo, ese caos primordial en lo profundo de la mente que trataría de ser organizado y sistematizado a base de cuentos estructurados con principio, nudo y desenlace, primero, y de esperar a que llegase el señor Bruno Bettelheim, después.

En la época en que se estrenó la película me quedó la duda de si yo era el único en encontrar bellísima su estética, con unos ecos de las bellas artes (véase por ejemplo la evocación de la “Ofelia” de Everett Millais) que buscaríamos en vano en Burton o del Toro, en admirar el dinamismo de la actuación de Heath Ledger cuando se le veía principalmente como un guaperas de carpeta adolescente, en quedar subyugado por la partitura de Dario Marianelli y sus referencias a “El pájaro de fuego” o a “Vértigo” (es que esa altísima torre lo pedía), en sentirme arrastrado durante toda la segunda mitad por una espiral imparable de acción y onirismo, en ver el desigual conjunto redimido por un desenlace majestuoso, al igual que Cavaldi, cargante durante toda la primera mitad, acaba por resultar entrañable.

Es como si un esqueleto torcido acabase animado por una carne y un corazón maravillosos, configurando un ser extraño que puedes amar si lo miras con los ojos adecuados. Bueno, démosle tiempo: “Munchausen”, despreciada en su momento como una chorradilla, hoy es una de las fantasías fílmicas más admiradas; “Doce monos”, vista como un agobiante batiburrillo que no había por donde agarrar, hoy es un clásico moderno de la CF. Yo, en el Messenger, ya he tenido conversaciones con personas que me echaban pestes de los “Grimm” en su estreno y que, cuatro años después, ya entonan el conocido estribillo de “Pues no estaba tan mal”. Cuando nos demos cuenta de que una obra audiovisual no es una hamburguesa para comer en cinco minutos y que a veces serán necesarios varios años y varios visionados para que a determinadas obras les veamos mínimamente la gracia, seremos mejores espectadores. Puede que “Grimm” sea una de las películas más flojas de Terry Gilliam, pero perder de vista que, aun así, destaca como un ochomil entre el resto de películas actuales de su género, sólo puede ser síntoma de una época con muchas expectativas pero ninguna preferencia.

sábado, 15 de agosto de 2009

La muerte de don Quijote


“Perdidos en La Mancha” ocupa un lugar único en la historia de los documentales sobre el rodaje de una película, dado que es el único que yo conozca donde se detallan minuciosamente las diversas calamidades que llevan a que el proyecto sea finalmente cancelado. Para un seguidor de Terry Gilliam, ver este reportaje es un poco duro, pues es como asistir a la derrota final de un héroe, como contemplar la manera en la que la maldición de “Munchausen” finalmente se hace realidad. Hoy por hoy, cuando sabemos que Terry retomará el proyecto, vemos este “unmaking of” con otra perspectiva, incluso admirándonos de que este hombre sea tan testarudo y vuelva a la carga levantando desde el principio algo que le debe de traer muy malos recuerdos.

En su momento, cuando el equipo de “El hombre que mató a don Quijote” estaba a punto de comenzar, recuerdo un par de artículos bastante despectivos en la prensa nacional (concretamente en el ABC) lamentándose de que un ignorante americano viniese a profanar la sagrada obra de Cervantes. Luego, como aún no tenía Internet, perdí de vista el proyecto, y me extrañó no ver su estreno en salas, después de que un servidor, en aras del deber, sufriera de lo lindo releyendo la primera parte de “El ingenioso hidalgo”.

Sería interesante analizar por qué a los españoles nos gusta tan poco “El Quijote”. Salman Rushdie contaba que, cada vez que hay una reunión de escritores de todo el mundo para votar las mejores obras literarias jamás escritas, a pesar de la victoria aplastante de la novela cervantina se sabe fehacientemente que los representantes de España han votado a otros libros. No sé si la culpa la tiene el sistema escolar (obligar a jovencitos de edad escolar a tragarse un tocho del siglo XVI tiene delito) o las ganas de volverse contra los iconos del establishment, o simplemente no saber valorar en lo debido lo bueno que tenemos en nuestro propio país. Supongo que algunos de los autores españoles de los que hablaba Rushdie votarían a Shakespeare, y, sin embargo, en pocos países ha gustado tanto Cervantes como en la Inglaterra dieciochesca de Fielding, Richardson, Sterne o Smollett.

Mis propios sentimientos siempre han sido encontrados. Al margen de las diversas interpretaciones, a menudo interesadas, que se han formulado sobre la novela, siempre he creído que Cervantes fustiga y ridiculiza a su personaje con demasiada energía, como si no nos pareciésemos todos al anciano caballero en querer vivir una ficción preestablecida (entre un rol social y un personaje de novela hay poca diferencia), y que su apología del realismo, grabada a fuego desde entonces en la mente académica colectiva, abunda en ángulos oscuros (siempre asocio el discurso sobre la verosimilitud de una obra literaria, pronunciado durante la quema de los libros de Alonso Quijano, con otro, creo que pronunciado por el mismo personaje, donde se defiende de manera apasionada el derecho estatal a sancionar qué piezas teatrales se representan y cuáles no; ese capítulo debió de ser el preferido de los censores de Franco).

Al “Quijote”, como buena obra multiforme, extensa y compleja, se le hace decir lo que se quiere: para los románticos, era un doloroso canto al idealismo incomprendido, pero no me extrañaría que en épocas posteriores se identificase al Caballero de la Triste Figura con la ridiculez y falta de raciocinio de las utopías izquierdistas. Se mire por donde se mire, el libro deja claro que, al menos en España, no se puede cambiar la realidad a fuerza de ideales, y que el espíritu del “pan pan y vino vino” esconde el conformismo atroz de quienes no desean ser vistos como locos. Y eso duele.

No es extraña la querencia de Gilliam por realizar una película quijotesca con todas las letras. Por sólo poner unos ejemplos, Munchausen era la versión ganadora del Quijote, mientras que Parry, de “El rey pescador” era un Quijote neoyorquino en casi todos los detalles. Incluso Raoul Duke y Gonzo tenían algo de Quijotes, aunque les faltara esa dependencia de la ficción, ese veneno de querer ver forma en el universo, que supone un camino inequívoco a la locura.

Como en “Munchausen”, el Quijote es también el director, pero, si creemos en el arte imitando a la vida, no es raro que los gigantes terminasen siendo molinos y que el proyecto se estrellara. Entre las virtudes del documental de Keith Fulton y Louis Pepe está la manera en que trata de analizar la debacle como una especie de confabulación del destino, exculpando a Gilliam de las acusaciones de irresponsabilidad que le perseguían desde diez años antes y que resurgirían como hongos tras la lluvia una vez se difundieran sus calamidades en España (no es raro que Terry tardase cinco años en montar otro proyecto y que el intervalo entre “Miedo y asco” y “Los hermanos Grimm” fuese de siete años, el más prolongado entre dos títulos en toda su filmografía).

Resulta fascinante ver trabajar a Gilliam, preparando todos los aspectos visuales, preparando el guión con los actores, divirtiéndose en el plató como hacen todos los que aman el cine y lo ven como un vehículo constante para la creatividad extrovertida, pero el desarrollo de la producción debería proyectarse en escuelas de cine como relato de advertencia, como muestra de todo lo que puede ir mal en un rodaje y medida de hasta qué punto un joven aspirante a cineasta está dispuesto a continuar con una profesión en la que todo, si nos fijamos bien, está agarrado con alfileres. Nadie podía contar con que Jean Rochefort, imprescindible protagonista, se vería afectado por horribles problemas de salud; nadie podía contar con que gran parte de la maquinaria técnica se vería arrastrada y averiada por unas lluvias torrenciales; nadie contaba con que, en términos de seguros, estas eventualidades son “actos de Dios” que no cubre ninguna póliza.

Sinceramente pienso que estas circunstancias son difíciles de evitar, a no ser que, por ejemplo, contrates a un actor no muy viejo que sepas caracterizar de manera convincente (por ejemplo, Tatsuya Nakadai apenas tenía 55 años cuando incorporó al anciano protagonista de “Ran” de Akira Kurosawa) o traslades toda la producción a un país lejano de Asia o Africa donde sepas que no va a llover jamás y te las arregles para que aquello dé el pego como España. Lo cual subiría los costes de producción más o menos hasta la Luna. Las declaraciones del guionista Tony Grisoni y el ayudante de dirección Bob Patterson según las cuales quizá Terry bajó demasiado el listón presupuestario para poder realizar la peli y por ello no tuvo recursos contra el infortunio son un poco peligrosas, porque son aquellas con las que se van a quedar los posibles productores a los que se acerque Gilliam para futuros proyectos, y las que van cimentando la leyenda de “la maldición de Terry Gilliam” que halló su consolidación definitiva cuando Heath Ledger murió repentinamente sin haber terminado su papel en la inminente “The Imaginarium of Doctor Parnassus”.

Lo más agradable de esta película para los seguidores del director de “Brazil” fue el modo en que, leyendo los comentarios críticos, Gilliam era contemplado en una luz claramente positiva, como un idealista visionario, un gran talento independiente que se quedó a las puertas de realizar la que pudo ser su mejor película. Ninguna reseña de las películas finalizadas de Terry había hablado tan bien de él, de tal modo que uno presentía que quizá todos esos quebraderos hubiesen servido para algo y que en adelante se reservaría para él algo de la unción que se reserva para los Tim Burton de este mundo (aunque algo me dice que muchos ya tienen escrita su crítica malintencionada contra “Alicia”, y es que el mundo da muchas vueltas). Sin embargo, para cuando se estrenaron “El secreto de los hermanos Grimm” y “Tideland”, aquella ola de favor ya era agua pasada. Y es que de algunos directores sólo se habla bien cuando fracasan o cuando no ruedan. Un Welles con cuarenta películas ya no sería un Welles.

viernes, 14 de agosto de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XXXII)


Ingresado de urgencia en el Hospital General de Ciudad Centro, Pedro Arteaga compone en su mente, visualizando incluso los pentagramas mientras se le reanima y practica una transfusión, la mejor pieza musical de su vida. Pero el espíritu de una muchacha en coma dentro del mismo hospital le arrebata las hojas, por lo cual el Pedro inmaterial la persigue por varios mundos etéreos.

En uno de ellos ambos atraviesan brevemente la estancia del Castillo de Mármol donde Pamela ha intentado sin éxito dejar sin sentido al Andrógino mediante un golpe de candelabro. En lugar de tomar represalias, el Andrógino se queda mirando el suelo de baldosas celestes con borde dorado, donde las gotas de sangre manando de su herida forman la imagen de un águila que picotea un corazón.

Mientras, en el calabozo, Ops, pese a haber logrado franquear en estado líquido la puerta de hierro frío del calabozo, experimenta dificulatades para recuperar la solidez, pese a los esfuerzos mentales de Takeshi, y algunas ratas audaces comienzan a bebérselo.

Una extraña connivencia entre Vera y Bungle les hace permanecer en el sótano del Doctor Misterio, o tal vez la influencia del vengativo vudú opera aún sobre Vera y no le conviene abandonar a tan intrigante personaje.

Llegada la mañana, Boris recibe en su calabozo la noticia de que alguien ha pagado su fianza y podrá disfrutar de 24 horas de libertad antes de su interrogatorio definitivo (procedimiento policial imaginario, huelga aclarar). Esperando a su fiel Vernon, Boris se topa a la salida con Bertrand, su padre, y con Franz von Waldberg.

(Continuará)

jueves, 13 de agosto de 2009

Miedo y aborrecimiento en Las Vegas


Si hay una película controvertida en la carrera de Terry Gilliam (al menos hasta la llegada de “Tideland”) esa es “Miedo y asco en Las Vegas”. Tras los buenos resultados en taquilla de “Doce monos”, a nuestro cineasta se le activa el gen de salirse por peteneras y, fiel a su perversidad en el sentido de Edgar Allan Poe, entrega al mismo estudio, Universal, como presunta confirmación de su fiabilidad, la que probablemente sea su película menos comercial, la más radical y con menos opciones para ganarse a un público no predispuesto.

El reportaje de Hunter S. Thompson, “Fear and loathing in Las Vegas”, ácida crónica de los días que pasó este periodista en la capital del juego mientras trataba de cubrir un par de acontecimientos bajo los efectos de todo tipo de drogas, iba a ser adaptado en un principio por Alex Cox, cineasta a quien sí le cuadra esa aureola de maldito que algunos le quieren colgar a Gilliam, pero el proyecto salió de sus manos y terminó en las de nuestro protagonista. Posiblemente Cox habría firmado una versión más ortodoxa, más del gusto de los paladares indies, más cartesiana visualmente y más centrada en sus ingredientes sociopolíticos. Gilliam, en cambio, la vio como una oportunidad de oro para ser más histriónico que nunca.

¿Un enfoque es más correcto que otro? Me da que no. El interés de Gilliam en sus dos películas anteriores por mostrar estados alterados de la conciencia encontraba un vehículo ideal en las peripecias de Raoul Duke y el doctor Gonzo, que, si iban a ser contadas en su estilo radicalmente subjetivo, debían filtrarse a través de un prisma psicotrópico, con profusión de extraños ángulos de cámara, iluminación no realista, caos escenográfico e interpretaciones desmadradas. Todo esto lo sabe hacer muy bien Gilliam, y además, dado su perfeccionamiento en el oficio, lo sabe hacer por poco dinero.

La premisa fundamental tiene mala leche: Las Vegas, como epítome del sueño consumista americano, parece ya una alucinación psicodélica. Para los dos protagonistas, atiborrados de sustancias prohibidas, esto puede ya tomar visos de verdadera pesadilla, aunque tal vez su horror ante lo que ven tenga mucho del in vino veritas de los latinos; sólo bajo los efectos de las drogas se da uno cuenta realmente del mal gusto encarnado en todo aquello, de lo absurdo y ridículo de las multitudes entregadas al juego y a un show business caduco y hortera, mientras, en algún lugar del mundo, prosiguen guerras de exterminio. El usuario de drogas, proscrito o no por la sociedad, no es sino otro tipo de consumidor, ni mejor ni peor que otro, haciendo marchar el motor de la economía exactamente igual que los demás, y, si su afición le despierta la bestia salvaje que lleva en su interior, sólo está manifestando de un modo sincero ese lado oscuro que los demás ocultan o subliman en forma de políticas exteriores filantrópicas y defensoras de la democracia.

Lo que pasa es que los detractores de la peli pueden argumentar que todo esto se dice ya en los primeros 15 minutos y que el resto son sólo reiteraciones, que no existe un progreso narrativo. Es obvio que todos aquellos lectores de los libros de Syd Field o Robert McKee no hallarán ni rastro de estructura en tres actos, de motores que hagan avanzar la trama ni nada por el estilo. Lo cual me recuerda una conversación que tuve no hace mucho sobre películas de Al Pacino, donde, a mi mención de uno de sus primeros papeles, “Pánico en Needle Park”, se me contestó que se trataba de una película aburridísima. Pensando en que esta peli de Jerry Schatzberg trataba de reflejar al estilo vérité el día a día de los yonquis, yo me dije: ¿qué tiene de entretenida, vista desde fuera, la vida de un heroinómano? Sobrevivir, buscar otra dosis, metérsela por la vena, y vuelta al círculo. Reflejar esto de un modo honesto es plasmar ese círculo obsesivo que no acaba nunca. Para las personas caídas en ese mundo, no existe esa estructura lineal de acontecimientos con forma de historia (y, si somos sinceros, para el resto de personas tampoco, e incluso creo a veces que las expectativas de vivir “un argumento” son uno de los principales motores de infidelidad entre nosotros). Novelar, o rodar, este tipo de vida, con pretensiones de dar una idea fidedigna de lo que sienten quienes la experimentan, exige salirse de los esquemas clásicos de la poética. Lo demás sería como meter conceptos de psicología freudiana en personajes del siglo XVI (aunque bueno, si Delibes lo hizo en “El hereje”...)

Este anárquico remolino de enajenación mental, destrucción hotelera (dando pie a espectaculares demostraciones de dirección artística sórdida), humanidad grotesca y atrocidades insinuadas cuya realidad nunca es confirmada por la narración nada fiable de los hechos, es también, y no es casualidad, la película más americana de Gilliam, la única capaz de incluir en su reparto a Harry Dean Stanton, Gary Busey, Ellen Barkin, Tobey “Spider-Man” Maguire o Cameron Diaz. Incluso los dos protagonistas, hoy por hoy grandes estrellas, van más lejos de lo que podría esperarse de un actor de Hollywood. Johnny Depp con calvorota y Benicio del Toro con panza retoman el testigo pythoniano, pero dándole una modulación más incómoda, haciendo de su histrionismo, de su ironía salvaje, algo casi más perturbador que divertido, tanto más que su espiral de autodestrucción huye de autocompasiones y tormentos morales (vamos, que esto no es “Leaving Las Vegas”) y se confunde con facilidad entre los miles de personas que están allí también para divertirse de maneras que para el público en general son menos destructivas, aunque tal vez no lo sean. Sólo el monólogo final de Depp busca dejar clara, para quienes no hayan sabido captarla, la perspectiva moral de las personas que han preferido destruirse en un mundo de por sí destructivo.

Claro que muchos espectadores no son capaces de llegar al final. No puedo decir que “Miedo y asco en Las Vegas” esté entre mis títulos preferidos de Terry, pero, cuando una película provoca en una sala de cine, durante su proyección, el número de desfiles hacia la salida que provocó esta, mi instinto me dice que algo tiene que tener. Porque en cosas como “Transformers” no hay deserciones. Si tomas la decisión de levantarte e irte del cine, es porque la película te ha hecho pensar en algo con lo que no te quieres enfrentar. Para ser buen espectador, tienes que ser un valiente, un sacrificado, un masoquista. Porque si no sabes nada del dolor, serás incapaz de reconocer el placer cuando te lo encuentres por casualidad...

miércoles, 12 de agosto de 2009

El Ejército de los Doce Monos


Quizá por mi amor de toda una vida a Monty Python, siempre sentí un apego especial hacia la primera etapa de la filmografía de Terry Gilliam, desde “Los caballeros de la mesa cuadrada” hasta “Munchausen”, por su manera de elaborar, refinar y desarrollar los componentes puramente fantásticos de la obra del grupo, que en la serie debían resolverse bastante deprisa a base de los decorados o vestuarios disponibles y con un trabajo de cámara bastante básico. Gilliam, en cambio, como demuestra una comparación entre “Los caballeros” y “Brian”, esta última firmada en solitario por el más pragmático Terry Jones, sabe perfectamente cómo dar un empaque visual convincente a los más delirantes vuelos imaginativos, y no sólo eso, sino también hacer sátira, horror, romanticismo o drama con sólo una posición de cámara, un objetivo, un decorado o una composición de plano.

Lo cual no quita para que la primera etapa de su obra esté muy anclada aún en Python, sea por la presencia más o menos testimonial de miembros del grupo (Palin, Jones, Cleese o Idle), por la traslación, en ocasiones poco afortunada, de los esquemas pythonianos de construcción de escenas, o por la inmersión en todo un estilo interpretativo de comedia inglesa del que Python fue un eslabón más. Los actores secundarios de “Jabberwocky” no eran miembros de Python pero bien podrían haberlo sido.

Por eso el salto al otro lado del charco fue todo un choque, sobre todo porque a partir de ese momento Gilliam demostró una vez tras otra su capacidad de crecimiento y reinvención, adaptándose más al material ajeno que le servía de base y abandonando poco a poco esa base pythoniana que le sirvió de apoyo en sus inicios. Aunque la pregunta es si la abandonó del todo. Esa exuberancia caótica nunca deja de estar ahí, a veces para bien, a veces para mal, e, incluso en una faceta tan subvalorada de su trabajo como es la dirección de actores, Gilliam siente la necesidad de convertir en miembros honorarios de Monty Python a los actores más insospechados.

Si nos fijamos por ejemplo en el Brad Pitt de “Doce monos”, veremos una de esas composiciones actorales tan típicas de Michael Palin o Eric Idle: esos velocísimos diálogos, esa mímica incontrolable. Siguiendo la tradición shakespeariana, este tipo de figuras grotescas suelen ser empleadas como portavoces ocultos de la verdad, y su presunta sobreactuación siempre tiene un trasfondo oscuro que no podría comunicarse a base de economía expresiva. Pero una de las características más apasionantes de la película es ver cerca de Pitt a una estrella tan carismática de los 90 como Bruce Willis y darse cuenta de lo buen actor que puede ser en manos de un director que sabe convencerlo de sacar sus registros ocultos. Willis es aquí todo desconcierto y vulnerabilidad, y sus muestras de poderío físico son sólo ladridos de un perro asustado que no sabe si luchar o huir con el rabo entre piernas.

Una faceta inesperada entre las muchas que tiene la película: “Doce monos” pilló por sorpresa a casi todo el mundo con su complejidad narrativa, su tono oscuro y su profusión de elementos en apariencia contradictorios que sólo se ensamblan bien al cabo de múltiples visionados. Es uno de esos casos de manual en los que una película “difícil” se cuela en las carteleras del cine comercial a base del carisma en pantalla de grandes estrellas consagradas (Willis y la entonces muy en boga Madeleine Stowe) y de nuevos nombres populares en busca de reafirmación (Pitt buscaba convencer de que era más que un buen cuerpo para rellenar unos vaqueros). Que una de las películas más densas y exigentes de Gilliam sea también uno de sus mayores éxitos no debe extrañar en un as de las paradojas como es Terry, pero esa es una de las grandes ventajas de integrarse en el sistema: si tienes a Brad Pitt, a Leonardo di Caprio o a George Clooney, da igual que hagas “El año pasado en Marienbad”, que la podrás estrenar en multisalas. Palabra de honor.

Otra curiosidad, en un momento en que la palabra remake inspira reacciones de asco instantáneas, es que “Doce monos” es precisamente eso, un remake, aunque no uno común y corriente. Chris Marker contó en 1962, mediante una sucesión de fotos fijas y un solo plano en movimiento, una sugerente historia sobre el apocalipsis, el amor loco y la memoria, que sirvió de base para un guión completamente nuevo co-escrito por el mismo David Peoples que había estampado ya su firma en “Blade runner” o “Sin perdón”. Varios críticos exquisitos se echaron las manos a la cabeza ante el escándalo que suponía para ellos que un modernete como Gilliam pusiera sus zarpas sobre un clásico intocable del entorno de la nouvelle vague, pero el tiempo ha dado la razón al de Minnesota. Catorce años después, la película no ha envejecido, y supone uno de esos raros triunfos del arte sobre el negocio que le devuelven a uno la confianza en el cine.

Al igual que “En la boca del miedo” de John Carpenter es una de las mejores adaptaciones de H.P. Lovecraft, sin incorporar expresamente material de ninguna de sus obras, “Doce monos” se me ha antojado siempre la mejor versión fílmica de Philip K. Dick, la que traslada de modo más elocuente su universo fluido y cambiante de paranoia, desesperación, paradoja y humor absurdo. James Cole, habitante de un apocalíptico futuro subterráneo, es enviado al pasado para recabar información sobre el origen de la plaga que exterminó a la mayoría de la humanidad, pero sus esfuerzos toparán con la resistencia de una sociedad dispuesta a considerar locos a aquellos que proponen conceptos radicalmente diferentes.

El psiquiátrico de “El rey pescador” se vuelve un lugar mucho más amenazador, con elementos del “Bedlam” pintado por William Hogarth y sin ángulos rectos en su arquitectura, para albergar a un vagabundo de conducta violenta cuyas alegaciones sobre sí mismo carecen de sentido. No es muy frecuente que el cine, acostumbrado a tratar las ideas de la ciencia ficción de una manera muy estandarizada, insinúe que un procedimiento tan radical como enviar a una persona al pasado podría afectar su salud mental. Cole se pasará toda la película planteándose si está loco o cuerdo, trasladando su duda, tarde o temprano, al espectador.

Por eso, lo vuelvo a decir, el estilo visual que algunos tildan de hiperbólico me parece completamente justificado. Ese uso intensivo de los grandes angulares, amén de aportar grandiosidad a decorados de proporciones modestas, también tiene el efecto de crear subjetividad, sugerir que estamos ante una visión distorsionada de la realidad y por tanto no muy fiable. Gilliam disfruta dando pistas contradictorias, minando nuestras certezas, dando pie a interpretaciones diversas. A diferencia de otros cineastas muy centrados en el diseño visual de su obra, por ejemplo Ridley Scott, Gilliam es aficionado a “marear” su material, a darle vueltas de tuerca constantes, de ahí la incomodidad y la confusión que sus películas producen en algunos.

Pero, amén de la excelencia de la trama de ciencia ficción, el ritmo implacable de su carrera hacia el desastre y el vértigo de su pelea ineficaz contra el destino (llevada a sus últimas consecuencias, sin arrepentimientos vergonzosos como en “Minority report” de Spielberg), lo que da a “Doce monos” gran parte de su condición de clásico moderno es lo convincente de su dimensión humana. Willis, de ordinario el héroe invencible, está aquí indefenso, desnudo (literalmente dos veces), en manos de fuerzas que rebasan su comprensión, pero su misión le proporciona una oprtunidad para huir. Donde los Michael Bay de este mundo habrían acumulado las escenas de persecuciones de coches, Gilliam decide durante bastante tiempo dejar en un segundo plano el argumento apocalíptico y dar prioridad al descubrimiento por parte de Cole de la luz del sol, del aire fresco, de la música pop y del amor de una mujer que, como en “Brazil” domina sus sueños.

De la misma manera, la relación entre Willis y Stowe, a la que secuestra para que le ayude en su cometido, retoma la tradición de “39 escalones” en el que es sólo el primero de los guiños a la figura de Hitchcock, y consigue hacer convincente que, pese al clima constante de tensión y peligro y la más que razonable sospecha de que Willis no sea sino un psicópata, ella no escape en el coche a la primera oportunidad, gracias a un más que competente trabajo con los actores y esa cualidad tan escurridiza que alguns llaman “química”. Al contrario que en “El rey pescador”, la historia de amor, marcada por la fatalidad, trabaja a favor de la película, dándole una fuerza y un romanticismo oscuro realzados, más que impedidos, por los elementos discordantes. Ese clímax final no sería tan conmovedor sin esa peluca, ese bigote o esa camisa imposible que lleva Willis, ni ese teñido de pelo tan sumamente artificial de Stowe. La manera en que el cumplimiento final del sueño aúna los aspectos de “thriller” y de historia de amor trágico, la comprensión gradual, detalle a detalle, de lo que va a suceder, revela, como el resto de la película, una inteligencia planificadora, un control sobre el material, muy por encima de ese concepto peyorativo que algunos tienen de Terry como un imaginador impulsivo e indisciplinado.

Aquí Gilliam consigue ser un buen director de Hollywood al viejo estilo, transigiendo lo justo con la industria pero sabiendo llevarla a su terreno: la iconografía de tecnología invasiva, amenazadora, el tono de oscuro humor, retrotraen a “Brazil”, película de la que “Doce monos” es muy digna heredera, pero con un romanticismo menos adolescente. La decisión de llevar el humor a un segundo plano, pionera en la filmografía de Gilliam, es básica para mantener esa tensión de “cuenta atrás” que se va apoderando poco a poco de la pantalla. Pero sin embargo no se renuncia a lo extraño: esa voz que aconseja y advierte a Cole en diferentes escenas de la película parece, al final, haber sido un producto de su imaginación, insinuar que la locura de Cole y su trabajo forzado para los científicos del futuro bien pueden ser explicaciones coexistentes y compatibles. Claro que, si nos metemos a considerar las implicaciones de esto, nos pasaríamos debatiendo la trama hasta el infinito, y es que “Doce monos” es una película que no se agota por más que vuelves a verla y a repensarla.

No quisiera dejarme en el tintero secuencias tan excelentes como la excursión inicial de Cole, durante los créditos, a la ciudad nevada y desierta, estableciendo un tono y una situación como pocas veces se ha hecho en el cine de CF o el cine en general; el envío de Cole en una máquina del tiempo con un diseño entre industrial y orgánico, haciendo del viaje temporal casi una función de excreción, una metáfora del cuerpo viajando al interior de sí mismo que no habría desagradado al Alain Resnais de “Je t’aime, je t’aime”; la fuga de los animales del zoo por la ciudad de Filadelfia, logrando surreales imágenes de jirafas corriendo por un puente de la autopista o bandadas de flamencos rodeando un rascacielos; o la propia pesadilla recurrente, ofrecida en versiones contradictorias y majestuosa en lo visual y sonoro, con esa fotografía sobreexpuesta, ese ralentí, esa inolvidable música con violín solista creada por Paul Buckmaster. El contraste entre toda esta poesía visual y los momentos de violencia sórdida e incluso desagradable o de agobiante descenso a los abismos de la locura deja clara la versatilidad de Gilliam, su visión caleidoscópica reflejada en lo que inicialmente parecía otro proyecto de subsistencia al estilo “El rey pescador” pero acabó siendo, por esas carambolas del destino, uno de los puntos más altos de su carrera, y una prueba irrefutable, para el escéptico que fui, de que hay mucha vida después de Monty Python.

martes, 11 de agosto de 2009

Hit the road, Jack


“El rey pescador” pertenece, junto a “Drácula de Bram Stoker” y alguna más, a ese grupo selecto de películas que en su momento supusieron enormes decepciones para quien esto escribe, pero que, con los años, aun guardando en su interior un núcleo fundamentalmente dudoso, han ido haciendo más patentes sus virtudes.

Mis razones para sentirme defraudado en su momento no son difíciles de explicar: habiendo Terry Gilliam establecido en sus cuatro largos precedentes un estilo hiperbólico, original, diferente a todos, con el que mi yo más joven se había identificado a muerte, me encontré de repente con un melodrama de redención cien por cien Hollywood, con una comedia romántica pasablemente azucarada que traicionaba el humor malvado de “Brazil” y la irresponsabilidad exuberante de “Los héroes del tiempo” y “Munchausen”, adaptando las señas superficiales de su director a un formato “seguro”, identificable, al molde que crea a su alrededor, con sólo aparecer en pantalla, una estrella como Robin Williams.

Pero con el tiempo me he percatado de que “El rey pescador” salvó la carrera de Terry tras la debacle de “Munchausen”, convenciendo a los productores de que era capaz de lograr un producto disciplinado que funcionase bien en taquilla. En un ejemplo clásico de lo que se suele llamar “run for cover”, Gilliam se dio cuenta de que había quemado una etapa, que nadie le financiaría ya sus proyectos megalómanos personales, y decidió volver a los Estados Unidos para labrarse otro tipo de carrera. El guión de Richard LaGravenese (que terminaría adaptando para Eastwood “Los puentes de Madison” tenía los suficientes puntos de contacto con los temas de su filmografía anterior (idealismo, extravagancia, miseria, romanticismo visionario, Edad Media, humor exagerado) para hacer menos traumático el cambio a otra manera de rodar y de narrar e incorporar a sus características reconocibles otro tipo de elementos que no solían asociarse a su cine.

A veces me tienta establecer un paralelismo entre la carrera de Gilliam y la de Jack Lucas, el locutor de radio interpretado en la peli por Jeff Bridges. Jack, según lo vemos al inicio de la película, es un arrogante, un ambicioso, alguien que, como se refleja en el picado con grúa que capta su imagen desde lo alto, se ve por encima del mundo y de sus habitantes. Pero su falta de humanidad le pasa factura: animado por sus ácidos comentarios contra una población yuppie de la que él mismo forma parte, un oyente solitario y trastornado provoca una matanza en un restaurante. Jack, sintiéndose culpable, desaparece de la luz pública y dedica sus energías a hacer feliz a Parry, un profesor universitario enloquecido por la muerte de su esposa en aquel restaurante hasta el extremo de refugiarse en sus conocimientos sobre el medievo y creerse un caballero andante al socorro de los débiles.

Aprovechando que Jeff Bridges es una especie de versión idealizada del propio Gilliam (como Mastroianni lo fue de Fellini o Kyle MacLachlan de David Lynch), podríamos considerar el desastre de “Munchausen” como la consecuencia nefasta de la arrogancia del director, y su compromiso con una peli pequeña, de personajes, con una humanidad un tanto meliflua a flor de piel, como su penitencia para con la industria. Una decisión arriesgada, pero de un éxito irónico: “El rey pescador” está producida por Columbia, al igual que “Munchausen”, con lo cual su realización puede leerse como una vuelta al redil pero también como un desafío.

La película tiene virtudes obvias: ese retrato de Nueva York como una sórdida metrópoli medieval, llena de muros fortificados, de torreones inaccesibles con escaleras a lo Escher, de cortes de los milagros, de una estratificación social con mucho de feudalismo; esa manera de superponer el barroquismo imaginativo a un escenario real y palpable, definiendo ese subgénero, la fantasía contemporánea, en el cual está aún casi todo por decir en lo que al cine se refiere; la reinvención de un estilo visual que, al no poder contar de ahora en adelante con grandes alardes escenográficos o de efectos especiales, creará extrañeza a través de encuadres, angulares o movimientos de cámara cada vez más excéntricos, así como haciendo de la dirección artística toda una labor de investigación entre la basura y los materiales de desecho, dándose cuenta de que lo abigarrado no tiene por qué ser bonito o estar limpio.

La transición entre el mundo de la locura, tema que hace su primera aparición fuerte en la filmografía de Gilliam, y el universo intimista de cuatro solitarios urbanos en busca del amor (al estilo de un “Manhattan” de segunda fila) se realiza a base de claroscuros con luz cálida, de pequeños detalles que encapsulan sin alardes los conceptos del guión (pienso en cuando Jack adapta uno de sus trajes para Parry fijando los dobladillos con una grapadora) y desmienten el concepto muy extendido según el cual Gilliam carece de sutileza.

Pero nunca me ha quedado claro que las dos películas, el drama fantasioso y la comedia romántica, se fusionen de una manera muy perfecta. Bridges está magnífico mostrando un amplio abanico de emociones, y Williams, con su energía improvisadora que puede resultar estomagante, cumple con eficacia el rol pythoniano que nunca dejará de aparecer en las películas americanas de Gilliam, y los dos se desenvuelven con soltura en todos los niveles de la historia, pero no sé si se puede decir lo mismo de los personajes femeninos, en especial el de Lydia, el interés amoroso de Parry.

Anne (Mercedes Ruehl), la novia de Jack, es una persona sensata y pragmática, de un carácter fuerte y apasionado que sirve de contrapunto a la autocompasión y las ideas negras del ex locutor, pero Lydia (Amanda Plummer, hija de Christopher) es para mí el gran punto débil de la trama amorosa. Quizá por perpetuar la tradición de huir de los tópicos, o por aproximarse en versión neoyorquina a la eterna paradoja de Dulcinea, Parry, el caballero urbano, elige como dama de sus sueños a una mujer que no es ni especialmente guapa, ni distinguida, ni espiritual, ni inteligente. Pienso que la dirección actoral de Gilliam fuerza demasiado la nota a base de acumular torpezas, tono de voz chillón y hábitos personales irritantes. Todo lo cual sería perfectamente aceptable de no ser porque se supone que debemos encontrarlo entrañable, comprender en cierta medida el sentimiento hacia ella del pobre Parry. El resultado final me parece demasiado patético, una prueba más de que no se puede empatizar con una historia de amor si tú mismo no serías capaz de enamorarte de su protagonista.

Que esta relación incomprensible (toda vez que Parry es un personaje muy interesante y la película es incapaz de demostrarnos el interés que pueda tener Lydia) sea la vía de escape del universo de la locura, simbolizado, en un alarde de genialidad, por ese Caballero Rojo de magistral diseño que nunca llegamos a ver bien del todo, es la clave de por qué la película, en el último análisis, no funciona. Todos los apuntes “serios” sobre el darwinismo social, la responsabilidad de los medios de comunicación, los grupos marginales (ese cantante gay cuyas intervenciones, sobre todo su pastiche de Sondheim en la oficina, suben el coeficiente de guayismo y de excentricidad gratuitos de modo harto peligroso), la sociología de los solitarios (ese monólogo de Lydia sobre los rollos de una noche, que no se creería ni Iker Jiménez: ¿quién en su sano juicio querría acostarse con una mujer así, tal como sale en la peli?) palidecen al lado de cualquier buen momento visual de la película.

Es imposible reconciliar el azúcar que rezuma de la pantalla en momentos como aquellos en los que Parry canta “How about you” con lo extremadamente brutal del flashback sobre el asesinato de la esposa de éste (igualita, por cierto, a la Jill en plan princesita de “Brazil”), donde a un impacto de bala en la nuca de ella sigue la salpicadura de los sesos en la cara de Williams. Son escenas de dos películas diferentes. La idea de la fantasía como refugio y cárcel simultáneos merecía algo más que un Woody Allen de medio pelo (o más bien de cuarto de pelo, porque Woody me parece de medio pelo de por sí).

“El rey pescador” es una película densa, desigual, llena de ideas, de ambigüedad sobre el papel que en ella juega lo fantástico, un trabajo arriesgado en el que Gilliam, como siempre, se vuelca de lleno, pero hoy por hoy la considero sobre todo una peli bisagra, cuyos puntos de interés no se organizan de un modo totalmente satisfactorio pese al agrado con que se sigue. Pero sin ella no tendríamos ni “Doce monos” ni nada de lo que vendría después, así que me callo.

lunes, 10 de agosto de 2009

El barón fantástico


Una de las extrañas reglas no escritas que gobiernan la carrera de Terry Gilliam consiste en que, por lo general, y salvo excepciones ya lejanas en el tiempo, cada nueva película tendrá una acogida de crítica o público desastrosa, hasta que transcurren lo menos cinco años y parece que aquella percepción desfavorable nunca existió y lo que entonces era insoportable ahora es un “clásico moderno”. Los ejemplos serían demasiado numerosos, pero, ya que vamos por orden, se impone examinar el caso de “Las aventuras del barón Munchausen”.

Una soberana decepción para los que descubrieron a Gilliam con la oscura, ácida y laberíntica “Brazil”, “Munchausen” parecía volver sobre terreno antiguo, reciclando el concepto de aventura fantástica juvenil de “Los héroes del tiempo” en clave hipertrofiada, con el agravante, que en manos de gente lista y mala puede hacer bastante sangre, de tratarse del remake de un gran éxito fílmico de la Alemania nazi, filmado por Josef von Baky (supongo que por eso la versión que reivindica más Gilliam es la de Karel Zeman). Tanto colosalismo pasó factura: se convirtió en uno de los mayores fracasos de taquilla de la Columbia, propiciando la caída en desgracia del hasta entonces casi infalible David Puttnam y dando lugar a una retahíla de conflictos en el rodaje al lado de la cual la polémica Gilliam-Sid Shainberg, a propósito de “Brazil”, pareciese en comparación una riña de niños pequeños.

A Gilliam, pese a su afán en desinflar los tópicos de la épica colosal, le gusta la parafernalia de las superproducciones más que un caramelo a un niño. La posibilidad de rodar una aventura de gigantescas producciones en escenarios naturales y en los míticos estudios Cinecittà, el “hogar” de uno de los ídolos de Terry, Federico Fellini (que visitó el plató varias veces), parecía demasiado buena para rechazarla. Pero la resistencia de la realidad a ser transformada en fantasía, agravada por el poco tiempo que pudo destinarse a preparar todos los elementos y por la falta de coordinación entre un enorme equipo en el que se hablaban cuatro idiomas diferentes, amén de los costes que parecían crecer sin freno, sobre todo desde que el productor, Thomas Schühly, hizo declaraciones a la prensa de que aquello iba a ser una de las películas más caras de todos los tiempos, convirtieron la creación de un divertimento en un verdadero infierno de retrasos en el rodaje, pánico entre los ejecutivos y presiones de todo tipo sobre el director.

Uno no sabe qué lado de la historia creer: Gilliam se ve impotente en manos de los contables que rigen los estudios, mientras que, para los productores, Gilliam es una especie de agente del caos cuya forma desorganizada de trabajar es impropia de una película hecha con grandes medios. La paradoja de la situación reside en que Gilliam, debido a su estilo grandilocuente, de verdad necesita esos grandes medios que la industria no quiere confiarle (véase el poco caso que se le hizo a la mismísima J.K. Rowling cuando afirmaba que Terry era el cineasta ideal para adaptar sus libros). Gilliam no es un director de serie B, pero los conflictos de “Munchausen” le obligarían a replantearse su estilo y orientarlo otra vez hacia el barroquismo de la miseria que ya había aparecido en “Jabberwocky”.

Lo peculiar es que todos los quebraderos de cabeza, todas las amenazas constantes de ver cancelado el rodaje, sucedieran en el seno de una película luminosa y optimista sobre el poder del sueño para transformar la realidad. Batalla y sitio en la ficción, batalla y sitio en la realidad: la película acababa tratando sobre sí misma: Fellini habría incluido como personajes al propio director, a los ejecutivos agresivos y a la prensa haciéndose eco del desastre. Quizá, aparte de recuperar esa tradición italiana de barroquismo escenográfica que se perdió a partir de los 90, sean esas tensiones las que, aflorando sin querer a la superficie, aporten fascinación y energía a una historia que en algunos aspectos decepciona.

Los habitantes de una ciudad asediada por el ejército turco tratan de olvidar su miedo viendo una representación teatral de “Las aventuras del barón Munchausen”, durante la cual el propio barón irrumpe para dar la auténtica versión de los hechos narrados. Pese a la oposición del gobernante de la villa, el afrancesado Horatio Jackson, Munchausen se compromete a salvar la ciudad haciendo uso de los extravagentes poderes y ayudantes mencionados en sus aventuras. Al igual que en “Jabberwocky”, tenemos una población aprisionada por el miedo, aunque se desdeñe, como allí, darle una lectura política a ese miedo, en favor de un canto al idealismo por encima del racionalismo pragmático. Tesis probada por el mero hecho de que la película exista, pero a mi juicio no muy bien plasmada en el guión: que el heroico soldado sea ejecutado regocija porque su intérprete es Sting, pero si Jackson fuera un poco inteligente se daría cuenta de que un poco de sinrazón, como podría ser la creencia en poder repetir esas inverosímiles hazañas, podría tener repercusiones positivas en la resistencia al asedio. En un guión nunca es aconsejable que el antagonista sea un tonto; lo preferible es que tenga tanta o más razón que el héroe. Pero en fin, entendámoslo como una sátira encubierta hacia los ejecutivos del estudio, como podría deducirse de que Jonathan Pryce, como una antítesis de Sam Lowry, repitiera este papel, en más estúpido todavía y lleno de chistes conscientemente lamentables, en la también muy accidentada “Los hermanos Grimm”, donde el encontronazo Terry Gilliam-hermanos Weinstein dejó pequeños los duelos entre la Masa y la Cosa.

Otro aspecto que me deja insatisfecho es la presunta continuidad temática entre “Los héroes del tiempo”, “Brazil” y esta película, la supuesta evolución a través de los años de la relación entre el hombre y la fantasía. No veo reflejado el punto de vista de Munchausen: de hecho, al igual que en la primera película del ciclo, el punto de vista es infantil (de hecho, se trata de la misma Sarah Polley que luego rodaría con Isabel Coixet y Zack Snyder, y que con los años afirmó haber sido traumatizada por la experiencia, sintiéndose en peligro constante por las explosiones y como resultado perdiendo toda la confianza en sus padres. Años después, enterándose de que Gilliam iba a rodar “Tideland” con una actriz infantil, Polley hizo gestiones para que se velara por el bienestar de la pequeña Jodelle Ferland, hecho que no creo que sentara muy bien al director).

Sabemos que Munchausen está un poco cansado de la vida y que quiere morir (la presencia de la Muerte como esqueleto alado con guadaña es constante), y que sólo las aventuras disparatadas y las bellas mujeres son capaces de rejuvenecerlo, pero estos elementos, aunque presentes, no son comunicados con suficiente persuasión. Nunca sentimos el peso de la vida, de los años, de las decepciones, de la frecuente impotencia a la hora de hacer triunfar la imaginación, del fallo ocasional del cuerpo o incluso de la mente. Las fuerzas opresoras del individuo están claras en “Time bandits” o en “Brazil”, pero están más desdibujadas aquí, pues Munchausen no tiene nada que ver ni con el ejército turco ni con la ciudad sitiada, es un personaje independiente que va donde quiere sin ataduras. El barón no necesita de lo fantástico para liberarse: ya es libre. Por lo cual, el nivel de dramatismo del argumento es limitado, y las maravillas visuales (el elaborado mecanismo del teatro, la corte del Sultán con sus gordas fellinianas en cada esquina, el fantasmagórico vientre de la ballena, que según algunos de sus habitantes es el cielo y según otros el infierno, o ese abigarrado campo de batalla que recorremos en un espectacular travelling de retroceso idéntico al que partía del sillón de tortura de Sam al final de “Brazil”) carecen de la resonancia emocional y la coherencia temática que sí tenían en las películas anteriores.

La película se convierte en un enorme juguete, en un canto al hedonismo de la imaginación pura, que guarda más de un punto de contacto con ese concepto del blockbuster spielbergiano que Gilliam rechaza de boquilla sólo por no compartir sus referencias visuales. Ese entusiasmo por el sentido de la maravilla infantil tiene su contrapartida en un rechazo explícito de varios aspectos adultos de la vida, en particular el sexo. Aunque la cabeza separada del rey de la Luna sea vista como ridícula debido a su inmersión en filosofías inútiles, la mirada de la niña, que es la de la película, no puede evitar cierto asco ante las andanzas eróticas de su cuerpo, como tampoco se oculta una visión desaprobadora hacia las costumbres amorosas de Vulcano y Venus (Uma Thurman, que, siguiendo la tradición de las rubias blanquitas, sale desnuda), basadas en los celos y el sadomasoquismo.

Como en “El mago de Oz”, el mundo de las aventuras fantásticas transfigura a los habitantes del mundo real convirtiéndolos en seres fabulosos (tanto los cuatro servidores del barón como Venus, por ejemplo, están desde el principio en el teatro), llevando, como en “Los héroes del tiempo” a la insinuación de que es la pequeña Sally la que ha desarrollado y dado forma en su mente a los relatos del viejo embustero, siendo en realidad ella la responsable del milagro que finalmente hace desaparecer al ejército invasor. La moraleja es clara: si Horatio Jackson hubiese conseguido que no se abriesen las puertas, probablemente habría continuado el asedio y los habitantes de la ciudad habrían muerto.

Este llamamiento a la insumisión mental supone la diferencia más clara con el modelo Spielberg, terminando la “trilogía” en una nota más optimista que nunca, en un claro intento de dar a la película un carácter comercial, parte de las múltiples concesiones que Gilliam se vio obligado a hacer ante la debacle. Uno se pregunta si en realidad el auténtico final era la muerte del barón, cuyo entierro se rueda con tanto énfasis. Hacer morir a Munchausen habría aportado una capa de oscuridad: cuando la fantasía deja de ser necesaria, se la asesina y entierra. Eso no se puede hacer en una gran producción, pero la lección estaba aprendida: las películas siguientes de Gilliam tratarán la dicotomía realidad-ficción de un modo menos maniqueo, tratando la fertilidad mental como un posible enemigo de la persona, como lo fue en “Munchausen” cuando poner sobre el papel tanto espectáculo circense terminó minando la tranquilidad, la salud y las perspectivas laborales del temerario creador que quiso llevarlo a la pantalla.

domingo, 9 de agosto de 2009

John Hughes (1950-2009)


Hay determinadas películas que te sirvieron de mucho cuando eras jovencito pero a las que no quieres volver de adulto. Me pasó no hace mucho con “The Warriors”, resultándome imposible identificarme, como antaño, con aquella caterva de jovencitos macarras (aunque el remake por Tony Scott no me lo pierdo), y seguramente me pasara con cualquier película de adolescentes de John Hughes.

Sin embargo, he sentido bastante enterarme hoy de la muerte de Hughes, un cineasta a quien nadie acusará de artista pero que, durante mi primera juventud, me consoló de mi inexistente adolescencia con sus películas de amistad y rebeldía en el instituto, “El club de los cinco” a la cabeza, e hizo de Molly Ringwald una de esas musas alejadas de la típica tía buena a lo Megan Fox y que permanecen en tu memoria cuando ya no sabes distinguir entre sí a ninguna de las últimas sex symbol.

Aquel cine comercial de los 80, que los talluditos recordamos con tanta nostalgia como los cuarentones del 2020 recordarán los “G.I. Joe” y “Sex drive” de ahora. Siempre me ha gustado provocar a los colegas que van de cinéfilos rigurosos reivindicándoles a John Candy en “Solos con nuestro tío” o defendiendo la sincera visión de la convivencia conyugal en “La loca aventura del matrimonio”, con Kevin Bacon y Elizabeth McGovern.

Luego a Hughes le perdí la pista al explotar con tanta fruición el filón del cine infantil que descubrió tras el bombazo de “Solo en casa”. Siempre soñé con que Hughes hiciera cosas más ambiciosillas con ese talento y esa astucia, pero en fin, supongo que lo suyo era método científico aplicado a la taquilla, y que siempre te sentirás defraudado si ves sus películas con la cabeza fría y te olvidas de las mil asociaciones entrañables que puedan tener para ti algunas de ellas.

Pero eso no quiere decir que haya que despreciar del todo a John Hughes, siquiera por ser una de esas figuras que hacen realidad la naturaleza del cine como máquina del tiempo. Si uno quiere volver a los 80, no tiene más que poner en su reproductor doméstico “La chica de rosa”, “Una maravilla con clase” o cualquiera de las mil y un películas que Hughes produjo, dirigió o escribió. Sonarán Simple Minds y Psychedelic Furs, verás a Anthony Michael Hall cuando era joven y aún no le habían entrado poderes paranormales, disfrutarás viendo a Jeffrey Jones haciendo de director Skinner cuando aún no existía el director Skinner, y te darás cuenta de que hubo un momento en que las comedias adolescentes no eran tan zafias como las de ahora, y tenían un cierto estilo visual modernito que algún día se analizará en las revistas de cine más sesudas.

Y también verás a Molly Ringwald... Lo dije ya, ¿verdad?

sábado, 8 de agosto de 2009

Brasil


Llegamos ya a la película sobre la que descansa gran parte de la reputación de Terry Gilliam, aquella por la que se le recordará en los libros de historia del cine (al menos en el mundo anglosajón, porque aquí, en España, veredictos con el pulgar hacia abajo como el que se lee en la “Guía del vídeo-cine” de Carlos Aguilar siguen siendo el pan nuestro de cada día; hay algo en Gilliam que levanta sarpullidos en cierto tipo de crítico hispano de la vieja guardia. Habría que investigar las razones).

Esa fama, ese lugar de preeminencia, causan que a algunos les entren ganas de derribar el mito a golpes de esa palabra-comodín que no significa nada pero a la que se quiere hacer significar todo: “sobrevalorada”. Simples ganas de llevar la contraria, lo cual no tiene por qué estar mal en sí mismo, aunque me parezca que “Brazil” dista de ser esa obra canónica y sagrada que estos jóvenes rebeldes parecen creer. De hecho, ser fan de Terry, hasta que llegó toda la generación “fotogramera” era un poco como ser torero en Finlandia o músico klezmer en Afganistán. Ir en contra de la contención expresiva y de la pobreza visual gana pocas simpatías en un ambiente de cinestas frustrados sin imaginación ni medios técnicos.

Pero volviendo a “Brazil”, siempre he creído que una de las causas principales de que se la estime por encima del resto de películas de su director es por lo legendario de las circunstancias que rodearon su estreno: la lucha de un cineasta contra un estudio major de Hollywood por estrenar su obra tal como fue concebida, llena de batallas desesperadas, estrategias sorprendentes y por último un final feliz. Prestigio y simpatías que, como los suscitados a raíz de las catástrofes que obligaron a cancelar, 15 años después, el rodaje de “El hombre que mató a don Quijote”, tendrían consecuencias indeseables: aquí se empezó a crear la fama de “conflictivo” gracias a la cual Gilliam ha hecho 10 largometrajes en 32 años mientras otros cineastas más dóciles tienen más del doble en menos años de carrera. En muchos aspectos, Gilliam perdió la batalla de “Brazil”.

Si hay un aspecto que destaca por encima de todos los demás en esta versión a lo tebeo de Kafka con gotas de Walter Mitty es el maravilloso diseño de producción. “Brazil”, pionera en la construcción de futuros imaginarios de estética “retro”, dedica muchísima energía al establecimiento de un mundo basado en los años 40 o 50, un régimen totalitario dominado por la burocracia, de una arquitectura monumental al mejor estilo nazi, lleno a rebosar de una tecnología arcaica pero verosímil cuyo funcionamiento es presa de constantes fallos, sumergido en un glamour consumista bajo la constante amenaza del terrorismo y mantenido por un dantesco submundo industrial que sólo deja a su paso desolación y degradación del medio ambiente. Son los mil y un detalles presentes en cada plano los que articulan el mensaje; el diseño, en contra de lo que pretenden algunos, no tiene nada de “decorativo”. El retórico estilo visual, lleno de grandes angulares, picados y contrapicados, travellings espectaculares y otros despliegues de cámara y montaje, es el vehículo ideal para presentar un mundo tan recargado, de la misma manera que el estilo exagerado y lleno de adjetivos de los escritores de fantasía pulp era, aunque a los especialistas literarios les rechinen los dientes, más adecuado para transmitir extrañeza que una redacción transparente y sencilla, con frases cortas, poca subordinación y menos adjetivos que Miguel Delibes.

A mí tal vez, pasados los años, lo que menos me satisfaga de “Brazil” sea la historia principal, ese amor ideal que el protagonista quiere hacer realidad. Las escenas oníricas, cuyo encanto viene en gran parte del uso de maquetas, establecen un romanticismo de cuento de hadas que va a venir a chocar con la sórdida realidad. No obstante, Gilliam parece disfrutar mil veces más creando y poniendo en escena esa sórdida realidad que en hacer creíble la historia entre Sam y Jill, lo cual crea en el fondo de la película una insinceridad esencial que la puede hacer, según el espectador, rechazable o inquietante.

En todo caso, el desarrollo es ácido y vertiginoso, denso en ideas y en información visual, desmesurado hasta en su metraje (de casi 2 horas 20) y lleno de detalles curiosos. Fiel a su gusto por invertir tópicos, el héroe, Sam (el atípico momento de gloria de un Jonathan Pryce cuya carrera ha seguido derroteros muy distintos; sin ir más lejos, en EEUU se le recuerda sobre todo por anunciar una marca de coches), es un oficinista soñador y pacífico, mientras que su interés amoroso, Jill, a pesar de aparecer en sueños, es una aguerrida camionera, intercambiando los roles sexuales comunes en el cine.

Como en “Los héroes del tiempo”, una gran estrella de Hollywood, en este caso Robert de Niro, incorpora a un personaje pequeño pero importante: ese fontanero independiente que da ánimos a Sam para perseguir su sueño y en apariencia recicla aquel sketch de Python donde, en un mundo de supermanes, el héroe admirado por todos sería el Reparador de Bicicletas. Parece ser que de Niro, tras leer el guión, se interesó por el papel de Jack Lint, el amigo de Sam que asciende en el ministerio a fuerza de asumir un rol de torturador, pero Gilliam mantuvo en ese personaje a su amigo Michael Palin e hizo bien: ver en esa figura dramática y grotescamente oscura al entrañable cómico de Python es un tremendo bofetón a las expectativas del espectador, y por eso es uno de los personajes más recordados de la película.

Otros personajes parecen reflejar cierta dimensión autobiográfica. El jefe de Sam, ese pequeño tirano incapaz que Ian Holm interpreta con neurótica comicidad, se llama Kurtzmann, en clara alusión a Harvey Kurtzman, editor de la revista Mad a cuyas órdenes trabajó Gilliam durante un tiempo. Así mismo, el doctor enano que pretende rejuvenecer a sus veteranas pacientes a base de ácido no es otro que el doctor Chapman; los admiradores de Python sabrán bien que Graham Chapman terminó la carrera de medicina. En cambio, no sé decir si el personaje de la madre de Sam, controladora, coqueta e intrigante, amén de amante del paralítico e influyente señor Helpmann (¿quizá el verdadero padre del protagonista?), tendrá o no concomitancias con la historia familiar de Gilliam: mujer egoísta y castradora que sin duda alguna ha mantenido a su hijo Sam en una infancia mental hasta su edad adulta (de ahí el edulcorado mundo en el que empieza su sucesión de sueños), obsesionada por el físico y por la posibilidad de volver a una promiscua vida sexual de jovencita, el personaje de Ida refleja una misoginia freudiana que sube un escalón en la definición psicológica del cine de su director (será cosa del guionista, Tom Stoppard). Esto, sin embargo, no halla reciprocidad en el retrato de Jill, cuyas motivaciones para corresponder a Sam no están nada claras (como no sea que su testosterona de camionera le obligase a buscar como compañero a un ser más débil) y que en el fondo, bajo sus botas enormes y su uniforme de labor esconde a un sencillo objeto de deseo (como en ese plano, ausente de muchísimas copias, en el que Jill, la mañana de Navidad, se ofrece a Sam como regalo, desnuda y atada con un lazo, sentada de espaldas (encantadora presentación del concepto de mujer objeto que incide en el erotismo de las rubias blanquitas tan caro a Gilliam y que me hace preguntarme por enésima vez qué sería de Kim Greist).

Un elemento que “Brazil” intensifica con respecto a “Los héroes del tiempo” es la confusión. Si en esta última película era el final el que habría diferentes líneas de interpretación de lo que vino antes, “Brazil”, a base de recrearse continuamente en un universo que es de por sí surrealista, inaugura la tradición en la obra de su autor, de sabotear la certeza de lo que estamos viendo, sobre todo en ese juego de cajas chinas establecido en el último tramo, con un final dentro de otro y de otro y una cierta indefinición sobre cuándo empieza el sueño y la realidad termina, aunque en el fondo Gilliam no engañe a nadie. Todo el episodio de la fuga final, tan espectacular y conforme a los cánones del cine a lo Spielberg, se ve sembrado progresivamente de incidentes surreales, increíbles: de Niro desapareciendo bajo una avalancha de papeles, Sam escapando de la policía a través del ataúd de la señora Terrain. Cualquier espectador espabilado ha de darse cuenta de que todo es un sueño, una fantasía, pero, si no se dan cuenta, peor para ellos, porque entonces la conclusión será un mazazo. Lo extraño del cierre de la historia, para mí, viene de que no me dueda claro si castiga el escapismo o lo celebra: castigando al público que va al cine para que le mientan y le digan que se puede derrotar al sistema, o celebrando la capacidad para huir mentalmente de un universo hostil y ser feliz en tu pequeño rincón de la cabeza. Precisamente lo que los ejecutivos de la Universal querían cambiar, y precisamente lo más memorable de la película.

Pero, en fin, Gilliam se salió con la suya, al menos aquella vez (en extraña sintonía con el argumento de la película, en el que un soñador lucha por cumplir sus fantasías), y la experiencia le movió en el futuro a intervenir en favor de otros cineastas jóvenes con dificultades a la hora de desarrollar sus proyectos. El caso más conocido es el de un tal Quentin Tarantino, defendiendo en el instituto Sundance un guión suyo titulado “Reservoir dogs” en un momento en que la realización del proyecto estaba en el aire. Lo cual le honra y también refleja su acostumbramiento a vivir en lo precario: Gilliam debe de ser uno de los cineastas con más proyectos sin realizar. Da igual que algunos de sus títulos, como “El rey pescador” o “Doce monos” hayan terminado siendo populares pese a la controversia inicial: a la hora de poner en pie una nueva película, vuelve inmediatamente a ser un indie con la dudosa credencial de haber humillado a un gran estudio con la que dicen que es su mejor película. Es el legado venenoso de una obra que, pese a algunos guays, se mantiene fresca como una rosa, sigue impactando y revelando facetas nuevas en cada visionado y se mantiene como referencia para un concepto adulto y no realista del cine de CF que no llega a las carteleras con toda la frecuencia que querríamos.