domingo, 12 de diciembre de 2021

523: Muestra Syfy Especial Halloween (2021)

 


De todos los eventos culturales que sigo, parece que la Muestra SyFy tiene una extraña resistencia a morir. Desde los tiempos oscuros de finales de los “noughties”, en los que fuentes internas al estilo “Garganta Profunda” hablan de ediciones que estuvieron a punto de no celebrarse, existe un arraigo profundo que ha sido favorecido ahora por los caprichos del calendario: hubo edición del 2020 porque se celebró justo antes del confinamiento, pero el suspense sobre si habría Muestra en 2021 duró casi hasta el final.

Yo estaba convencido de que la Muestra del 2021 tendría lugar sin que yo me enterara: los rumores según los cuales esto sucedería a partir de septiembre eran contumaces, pero mis comprobaciones ocasionales en la red no arrojaban fruto, y mi falta de asiduidad en ellas me insinuaba que tal vez el evento se produciría fuera de mi radar. Por fortuna, las marquesinas del transporte en la plaza de Antón Martín me pusieron sobre aviso de que habría un “Especial Halloween” de la Muestra a apenas una semana de distancia.

Esto fue para mí una buena noticia, pero un poco a medias. El 31 de octubre iba a ser una de las jornadas más interesantes de la programación del cine Doré, incluyendo rarezas como el “Pulgarcito” de Marina de Van, con Denis Lavant en el rol del ogro, la infrecuente “tv movie” de Alex de la Iglesia, “La habitación del niño” (curiosamente programada en la III Muestra SyFy, allá por 2006, cuando yo aún no era un habitual del evento) y la primera versión de “La Llorona”, realizada en 1932 por Ramón Peón. Todas ellas películas que podrían no verse nunca más en pantalla grande, mientras que, de los títulos de la “Muestra Halloween”, al menos uno iba a ser estrenado en salas por todo lo alto unas pocas semanas después, otro quizá se vea en cines también, y los otros dos serán clásicos del subgénero “películas que nos hartamos de ver disponibles cuando miramos qué ver en las plataformas, pero que en ese preciso instante nunca nos apetece ver y que cuando nos apetezca ya no estarán”. Al final, claro está, la lealtad se impone al sentido común y eliges la peor opción porque se inscribe en un acontecimiento al que no puedes faltar.

Aunque no muchos pensaron lo mismo, pues luego en el Palacio de la Prensa no se vio a muchos de los habituales, no sabemos si por miedo al virus (como Selecta Visión en el Japan Weekend madrileño de septiembre 2021, desplante que tuvo cero eco mediático incluso en el mundillo del manga y el anime) o porque la propuesta no era lo suficientemente atractiva para los afortunados que sí pueden estar en todos los festivales y tenían demasiado recientes sus visionados allí.

Sea como fuere, sí hubo como mínimo una circunstancia que hizo que esta versión reducida de la Muestra mereciera la pena y que supuso uno de los muy contados beneficios que nos ha aportado hasta la fecha la pandemia de Covid-19. Y además se trató de algo que llevábamos pidiendo algunos desde hace muchos años pero chocaba con un impenetrable muro de silencio: el hecho de que las entradas fuesen numeradas.

Supongo que hay quienes disfrutan con la presión y el estrés, pero lo cierto es que tener que salir catapultado de tu butaca al final de cada sesión para salir corriendo hacia el exterior del cine, donde, en violación flagrante de las leyes de la física, ya había una cola suficiente para llenar una sala a pesar de que los ocupantes de la sala llena estaban aún dentro y de que prácticamente todos ellos iban a repetir en la sesión siguiente; tener que buscar desesperadamente rostros conocidos para arañar metros que te acercaran un poquito a la posibilidad de volver a sentarte en tu asiento preferido, y engolfarte en un comportamiento tramposo y mafioso en el que las camarillas de colegas (que luego no se van a ver en todo el resto del año, pero son muy eficaces en esos fines de semana concretos) pisotean toda la integridad ética del hecho de guardar cola, no son circunstancias que eches de menos en el momento en que ya no se producen. El mero espectáculo de ver al público quedarse hasta el final de las proyecciones y viendo todo el rollo de créditos es para dejar patidifuso (amén de que el tipo de películas que se proyectan en la Muestra es muy dado a escenas post-créditos, huevos de pascua y todas esas chorraditas, que nos hemos perdido durante 17 años por salir corriendo para colarnos como bellacos). Por mí, que mantengan este “protocolo Covid” para siempre (no como el interesado “protocolo Covid” de las Noches del Botánico, que directamente prohibía comprar entradas sueltas: supongo que el virus de la soledad debe de ser mil veces más contagioso que el “corona”)


Las películas en sí tuvieron sus momentos, y algún que otro hito.
“Beyond the infinite two minutes” es una de esas frikadas niponas cuyo ínfimo presupuesto es compensado con una premisa compleja y desarrollada hasta límites obsesivos y en la que la conquista del público se desarrolla en el doble frente de la comedia extrovertida y autoparódica y el sentido de la maravilla de seguir con sorpresa estupefacta y divertida las ramificaciones ultra-barrocas de una idea que en principio parecía sencilla. Lo cual quiere decir que la peli, que cae muy simpática, no tiene futuro fuera de un festival de estas características, como tampoco lo tenía, y me duele decirlo, “One cut of the dead”. Es bien sabido que una película de viajes y paradojas temporales nunca va a tener una buena crítica por parte de la crítica convencional, pues ya sabemos que decir “nunca he entendido las historias de viajes en el tiempo” en realidad se traduce por “si no lo he entendido yo, esto carece de valor” (me remito a la incomprensión universal de la prensa no friki, que entonces era toda la prensa, ante “Regreso al futuro 2”), pero, siendo abogados del diablo, no siempre se tiene la cabeza dispuesta para resolver ecuaciones en tiempo real, lo que supone un pequeño obstáculo para apreciar la gracia de la película, a saber, que las situaciones surrealistas producidas por colocar frente a frente dos monitores de imagen, uno de los cuales muestra la imagen de dentro de dos minutos, creando una galería de reflejos infinitos que van enseñando poco a poco, y progresivamente, el futuro, en el fondo siguen una lógica implacable (en los “making of” de los créditos vemos unos complejísimos diagramas, aunque este alarde de imaginación lógica olvida justificar por qué es posible subir y bajar de un piso a otro una pantalla televisiva que necesita alimentación eléctrica, o será que en Japón es habitual que los electrodomésticos vengan de serie con un cable de 10 metros y por tanto no es necesario hacer hincapié en ello). Unamos a esto unos “yakuza” paródicos como nos los enseñó a reconocer Takeshi Kitano, y unos policías del tiempo dispuestos a restablecer orden, y tenemos un título nacido para ser “cult movie”, si no fuera porque el estatus de “cult movie” es el público el que debe otorgarlo, no los cineastas, y una prueba de ello es lo poco que se recuerdan películas como “Hunger of the dead” o “Dead sushi”, que todavía jugaban la carta de la estupidez deliberada y no la de la inteligencia, como aquí. Son las distintas estrategias para paliar la escasez de infraestructura o de interés por parte de la gran industria. Otros, como Ryusuke Hamaguchi, desdeñan toda la tradición formalista del cine japonés y se creen Éric Rohmer, pero en más “woke”. Puestos así, dadme más paradojas temporales “low cost”. (Por cierto, los que soñamos con la exclusividad de ver determinadas películas por haber asistido físicamente al evento nos sentimos descorazonados al enterarnos de que “Más allá de los dos minutos infinitos” estuvo disponible en la plataforma Movistar a la semana siguiente, lo que confirma la teoría de los que dicen que los programadores no se herniaron a la hora de buscar títulos).

Después llegó “The medium”, dirigida por uno de los artífices de “Shutter” (y esperadme que me voy a buscarlo porque el nombre es “inrecordable”), Banjong Pisanthanakun, coproducción entre Tailandia y Corea del Sur que nos hace soñar con un panasiatismo que plantara cara al decadente imperio hollywoodense, aunque ya hemos disco por aquí que la barrera étnica para muchos sería infranqueable. Adoptando un formato semidocumental que nos trajo a la mente la despedida de las proyecciones de la Muestra en el Palafox con “El último exorcismo”, y trayendo a la mesa ingredientes de “Paranormal activity”, “The ring” y muchos otros títulos señeros de los últimos años, “The medium” aporta al subgénero “found footage” una sofisticación que no solía ser una de sus cualidades: aquí estamos lejos del modelo “15 minutos con el cámara corriendo sin que se vea nada bien mientras todos gritan”, incluyendo incluso temas dramáticos de fondo que reflexionan, de una forma un tanto heterodoxa para lo que tenemos acostumbrado en Occidente, sobre los determinados roles que la sociedad, o la biología, imponen a las mujeres. El horror no sabemos si está en un cuerpo fuera de control o en las consecuencias de querer imponer a un cuerpo una narrativa que no es la suya, o incluso, en una tangente que nuestro progresismo va descuidando a favor de la transversalidad, en la explotación laboral de otros cuerpos. Todo lo cual desemboca en un poderoso clímax de metraje multicámara que, como también pasaba en “El último exorcismo”, nos hace preguntarnos por qué los creadores de un documental deciden al final de su obra montarlo como si fuese una película de terror. La anécdota de que en algunos cines surcoreanos se proyectaba la película con las luces encendidas para atenuar sus efectos escalofriantes supongo que será una exageración con fines promocionales: lo más parecido que viví a eso fue una enorme sala de un complejo tipo Kinépolis en la que un espectador dejó la puerta abierta para poder salir y entrar con comodidad hablando en el móvil, y el fuerte rayo de luz que entraba me fastidió el pase de “Django desencadenado”, en lo que es uno de mis peores recuerdos como espectador de cine.



A continuación llegó lo que está comenzando a ser una tradición en la Muestra, y creo que debería mantenerse: la inclusión de una película protagonizada por Nicolas Cage. Los extraños derroteros que ha tomado la carrera de quien podría perfectamente ser haber sido una institución del cine “mainstream” pero prefirió ser el rey de la serie B contemporánea, lo llevan a protagonizar cada año seis o siete películas de las cuales fácilmente dos o tres, o más, pueden encajar en el perfil de nuestra Muestra. El año pasado lo tuvimos en “The color out of space”, prometedor inicio de una lunática trilogía Lovecraft de Richard Stanley que se fue al garete debido a la demanda por maltrato contra el realizador, y este año está en “Prisoners of the ghostland”, relato post-apocalíptico de otro excéntrico, Sion Sono, de quien ya vimos en una edición anterior la peculiar “Tokyo tribe”. Dolera (a quien, me voy dando cuenta con desazón, critico tanto porque tiene ese “no sé qué” pijo que me da morbo) alude en su presentación a problemas de salud de Sono durante el rodaje que hicieron descartar las localizaciones en Estados Unidos, y no sé si estos problemas han desembocado en que se trate de la película de su director que menos convincente he visto, por debajo del demencial musical “hip hop” ya mencionado y desde luego de su epopeya mística de tres horas sobre fotógrafos clandestinos de braguitas, “Love exposure”, o su entrañable relato de jóvenes cineastas cutres que desemboca en un sangriento tiroteo entre “yakuzas”, “Why don’t you play in hell”. La cosa dolería menos si no hubiera una buena cantidad de buenas ideas desperdigadas por esa especie de requisitoria simbólica contra Trump simbolizado en una especie de “cowboy” dictatorial: ese reloj gigantesco cuyas agujas no deben correr, aguantadas con cuerdas de las que tira un ejército de esclavos; esos prisioneros convertidos en maniquíes humanos ataviados con máscaras; esos fantasmas que se aparecen a los que quieren abandonar el territorio maldito, impidiéndoles el paso. Con esos mimbres y con Cage como una especie de Serpiente Plissken al que se le impone una misión de rescate imposible que llegará a amenazarle con la voladura de sus testículos si se le ocurre querer violar a Sofia Boutella, uno se pregunta qué pudo salir tan mal para que, como es habitual en el cine protagonizado por Cage, su interpretación totalmente “over the top”, que siguiendo las reglas normales del cine debería haber sido lo peor de la película, termine siendo lo mejor, por encima de una avalancha visual, creada sin demasiada escasez de medios para lo que pretende ser, que termina viéndose con parecida indiferencia a la de la enésima peli de Marvel. O será que uno buscaba entretenimiento de serie B y en realidad no era esto lo que deseaba darnos Sono, sino cine de autor camuflado. Esta la tendré que revisar en plataformas, tengo curiosidad por ver cómo aguanta un revisionado, porque es posible que en un revisionado no pueda empeorar. En todo caso, los que decían en la cola que esta era la peor película que nunca habían visto evidenciaron lo habitual en quienes pronuncian este tipo de frases: el poco cine que han visto.



El evento se clausuró (al menos para mí, pues lamenté que la peli “golfa” se reemplazara por el piloto de una serie del canal SyFy, y preferí embarcarme en la interminable búsqueda de un taxi bajo fuertes lluvias) con la peli estrella del evento, “Última noche en el Soho” de Edgar Wright. La carrera de este director está en una interesante encrucijada: hasta hace poco, mientras era un talentoso y virtuoso realizador de comedias frikis que solo veían los cuatro gatos de siempre, era una figura a la que solo se admiraba. Ahora que se está abriendo a otros géneros y comienza a crear películas de estilo llamativo y brillante que seducen a espectadores variados que buscan entretenimiento, es como si se hubiera puesto el Anillo Único y se volviera hacia él el ojo de Sauron. La historia de “Última noche”, con su joven diseñadora de moda que queda deslumbrada por el “glamour” del Londres de otros años y se va viendo arrastrada por una trama más oscura con ribetes terroríficos, está orquestada y planificada con tanto brillo y lucimiento que uno casi ve aumentar el contador de “haters” de su director, como si en un tiempo de cine comercial adocenado y tópico lo único todavía peor que ser adocenado y tópico fuese hacer un despliegue arrogante de creatividad y de barroquismo visual y narrativo, en definitiva un caramelo fílmico destinado a espíritus simples y no un minimalismo para sensibilidades profundas. A mí sinceramente es un cine que me hace disfrutar y me gusta dejarme arrastrar por él. Aunque no comparto esta tendencia reciente a considerar “giallo” toda película que tiene un asesinato rebuscado con arma blanca (concretamente en “Maligno” de James Wan jamás hubiese hecho esta conexión de no existir Internet, y mi colección doméstica de “giallo” se acerca a los 100 títulos), sí que me viene bien esta comparación en el caso de Wright, pues esa intriga “tramposilla” que tanto molesta a algunos espectadores “hipsters” haría imposible que apreciaran el más mínimo “thriller” italiano, donde la trampa argumental es casi el estilo por defecto. En todo caso, es una delicia todo el homenaje a los 60, con el concurso de los supervivientes Diana Rigg y Terence Stamp, y el peculiar protagonismo conjunto de Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy, que nunca llegan a interactuar y construyen un pequeño tratado sobre la evolución del papel de la mujer interesante precisamente por no estar exento de sus aspectos polémicos (es bastante significativo que las figuras masculinas negativas sean todas blancos de edad madura o superior, mientras que la positiva sea un negro joven, y que se plantee con seriedad la idea de que los consumidores de un determinado servicio merecen la muerte). Si el cine “basura” de hoy, como parecen proclamar algunos listos, son gente como Nolan, Villeneuve o Wright, solo puedo concluir que el cine basura ha subido drásticamente el nivel de calidad frente a décadas pasadas, y que no me avergüenza disfrutar de esta “basura” tanto como de la de D’Amato, Jess Franco, el Cannon Group y demás estajanovistas del bajo presupuesto, que no se le parece ni en el blanco de los ojos pero relativiza  el concepto de un modo sugestivo. Aunque todos sabemos que, si Nolan, Villeneuve y Wright fuesen unos mindundis, de repente los “happy few” los considerarían unos genios. Incluso si solo son cineastas con mucho talento y no exentos de sus tropezones.