El secreto de la fórmula blockbuster, de toda la vida, fue conciliar las tramas desprejuiciadas y rápidas de la serie B con los valores de producción de la serie A. Hay una ley no escrita según la cual la exhibición del gran presupuesto con el que contó una película, necesaria para tener contentos a los inversores, es inversamente proporcional a la agilidad de su narración, mientras que obras de presupuesto misérrimo tratarán de hacerlo olvidar mediante implacables estrategias de captación del interés. Asimismo, toda la carga de “mitología” inherente a una saga taquillera desde Lucas (Bond nunca se preocupó en demasía de ser “coherente” entre entregas) también pesa bastante a la hora de plantearse una tercera o cuarta entrega.
Todo lo cual viene a cuento de que el tercer “Piratas del
Caribe” peca bastante de moroso hasta más o menos los tres cuartos de hora
finales, los únicos mínimamente similares a una película de acción vertiginosa.
El resto del metraje, para bien y para mal, se beneficia del hecho de tener ya
la entrada vendida. Resulta chocante que una película Disney se inicie con el
ahorcamiento de un niño, y más chocante aún resulta que luego esto no se
explique por activa y por pasiva ni resulte relevante para la trama. También
llama la atención algo mucho más explicable, a saber, la presencia de Chow
Yun-Fat como pirata oriental como cebo para los espectadores asiáticos que lo
encuentren con mucho mayor gancho taquillero que Johnny Depp. A fin de cuentas,
mucha de la poética rococó de la saga parece el resultado de transplantar a las
pantallas occidentales el gusto por la complicación bizantina que rige el cine
popular de Oriente: si uno parpadea dos segundos durante una escena de lucha de
“Piratas del Mar de China”, de Jackie Chan, es posible que se pierda dos o tres
chistes, y si se va al cuarto de baño durante cualquier thriller hongkonés,
puede ser que ya le sea imposible llevar la cuenta de quiénes están
traicionando a quiénes y por qué.
De todas maneras, el tercer capítulo falla en cierto modo
por no añadir apenas nada al segundo, salvo un conato de mitología atractivo
pero algo descabellado (¿los piratas como una especie de sociedad secreta
detentando poderes mágicos y aprisionando con hechizos a la diosa del mar?) y
la repetición de varios de los aciertos anteriores (confieso mi debilidad por
el personaje de Tia Dalma, la hechicera antillana, interpretado por Naomie
Harris con una caracterización y acento fascinantes; no sé quién será capaz de
confundirla con Zoe Saldaña, que pasó sin pena ni gloria por la primera
entrega mientras que los demás secundarios que la acompañaban, incluidos el
perro con las llaves y el loro, hacen pleno en las tres). La idea de dar
plasmación a la locura del capitán Sparrow mediante una pléyade de dobles con
quienes mantiene un diálogo imaginario es la típica idea estrambótica al estilo
Jeunet que puede fascinar e irritar a una proporción igual del público.
Me produce cierta satisfacción el hecho de
que Will Turner termine arrostrando la maldición de Davy Jones, aunque los
ropajes de héroe byroniano le vengan un poco grandes a Orlando Bloom. La pena
es que los planes para la quinta entrega (provisionalmente, y mira que lo
encuentro raro, en manos de los realizadores de “Kon-Tiki”) cuenten con
recuperar a su personaje y, de manera previsible, cerrar el círculo con un
“happy end” sosainas, algo que la negativa de Keira Knightley a volver a pasar
privaciones físicas en un rodaje podría, y debería, ahorrarnos. Algo parece
evitar que las continuaciones de la trilogía de Verbinski lleguen a verdadero
buen puerto: “En costas extrañas”, pese a la inspiración acreditada de Tim
Powers (supongo que para compensar la inspiración no acreditada en las otras tres) hacía
muy evidentes las tensiones infernales y las múltiples bajas de personal
durante su desarrollo, aunque habrá más que uno en preferirla a la tercera
parte al ver sus carencias narrativas y su desparpajo más acordes con la
tradición aventurera que el majestuoso y consecuentemente pausado tercer
capítulo.