Parecerá mentira, pero podía llevar unos treinta años
sin pisar la Feria del Libro de Madrid. Habiendo renegado pronto de la faceta más
comercial del mundo literario, y concentrado mis intereses en ediciones
foráneas que no iban a estar representadas allí, me prometía a mí mismo cada
año que tal vez volvería al Paseo de Coches para intentar recuperar viejas
sensaciones y sentirme atrapado otra vez por la vieja magia.
Uno de los ritos de esa vieja magia, pese a haberse
producido una sola vez, me ha acompañado desde entonces. Es lo que un servidor
llama “el Descubrimiento”, que en mi caso se produjo cuando, en la caseta de un
editor sudamericano, me hice con un libro de papel muy barato, no muy bien
impreso, titulado “Anaconda y otros relatos” escrito por un señor uruguayo,
desconocido para mí entonces, llamado Horacio Quiroga. El resto es historia,
como se suele decir.
Por tanto, mi retorno en 2017 tenía entre sus objetivos
un segundo Descubrimiento, como en 2018 tendrá un tercero. La oportunidad se
presentó en la caseta de la editora argentina Adriana Hidalgo, donde me llamó
la atención un voluminoso libro que contenía la totalidad de la obra breve de
un tal Antonio di Benedetto. Los libros de “Cuentos completos” siempre han sido
una de mis debilidades, pues contienen la sección transversal completa del
universo de un autor en todas sus etapas y se prestan a una utilización más
versátil por parte del lector que cualquier novela a la vieja usanza.
Claro está que los responsables de la caseta quisieron
persuadirme de que la gran obra de Di Benedetto, hoy por hoy reivindicado,
entre otras razones, por aparecer como personaje en algún libro de Roberto
Bolaño, quien lo consideraba uno de sus maestros, era “Zama”, una novela de la
que nunca había oído hablar y que, por lo que parece, está ya firmemente
instalada en el cánon de las letras hispánicas.
He de confesar que desconfié en un inicio de estas
reivindicaciones. Di Benedetto era presentado como “el maestro de la elipsis”,
y, como ejemplo de economía de medios expresivos y poseedor del secreto de la
palabra justa, se le oponía a la verborrea exuberante y selvática de muchos
autores del “boom” latinoamericano, que triunfaban internacionalmente mientras
él era una figura marginal que viviría años de exilio en más de un sentido.
Uniendo esto a lo que conocía del argumento, a saber, un funcionario del
imperio español que espera año tras año en Asunción un ascenso del rey que
nunca viene, un servidor se imaginaba un libro de brillante lenguaje y muy
tenue trama, un ejemplo de ese minimalismo que termina por robar su sabor a la
mayoría de las artes a fuerza de imponer un intelectualismo bajo en calorías
que no obliga al lector, oyente u espectador a proezas de resistencia, memoria
o procesamiento.
Únanse a esto mis primeras impresiones interneteras, en
las que “Zama” se tornaba en una suerte de prueba de Rorschach que hacía
aflorar en cada reseñador una obsesión literaria diferente: para unos, Di
Benedetto era el Sartre o Camus del Cono Sur, solo que en mejor; para otros, se
trataba del auténtico discípulo de Franz Kafka; unos dicen que se adelanta a
“El coronel no tiene quien le escriba” de García Márquez, mientras que otros se
asombran de que la novela no haya sido traducida al inglés hasta 2016 puesto
que la encuentran demasiado similar al muy posterior Cormac McCarthy; y la
reseña del Nobel Coetzee no la quise ni leer por no sentirme influenciado.
Pero a pesar de todo esto, la experiencia ha sido
extraña y enriquecedora. Lo que sobre el
papel podría ser una novela histórica (la acción transcurre a finales del siglo
XVIII) deja en el lector, quizá por el estilo que no intenta ser arcaizante
pero sabe ser percibido con una nitidez cortante a través de las brumas del
tiempo, una sensación contemporánea, una incómoda combinación de cercanía y
distancia que nunca resulta cómoda o complaciente.
La dedicatoria del autor “a las víctimas de la espera”
parece traer a primer término un tema similar al de la novela ya citada de
García Márquez o incluso al de “El desierto de los tártaros” de Buzzati, pero
lo cierto es que la densidad temática de “Zama” es considerable para su mediana
extensión. Es cierto que hay una dosis de absurdo existencial, una situación de
partida nunca explicada que hace del protagonista un juguete de instituciones ciegas:
nunca llegamos a saber por qué Zama vive alejado de su esposa Marta, ni por qué
el favor real es una condición imprescindible de su reunión. Las capas de
ambigüedad del libro permitirían interpretar su desarraigo como voluntario, y
su encierro en sucesivas capas de aislamiento como producto de una serie de
decisiones. Los seguidores del existencialismo se ven reflejados en estas
páginas, mientras que hay quienes ven en el título checo de “El castillo” de
Kafka (“Zámek”) una filiación de cegadora claridad (ya sabemos que Kafka
escribía en alemán, pero nunca dejes que la realidad te estropee una buena
teoría).
No convendría, no obstante, descuidar los componentes de
intriga y misterio, muy raramente resueltos, que palpitan bajo una superficie
lacónica, y que podrían entenderse, como hacen los prologadores del compendio
de relatos cortos del autor, como un uso de la poética del fantástico como
medio y no como fin. Ya al inicio de la novela nos encontramos con la
declaración de un prisionero que ha asesinado a su esposa creyendo, durante el
sueño o la noche, haberse amputado un ala de murciélago que había brotado de su
cuerpo. A menudo, las aspiraciones de Zama topan con hechos inexplicables que
impiden su realización: ese misterioso niño, rubio y andrajoso, que penetra en
su habitación para contar las monedas de su caja de caudales, esa mujer que
parece desdoblarse en dos, una madura y otra joven, cuando su anfitrión jura y
perjura que solo existe una, su esposa; cuando Zama busca el amor de una mujer
casada, parece perderse en un juego de espejos colocados uno enfrente del otro,
sus motivaciones convertidas en laberinto.
Los que tienen un concepto pragmático de la narración en
el que un protagonista siempre ha de moverse en pos de su meta pueden sentirse exasperados
por Zama, que mira con extraña indiferencia cómo el hijo que ha tenido, por así
decirlo, por aburrimiento se revuelca en la suciedad de una granja, que se
alegra cada vez que las circunstancias le eximen de un comportamiento de héroe
de novela y que a menudo parece impulsado solo por sus instintos eróticos, que
parecen parte del mismo mundo natural, exuberante, onírico y amenazador,
plasmado en una imagen recurrente del libro: la de un personaje que duerme
mientras alimañas venenosas, como tarántulas o serpientes, se pasean por su
cuerpo, como en una versión tropical del célebre lienzo de Fuseli. Un número
considerable de personajes cae víctima de fiebres o enfermedades, cuando
nosotros, testigos privilegiados en estilo indirecto libre, sabemos que Zama es
el más febril de todos, dentro de un universo quizá hecho malsano por su
presencia.
Si todo lo anterior ya era meritorio, el tramo final del
libro, en el que Zama se interna en la selva junto con una compañía de soldados
en busca de un proscrito, para conquistar por la acción armada lo que no pudo
lograr mediante la intriga, eleva el conjunto a un nuevo nivel, casi visionario
y digno del cine de un Werner Herzog cuyos “Aguirre” o “Fitzcarraldo” estaban
todavía 20 o 30 años en el futuro. El juego de dobles y apariencias perseguirá
al protagonista en esta misión, en la que Zama desempeñará un doble papel de
perseguidor y encubridor, y que terminará en una nota de caos existencial y
pérdida de referencias no muy lejana a la de “El corazón de las tinieblas”
(para su adaptación no oficial, “Apocalypse now”, faltaban también unos
poquitos años). Una vez borrados los lindes ilusorios de la civilización, todos
nos volvemos ciegos en la selva, aunque, en un muy extraño y casi aterrador
final feliz, Zama se reencontrará consigo mismo y terminará, quizá demasiado
tarde, obteniendo muchas respuestas que antes le estaban vedadas.