domingo, 24 de febrero de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 0


Me cuesta un poco entender a estos mitómanos del rock que establecen una identidad entre la música, la imagen y la personalidad de la persona, de tal manera que la mera foto de por ejemplo Keith Richards ejemplificaría la rebeldía golfa y viciosa de la música popular. Eso es lo bueno de ir a la contra y reivindicar estilos caídos en desgracia como el rock sinfónico. Por mucho que se aprecie la larga trayectoria de un grupo que ha conjugado el lirismo bucólico más vergonzante con una explotación de intervalos “feos” como el tritono que deja en zapatillas la buena época de Black Sabbath, que ha sido de los pocos en no caer en el abismo comercialoide de los 80 a base de un pop “intelectual” que tampoco rehuía los guiños discotequeros, y del que tras casi 40 años aún podemos esperar nuevos discos en estudio y conciertos, a pesar de todo eso, ¿hay alguien a quien le caiga bien Robert Fripp?

Pero el caso es que Fripp, con su fama de manipulador, déspota y negociante astuto, ha conseguido lo que ningún otro músico de la época dorada del progresivo: no sólo mantenerse en el candelero, sino ser más respetado que otros compañeros de entonces. Los listillos de la música rock se hartan de reírse del amaneramiento de Jon Anderson, de la alfombra persa de Greg Lake o los espectáculos artúricos sobre hielo de Rick Wakeman, pero Fripp, a base de antipatía, se hace respetar. De antipatía y de saber arrimarse a quien conviene. Mientras otros se perdían en los excesos de una carrera moribunda o se atrincheraban en su propio universo cerrado al exterior, Fripp se labró una credibilidad modernita frecuentando a Brian Eno o prestando sus guitarreos abrasivos a llenapistas de David Bowie como “Beauty and the beast” o “Fashion”. Justo lo que debía hacer para no ser visto como un fósil: ¿cómo habrían podido los cachorros nuevaoleros tirar al mismo cubo de basura que Keith Emerson o Steve Howe al responsable de la mágica atmósfera que envuelve “Heroes”?

No obstante, siempre he pensado que, al margen de haber sabido adaptarse y seguir haciendo buena música, los King Crimson verdaderamente entrañables son los de la etapa original, la del 69 al 75, con sus arrebatos de ingenuidad pasada de moda, sus sobradas experimentales, sus letras altisonantes pero con un trasfondo guarrillo que pocos han sabido ver, sus pretensiones artísticas y literarias, sus un tanto sobrevaloradas influencias de la música clásica y el jazz. Recuerdo con agrado un momento de la presentación en la Fnac de un libro sobre el grupo escrito por José Manuel López, de Radio 3, cuando, después de que Diego A. Manrique, gurú oficial del pop y enemigo acérrimo del sinfonismo, lanzase una andanada de bilis contra Peter Sinfield y toda aquella época de la banda, el escritor Jesús Ferrero contraatacó con una encendida defensa de canciones tan hippies como “Formentera lady”. El autor de “Bélver Yin” quedó como un marqués sacando el pecho por el período de la obra crimsoniana más fácil de criticar hoy en día, pero también el más sincero y el más contradictorio. Un tema como “Formentera lady” consigue lo que para mí sólo es capaz de hacer el rock sinfónico de aquella época: evocar el paraíso perdido de la inocencia en mitad de un universo sórdido, frente a los puristas del rock que prefieren una música que exalte y celebre la sordidez, lo cual no es malo de por sí y quizá resulte más realista, pero ¿quién quiere realismo las 24 horas del día?

La gracia de Crimson siempre fue su carácter bipolar: hippies y placenteros un momento, oscuros, ruidosos y ceñudos al momento siguiente. Las baladas pastorales al estilo “I talk to the wind”, “Cadence and cascade” o “Lady of the dancing water” frente al blues anguloso y expresionista de “20th century schizoid man” o “Pictures of a city”, escupitajos de guitarra áspera como “The sailor’s tale” u ocasionales escapadas free casi al estilo Cecil Taylor. Un grupo tan mutante, con un estilo tan dúctil, con un desfile constante de nuevos miembros que dejaban su impronta en los clásicos esquemas de Fripp, lo tuvo más fácil para cambiar y evolucionar que bandas más cerradas y centradas en su estilo y formación, como Yes o Emerson Lake & Palmer. Bueno, Genesis también evolucionaron, pero de otra manera...

Aunque bueno, también es cierto que el mayor respeto que se tributa a Crimson lo convierte en un grupo un tanto sobrevalorado. Se los considera por ejemplo el primer grupo de rock sinfónico, el origen de todo el género. El sitio web del grupo, en un texto que si no fue redactado por el propio Fripp al menos lo parece, afirma algo así como que en 1973, mientras Crimson cambiaba de dirección con “Larks’ tongues in aspic”, todos los demás grupos imitaban el estilo del grupo original, aquel donde estaban MacDonald, los Giles y Lake. Vamos, en plan “el rock sinfónico soy yo”. Sin embargo, por un lado Crimson carecía de un rasgo definitorio, el teclista carismático, que se fraguó años antes, con el Keith Emerson de los Nice, y por otro, si por ejemplo es fácil rastrear la influencia crimsoniana en los Yes de “The Yes album”, “Fragile” o “Close to the edge”, en ELP por la persona interpuesta de Lake, o en grupos posteriores como Camel, resultaría difícil en cambio ver algo de Crimson en un grupo tan emblemático como Genesis, que editaba su “Trespass” al año siguiente de “In the court...” con un estilo totalmente distinto.

Otro tópico consiste en afirmar que, mientras otros dinosaurios como Yes repiten constantemente en vivo las creaciones de sus años de gloria, Crimson miran siempre hacia delante interpretando nuevo material. Yo no sé si esto es del todo cierto, pues, si bien la etapa ochentera trajo aires nuevos como la potenciación de los elementos funky e incluso disco, con una mayor mezcla étnica superpuesta a la indagación atmosférica de los “Frippertronics”, la resurrección en los 90 y dos miles no pasa de ser una revisitación del pasado, una recomposición constante, con nuevos títulos, de temas como “Red” o “Larks’ tongues in aspic” y regresos encubiertos a estéticas pasadas, vestidas de esa ciencia musical fría y esa producción industrial que ha llevado a unos veteranos de los 70 a telonear a formaciones de moda como Tool.

En todo caso, las controversias que siempre han rodeado a Crimson no han evitado que hayan sido siempre el equivalente, en rock sinfónico, de Molly Ringwald en las comedias adolescentes de John Hughes: ellos siempre han estado allí para hacernos caso mientras las reinas del baile de graduación miraban hacia otro lado. En mis años juveniles y entusiastas, pocas de las grandes leyendas del género sacaban discos aceptables o venían a actuar a España; sin embargo, yo vi a Crimson en Madrid tres veces. La primera de ellas, terminaron el concierto con el himno del hombre esquizoide, detalle nostálgico poco frecuente pero muy de agradecer viniendo de un Fripp tan amigo de cultivar un “anti-glamour” opuesto a las reglas no escritas del estrellato rock, pero en el fondo igual de coquetón y deseoso de atención.

Pero esos son temas que seguiremos desarollando en el curso de esta serie...

jueves, 21 de febrero de 2008

10 interrogantes en torno a Steven Spielberg


1 - Ya que Spielberg será un día lo que hoy es Hitchcock, ¿cuánto tardaremos en ver reivindicadas como obras maestras inmaculadas películas que en su momento no gustaron a casi nadie, como "1941", "Always", "Hook" o "Amistad"?

2 - ¿Por qué cineastas y críticos de la hornada progre, al estilo Boyero o Trueba, insisten todavía hoy en que lo mejor de Spielberg es "Tiburón", cuando está claro que en su larga carrera ha alcanzado cotas más altas?

3 - Pese a que existen películas mucho más violentas, ¿por qué tengo la extraña impresión de que "En busca del Arca perdida" es una de las veces que he visto matar a más gente con mayor alegría en la pantalla? ¿Tiene que ver con que se trate de soldados nazis?

4 - ¿Por qué el poder mitificador del cine ha terminado haciendo de Oskar Schindler, un oportunista sin escrúpulo alguno, un emblema de la resistencia al nazismo y de la ayuda humanitaria en tiempos históricos difíciles?

5 - ¿Qué tipo de persuasión amistosa utilizó Spielberg con el anciano Billy Wilder para quitarle la intención de hacer "La lista de Schindler", proyecto que debía ser su despedida definitiva del cine?

6 - ¿Por qué en "Atrápame si puedes" nunca tenemos la impresión de que Frank Abagnale cometa realmente delitos dignos de castigo, dado que mayormente explota la codicia, la vanidad y superficialidad de sus víctimas? ¿Tiene algo que ver esto con el rumor, propagado por el propio Steven y luego desmentido, de que su carrera en la Universal se inició ocupando una oficina vacía de los estudios y haciéndose pasar por uno de sus ejecutivos?

7 - ¿Por qué, hasta "La terminal", nadie se dio cuenta de que el jazz es tan estadounidense, tan sintomático del imperialismo cultural e industrial de su país de origen, como puedan serlo la Coca-Cola o McDonald's?

8 - ¿Por qué para unos "Munich" es una valiente denuncia de la guerra sucia del Mossad mientras para otros se trata de una repugnante apología del terrorismo de estado?

9 - ¿Tenemos el seso tan sorbido por la idea del sexo como fuente de placer que vemos la escena erótica de "Munich", simultaneada con un "flashback" de los atentados, como una frivolidad de mal gusto, cuando la verdad es que haciendo coincidir la eyaculación del protagonista con la ráfaga mortal de ametralladora se está diciendo algo tan simple e ingenuo como "contra muerte y violencia, la mejor lucha es producir nueva vida"?

10 - ¿Por qué Spielberg pontifica en público sobre el alto contenido violento de la televisión y su posible influencia dañina en la juventud, cuando parte de la susodicha programación consiste en sus películas, que a menudo, desde "Indiana Jones y el templo maldito" hasta "Salvar al soldado Ryan" o la misma "Munich", se recrean en la violencia y su estética con un entusiasmo que algunos podrían encontrar inquietante?

domingo, 17 de febrero de 2008

"El cazador de jaguares" de Lucius Shepard


De algunos destinos resulta imposible escapar. Que se lo digan si no a Lucius Shepard: orientado desde el principio a una carrera en las letras por su padre, quien le obligó a leer en su infancia todos los grandes clásicos, Lucius vivió una larga etapa de rebelión, huyendo del hogar, iniciando una larga diáspora por varios países, incluyendo España, y dedicándose a los oficios más dispares, entre los cuales sobresalieron, como síntomas de una desorientación existencial sesentera, los de camello y músico de rock. No obstante, los senderos torcidos de la vida lo llevaron, ya en la treintena, a participar en los famosos talleres literarios Clarion y a reconocer y explotar su talento como escritor. No habrá de extrañar, pues, la frecuencia con que los relatos de Shepard presentan a personajes desarraigados, autoexiliados, que buscan un objetivo, un camino que seguir, entre las realidades cambiantes y a menudo surreales de un país extranjero.

Pese al tópico que emparenta a Shepard con el realismo mágico sudamericano, quizá por la asiduidad con que ambienta sus ficciones en Centroamérica o el Caribe, la afinidad, al menos temática, con Joseph Conrad es mucho más patente. En ambos encontraremos al solitario escondido en un paraje exótico, forzado tarde o temprano a enfrentarse con esa vida que repudió y a romper su monotonía tropical mediante actos irreversibles. Una de las diferencias con Conrad residiría en la naturaleza metafórica de las rupturas, en el enfrentamiento del elemento extraño en la comunidad, el protagonista, con un elemento más extraño todavía que le fuerza a colocarse en perspectiva consigo mismo.

Drogas psicodélicas locales, alienígenas encallados en nuestro planeta desde la época dorada de la piratería, fugitivos huidos de otra dimensión donde reina un fantasmagórico III Reich, tales son los elementos a menudo excéntricos con los que Shepard construye sus indagaciones morales. Pero la cuidada verosimilitud de los escenarios, la construcción de los personajes y sus motivaciones, los hipnóticos ritmos del lenguaje, y la magia con que se eligen las imágenes y se gradúa la narración eliminan cualquier impresión de capricho incongruente y reconcilian con la mayor naturalidad los elementos más dispares: en un mismo relato coexisten la evocación del mandato de ultratumba de un Hitler muerto cuya resurrección se aguarda como la del Mesías mientras su voluntad se impone mediante espectros semejantes a los Jinetes del Anillo de Tolkien, y la muerte de un guardia civil en Pedregalejo, pueblo costero de Málaga, tratando de atajar el tráfico de droga entre los sospechosos hippies extranjeros. Parece mentira que semejantes conjuntos no chirríen, pero Shepard se las arregla para que así sea, con un dominio literario y una madurez poco comunes.

Y también versatilidad: incursiones en la clásica historia de fantasmas (¡ambientada en Nepal!), en el temido subgénero de la “dragonada”, logrando una historia memorable de múltiples resonancias (no me resisto a esbozar su punto de partida: un pintor se ofrece, para matar al gigantesco dragón que ocupa, en vida latente, un poblado entero, a pintar su exterior contaminándolo poco a poco con las toxinas de sus colores, en un lento proceso de más de 20 años), o, constante de Shepard, en el tumulto existencial de una guerra en la jungla, escenario privilegiado para la búsqueda de sentido en mitad del caos, a lo largo de páginas memorables repletas de incertidumbre, intoxicación mental por las drogas o por el miedo, y zonas de sombra entre lo real y lo absurdo, como si de una versión fantástica de “Apocalypse Now” se tratara.

Darse cuenta de que este volumen recoge los primeros pasos en la ficción de un hombre al borde de los 40 inspira múltiples reflexiones que por un lado confirman y por el otro contradicen la sabiduría recibida: en este caso, la experiencia vital ayudó a construir y enriquecer un universo de ficción, pero paradójicamente la irrupción de lo fantástico no amenaza el equilibrio establecido, sino que anuncia otras realidades más urgentes y relevantes para los personajes principales, junto a las cuales el medio ambiente realista del cuento no es sino un telón de fondo ilusorio, una falsa realidad escapista. Entre el autodescubrimento, el reconocimiento del propio lugar en el mundo, una particular poesía de lo extraño vista con particular amplitud de miras, una voz narrativa a prueba de bomba y una habilidad extraordinaria para escoger la palabra adecuada y hacer “cantar” las frases, haciendo parecer simples las estructuras más complejas, Shepard deslumbraba ya en sus comienzos no sólo como un gran autor de fantasía, sino como un gran autor a secas. No le debemos perder la pista.

domingo, 10 de febrero de 2008

"Vida de Pi" de Yann Martel


Hace poco hablé con un viejo conocido mío que, confesándome sus pecados como lector, afirmaba sólo estar dispuesto a tragarse mala literatura si se trataba de CF, su subgénero fetiche. Pero de ningún modo, continuaba, estaría dispuesto a ensuciar su retina con perniciosos “best-sellers”, incluyendo, y sobre todo, la variedad patria, con los amigos Pérez-Reverte y Ruiz Zafón a la cabeza. Yo hubiese suscrito lo dicho de buen grado, salvo que me interesa sobremanera saber lo que hacen los susodichos Arturo y Carlos (por si encuentro yo también la fórmula mágica y me jubilo de mi trabajo), y salvo que algunas de mis últimas lecturas me han sumido en la oscuridad en lo que a reconocer la esencia de un “best-seller” se refiere.

La crisis sobrevino en la pérfida Albión. Ávido de nuevos horizontes, quise dar una oportunidad a varios títulos que figuraban de modo prominente en los expositores de las librerías (las cuales, dicho sea de paso, se encuentran incluso en lánguidos pueblos playeros como el que me albergaba), y me encontré con sorpresas como: una intriga detectivesca narrada en primera persona por un chico autista (“El curioso incidente del perro a medianoche”), las vidas entrecruzadas de seis personajes desde el siglo XIX hasta el futuro remoto de la Tierra (“El atlas de las nubes”) y, por último, una incógnita considerable desde el texto de contraportada: ¿cómo es posible desarrollar toda una novela sobre la travesía pacífica en un bote salvavidas por un chaval de 16 años... y un enorme y feroz tigre de Bengala? Es el punto de partida de “Vida de Pi”, con la que el canadiense Yann Martel ganó el premio Booker hace unos cuantos años.

Un punto de partida a todas luces imposible, por dos interrogantes que surgen a primera vista: 1) ¿Por qué el tigre no devora al chaval de inmediato? 2) Aun si no lo devora, ¿es posible mantener el interés durante las casi 200 páginas que dura el relato de su travesía? La respuesta se revela en todo un ejercicio de virtuosismo narrativo, en un truco de prestidigitación consistente en sacar abundante materia novelística de donde no parece haberla, y logrando no sólo una proeza técnica sino además uno de esos libros que el lector desocupado u obligado a esperar un avión durante largas horas devorará tan ansiosamente como hace Pi con los innumerables animalillos inocentes que despanzurra e ingiere para sobrevivir.

Un interrogante secundario que se presenta tras la lectura es si la manipulación sibilina del lector por parte del autor constituye en cierto modo un engaño. A fin de cuentas, el increíble pero muy verosímil relato que ocupa la extensa parte central ve sus bases sentadas en un tramo inicial que nos imparte conocimentos necesarios para que el libro surta su efecto: 1) La personalidad emprendedora y encantadora de Pi, incluido el curioso origen de su nombre. 2) Su eclecticismo religioso que le lleva a creer a la vez en el hinduismo, el cristianismo y el Islam, y prepara al lector para aceptar posibles milagros a la par que para no desdeñar una posible interpretación de la aventura como alegoría espiritual. 3) El funcionamiento del zoológico regentado por el padre de Pi y el procedimiento para acostumbrar a un animal salvaje a vivir en cautividad, que cumple la doble función de entretener al lector con datos apasionantes y asegurarse de que los hechos a bordo del bote no resultarán extraños o gratuitos. Ya sé que esta planificación es perfectamente lógica e incluso coincide con mi filosofía narrativa del guión de cine, donde el menor elemento ha de cumplir una función demostrable. Sin embargo, encontrar ese pensamiento en una novela me produce una impresión de artificio, creo que las piezas deberían encajar de una manera más orgánica y natural, pero achacadlo a mi quisquillosidad innata.

En cuanto a la travesía de Pi y Richard Parker (el tigre), no mentiré al afirmar que se trata de un relato de aventuras absorbente, documentado a la perfección sobre las condiciones, implicaciones y posibles efectos de una situación semejante, constante en crear una sensación de peligro y amenaza, asombrosamente variado en la paleta de estados de ánimo, giros en la trama y registros descriptivos que el narrador es capar de extraer del caldo de cultivo a priori más monótono, e incluso orientado hacia el final del viaje a aguas donde reina un clima de fantasía alegórica cercano al terror.

Y, por si fuera poco, el tercio final, en principio intrascendente, donde una pareja de investigadores japoneses interrogan a Pi con el objeto de esclarecer el destino del barco naufragado, oculta tras sus burlas y extraños chistes la última carga de profundidad: es posible que la extensa peripecia de Pi, entre la crónica de un náufrago y la fábula animal, no sea otra cosa que una misericordiosa manera de ocultar a su mente una realidad del siniestro, valga la redundancia, mucho más siniestra. La interrogación a los inquisidores sobre la versión que prefieren entre ambas saca a colación parte de los objetivos filosóficos del libro, en particular sobre el valor de la fe, sobre la visión de un mismo mundo que nuestra mente está dispuesta a aceptar. Martel juega sus cartas pronto cuando, por boca de un personaje, afirma que la historia de Pi “hace creer en Dios”, pero el epílogo sume en una profunda, y grata, incertidumbre.

Y después de todo esto, ya ve usted, un seguidor sigue manteniendo que “Vida de Pi” es un “best-seller”, por razones que volveré a enumerar mediante esos numeritos que tanto me gustan esta tarde: 1) El lenguaje, a pesar de venir de los labios de un indio de Pondicherry, es de una claridad y concisión estándares y dibujadas con tiralíneas (los indios son por naturaleza más floridos y laberínticos en la expresión, o será que Rushdie me ha malacostumbrado). 2) La intención clara del autor es atrapar al lector manteniendo un ritmo casi de “thriller” y no dar oportunidad a un público poco lector para bajarse del relato aprovechando el primer tiempo muerto que se presente, por muy admirable literariamente que el tiempo muerto pudiera ser. Quien se deje seducir por el tercio inicial no se topará con “flash back” alguno. 3) “Vida de Pi” ha entrado en la celebridad mediante un conocido galardón literario, ha contado con el apoyo decidido de los medios de comunicación, y todo apunta a que será llevada al cine (difícil de imaginar por los desafíos técnicos implicados, por el argumento mínimo y sin diálogos que parece opuesto a cuanto se espera de una película, y por la repugnancia vomitiva que producirían a mucho espectador varios elementos de los que dan a la trama su carácter apasionante; aunque, puesto que el director anunciado en la actualidad es Jean-Pierre Jeunet, me callo: no llegué a creerme “Amélie” hasta que no la vi con mis propios ojos).

Si todo eso no define la pertenencia de esta novela a la categoría editorial de marras, que venga Ken Follett y lo vea, pero me temo que un “best-seller” no nace, sino que se hace. Todo depende de la manera de venderlo, y en lo que los editores piensen que merece la pena vender a un gran público. Puede tratarse de un culebrón inflado durante cientos de páginas redactadas con los bajos instintos del lector en mente, sin escrúpulos a la hora de aplicar las más viejas y trilladas fórmulas folletinescas y evitando un estilo que ponga en duda la competencia lingüística del destinatario; o puede ser una obra interesante que encuentre en cierta medida el compromiso entre calidad y comercialidad. Sea como sea, el comprador de “Vida de Pi” en España fue Destino, editorial “literaria” por excelencia, y por consiguiente no la ha leído casi nadie. Moraleja: esconde la mano que viene la vieja...

domingo, 3 de febrero de 2008

Flashback: Fantasía cromática


Cada mañana, un ronco rumor subterráneo sacude la habitación de Tristán, interrumpiendo bruscamente sus sueños, que jamás recuerda, sobre su internamiento en el hospital “Madre Santísima”, recuerdo asimismo borrado, quizá por exceso de inyecciones tranquilizantes.

Antes de abrir sus ojos estrábicos, Tristán se alarga en toda su corta estatura sobre el lecho y bosteza con voz de barítono perezoso, intentando de este modo cubrir el molesto sonido producido por las paredes al respirar. Cantando ahora melodías frívolas de cabaret, Tristán se enfunda en sus ropas de faena, recoge de un rincón su maletín, su caballete y un lienzo y atraviesa con destreza el suelo blando, cálido y resbaladizo hacia el acceso al exterior, donde el Supervisor General lo estará ya esperando.

Tristán vio por primera vez al Supervisor General mirando a través de un vaso de absenta, en uno de aquellos locales llenos de humo y colorido donde siempre era invitado por parroquianos ávidos de ver cómo un ser para ellos inferior persistía en deshonrarse a sí mismo. En cambio, el Supervisor, o la Supervisora, pues su aspecto induce a mil dudas, mostró desde el inicio un interés especial en Tristán. Poniendo sobre la mesa, frente a él, un puñado de monedas de oro acuñadas en la antigua Roma, había susurrado con una voz que parecía venir desde una gran distancia: “Tu pincel está tan loco como tú, y eso es lo que mi superior necesita. Tienes un trabajo, aunque deberás viajar muy lejos”.

Junto a la puerta de hueso, el Supervisor aguarda en su mejor hábito dieciochesco, sonriendo afiladamente, chispas de fragua en la mirada. Con altivez socarrona, Tristán recibe su encargo del día: la zona Delta, allí donde los lamentos hacen bullir el aire. Parte del trayecto hasta el lugar señalado deberá ser recorrida por Tristán en un vehículo especial, debido a una rebelión local causada por pequeñas criaturas del sector minero. Como despedida y salvoconducto, el Supervisor fija en la nuca de Tristán, mediante una ventosa, a K, el parásito sagrado cuyas capacidades de comunicación mental permitirán además que el artista se sienta un poco menos solo ahí fuera.

La puerta se abre y revela primero un cielo furioso surcado por mil torbellinos magenta, cobre y cobalto, un aire que de vez en cuando cambia de opinión sobre el tono en que debe refractar el espectro luminoso de los dos soles y las tres lunas, palpitante con seres de toda descripción cuya existencia rapaz incomoda sobremanera a los sufridos habitantes de un terreno que precisamente ahora comienza una de sus mutaciones periódicas.

Tristán mira a su alrededor sin encontrar nada de extraño o diferente a todo cuanto le tiene ya acostumbrado desde que, de pequeño, las ondinas le hicieran señas desde el fondo del estanque familiar para que se reuniera allí con su hermana menor, tristemente desaparecida. No le sorprende ver al hueso usurpar el lugar de la carne, ni a las deformidades del espíritu acumularse impúdicas sobre la piel, ni siquiera a los campos sacudir de su espalda montañosa, como pulgas, a los habitantes que intentan sacar sustento de ellos, o a las ciudades sumergirse bajo un suelo esponjoso, mientras los inquilinos intentan, con frenesí impotente, la evasión de sus faraónicas moradas.

Durante años estas visiones han rondado la mente de Tristán, impidiéndole consagrar su tiempo a otra cosa, obligándole a plasmarlas en lienzos malditos que no provocaban sino una elegante indiferencia teñida de ironía hacia el bizco y ridículo aspirante a artista, capaz, según propias afirmaciones, de ver “más allá”, especialmente en momentos de extrema intoxicación sensorial. Por fortuna, alguien terminó creyendo en su talento.

El camino serpenteante entre cabañas quemadas pone a Tristán frente a frente con miembros del Cuerpo de Higiene, llamados de ese modo seguramente en un arrebato de humor del Monarca, pues su manera de disponer de los desechos de cada Remodelación es cualquier cosa menos higiénica. Tristán observa su musculatura titánica, sus garras y colmillos de diamante, sus facciones felinas, así como el método despiadado que emplean para terminar con la existencia de una joven hembra y su progenie, pertenecientes a la última especie que debe extinguirse por decreto. Tristán recuerda confusamente haber tenido una mujer y una hija en algún sitio, pero los detalles lo eluden, y de todos modos estos muchachos tan sólo desempeñan su trabajo. Aunque la faena sea desagradable, Tristán sabe que, en el fondo, se trata de buenos chicos.

K interviene con la voz chirriante en la cual le gusta hacerse oír: “Basta de distracciones, Tristán. Hoy al Monarca le apetece que le lleves Sufrimiento, un rectángulo de agonía en colorines para colgarlo entre el Éxtasis y la Extrañeza, junto a la galería de espejos”. A Tristán le gustaría visitar la residencia de su patrón, en lugar de ser recibido en el pabellón de caza. “Sabes que eso es por completo imposible. Un mero humano no puede traspasar su umbral sin perder su naturaleza y transformarse en algo diferente, circunstancia que debemos evitar a toda costa, pues sólo un humano puede crear un retrato del Sufrimiento como el que Su Majestad necesita”.

Tristán trata de responder pensando de una forma ordenada y coherente, tarea harto peliaguda tratándose de él: “Pero hoy no me apetece pintar Sufrimiento, tienes que saberlo. He tenido unos recuerdos muy raros, ahí atrás, cruzándome con los chicos de Higiene, y me han entrado ganas de experimentar con otras cosas, otros sentimientos que conocí siquiera a medias, algo que ver con sujetarme a alguien en la noche, entre sábanas retorcidas, tropezar con todos los muebles del ático para atender una llamada rabiosa, mirar la luna llena en la azotea mientras desde mis brazos otros ojos, muy grandes para una cara tan pequeña, tan claros y limpios que casi me dan miedo, me miran a mí con aire de saberlo todo, y abajo la otra persona sigue durmiendo”.

“Humano tenías que ser”, responde K, “como si ellas fueran a recibirte con los brazos abiertos después de todo cuanto hiciste, además de que ya murieron las dos, hace siglos. Pero no esfuerces tu limitado entendimiento en comprender lo que te he dicho, y prepárate para abordar el transporte”. Porque abordar el transporte es una tarea que requiere, afortunadamente para Tristán en este instante confuso, la concentración y el dominio de sí más extremos, pues de ningún otro modo es posible enfrentarse al hecho ineludible de que es un ser de catadura hostil el que, a regañadientes, abre su boca inmensa para alojar pasajeros en los rincones disponibles. A la luz, oscilante durante el despegue, de las lámparas colgadas de la bóveda del paladar, Tristán advierte la presencia de varios Funcionarios del Dolor, irreconocibles en traje y corbata grises, tratando de aligerar el largo trayecto leyendo novelas románticas o contándose chistes de lo más patético.

Tristán suele adorar el color rojo, aunque, en ocasiones como la presente, le empacha encontrarlo por todas partes, en el suelo que pisa, en el cielo, reflejado desde cada superficie, sin contraste ni alternativa. Sabedor de que el pintor es casi incapaz de retener información en su cerebro, K vuelve a apostillar: “Es el efecto psicológico, lo que nuestros huéspedes desean. Aunque nos hayan colgado esta reputación absurda de colonia penal, la verdad es muy otra; son ellos quienes nos buscan a través de la Infinidad y nos suplican que les dispensemos tratamiento especial. Con ese fin exclusivo se creó la Zona Delta, tan sólo una de nuestras ciento siete divisiones territoriales. Pero ya se sabe: la necedad de unos pocos nos da un mal nombre a todos”.

Los cuerpos, en diversos grados de desnudez, se retuercen y convulsionan entre las manos, pezuñas o tentáculos expertos de los Funcionarios, los cuales ostentan ahora el aspecto de pesadilla que les valió su contrato. Cada unidad de tratamiento, además de sus herramientas curvas y afiladas, sus látigos y estacas, sus potros de torsión, sus embudos, sus generadores eléctricos, hierros al rojo y similares, cuenta con un equipo médico especializado en Reanimación de Prisioneros Recalcitrantes, disciplina creada y desarrollada en el seno de ciertos regímenes latinoamericanos del siglo XX. “Casi todos buscan el dolor físico y lo encuentran, pese a que esa carne que nuestros colegas maltratan es una imitación crecida en laboratorio, comparativamente insensible. Sólo unos pocos desean alternativas de mayor refinamiento, como caminar por la desolación con sí mismos de hermanos siameses, reprochándose sin tregua todos sus errores, o vivir su misma miserable vida una vez y otra, siendo conscientes de cada repetición y de la inutilidad de intento alguno por cambiarla. Pero son tan sólo unos pocos, de ahí que, por lo general, nuestros Funcionarios muestren semejante aburrimiento, aunque, claro está, es el cliente quien manda”.

Tristán debe comenzar su trabajo. Ha colocado el lienzo en posición sobre el caballete y elevado en el aire su lápiz, dispuesto, como es su técnica, a extraer del ambiente sus motivos. Pero, de nuevo, las ideas que él filtra a través de su retina excitada difieren en todo de las radiaciones visibles objetivas que la impresionaron. Donde Tristán debería ver las muecas desgarradas del tormento, él interpreta la evocación amarga de unos placeres antaño dulces, vueltos a vivir aunque sea transformados en sus contrarios. La indefensión trágica de las víctimas no es sino la entrega sin condiciones a aquellos que un día fueron sustancia con uno mismo pero en la ausencia se hicieron los verdugos de cada minuto, de cada segundo. Los célebres “lamentos que hacen bullir el aire” no hacen sino llamar a quienes ya no interrumpirán su sueño para socorrernos. Es preferible, dicen sin palabras ellos y ellas, los autocondenados, tolerar los cuidados atroces de monstruosidades despiadadas, a afrontar el abismo sin fondo de un universo indiferente, de cuyo diseño estamos excluidos.

“Menuda pandilla de estúpidos”, masculla K desde profundidades de desprecio, fuera de la atención de Tristán, absorto en su tarea, “hacernos dilapidar nuestro exiguo presupuesto para hacer realidad sus fantasías masoquistas, cuando lo necesitamos para desarrollar de una vez la fusión transnuclear, que sería la panacea para todos nuestros problemas, problemas de verdad, no como todos estos... “, la voz sin voz se tiñe de repugnancia, “...sentimientos”, concluye con esfuerzo. Tristán no reacciona, pinta muy deprisa, haciendo caso omiso del volumen, la perspectiva o las proporciones, mezclando desquiciadamente tonos en la paleta a la tenue luz del perpetuo crepúsculo nunca terminado de extinguir por el humo de las hogueras. En el cuadro no hay ni una pincelada de rojo.

“¿Qué es esto?”, pregunta el Monarca airado, arruinando la serenidad de la música de Tchaikovsky que amueblaba el pabellón de caza. “¿Cómo se llama? ¡Esto no es Sufrimiento! ¡Ni siquiera es la Zona Delta!” Otras criaturas, de orden servil, se hubieran puesto ya a correr aterrorizadas, prestas a despeñarse por el barranco más próximo, no obstante Tristán se limita a adoptar un tono paciente, amable y explicativo. “Es una ciudad”, dice, “yo viví allí, con ellas dos”, señala, “bien es verdad que sin toda esta fauna fantástica, ni toda esta flora llena a rebosar de alimentos naturales que hacían innecesario trabajar, y todo eso, pero bueno, así es como la veía yo, las plantas surgiendo de los muros agrietados y el asfalto, paralizando los tranvías, la gente celebrando desnuda en las calles, hasta que pasó aquello, no me acuerdo, y entonces mi familia vino a por mí...”

“¡Calla!”, vuelve a tronar Su Majestad, haciendo temblar el suelo. “Esto es banal, cursi y tópico, indigno de tu talento. No me interesan los paraísos, ni los frutos, ni las flores, ni la alegría absurda de los animales satisfechos. Prefiero lo extraño, lo oculto, lo atormentado, lo retorcido, todo aquello que has hecho tan bien durante todo este tiempo. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso te has cansado de retratar mis territorios cambiantes, fascinantes e imprevisibles, el sueño de cualquier artista que se precie a sí mismo?”

“No lo sé”, replica Tristán, “tal vez... quizá me apetezca volver”.

El Monarca ríe, sobrio, distante, sin teatralidad. “¿Volver? ¿A dónde? ¿Quieres ver el lugar de donde viniste, tal como se encuentra ahora?” Su mano hace un ademán hacia el único muro de la estancia desprovisto de colgaduras y accesorios, con el efecto inmediato de sobreimpresionar sobre él una imagen vibrante e imprecisa, aunque legible. Un desierto, sembrado de ruinas, surcado por nubes de polvo gris, habitado por razas mutantes todo perfil e invisibles de frente, arrastrándose por el suelo, disputando a las ratas los frutos pequeños y desvaídos de cactos enormes, mientras, esbozada sobre el cielo encapotado, la silueta triangular de una en otros tiempos mítica torre sirve apenas de nido a pájaros carroñeros cuyo vivo plumaje es la única nota de color en este mundo.

“¿Qué te parece? ¿Preferirías esto a mi divino reino de lo irracional, construido con tanto esfuerzo? No, ¿verdad?”, declama triunfante el Monarca, aprovechando la estupefacción del otro. “¿Creías que habían transcurrido sólo unos pocos días desde entonces? Aquí el tiempo marcha como yo quiero”. Y, con otro ademán, los relojes comienzan a andar hacia atrás.

Tristán insiste: “Pero... ¿y ellas? ¿Qué fue de ellas?”

“Concédeme el privilegio de hacerte un favor callándomelo. Pese a que mi credo artístico incluye irremediablemente la infelicidad del artista, pues de otro modo jamás produciría obras destacables, la verdad descarnada produciría un efecto tan perjudicial sobre tu ánimo que dañaría tu talento más allá de toda esperanza. Eso sí, puedo ofrecerte la gracia suprema: el dulce beso del olvido y el retorno a tu caos mental primigenio, si crees que no puedes vivir bajo el peso de mis revelaciones”.

Tristán acepta por la tricentésimo septuagésimo quinta vez. En efecto, piensa Su Majestad mientras un sicario manipula, con sofisticados ingenios de tubos, agujas y luces, la mente del artista, la verdad hubiese sido demasiado, pues ellas vivieron mucho mejor sin él, no debiendo temer sus repentinos cambios de humor ni sus excentricidades, con mucha mayor comodidad y menor sordidez. Aunque quién sabe si un humano, incomprensible como sólo ellos lo saben ser, podría hallar consuelo en el hecho de no ser, él tampoco, imprescindible. Terminada la reflexión, el Monarca echa al fuego el último cuadro de su protegido y reemprende su recreación musical, casi ajeno a cómo aquél es escoltado fuera de la sala.

En los pasillos, vuelve el delirio, la acumulación de imágenes, los fantasmas de la inquietud pintados levemente sobre el aire, esperando que se les otorgue una presencia real en dos dimensiones. Una idea estupenda: un país, o mejor un mundo, aunque a ver de dónde se saca una tela tan grande, devastado por el apareamiento urgente y frenético de dos gigantes. Seguro que al patrón le gusta la idea, pues, no cabe duda, algo similar habrá sucedido en algún rincón de sus tan vastos dominios.

Pero ya es muy tarde para trabajar. Otra característica humana: la necesidad de descanso. Tristán es conducido a su aposento, donde aparca sus trastos de faena, se coloca la camisa floreada que utiliza para dormir, y se arrellana sobre el lecho. Esta noche las paredes respiran un poco fuerte, y por un momento Tristán cree hallarse en una inmensa habitación blanca ocupada por una multitud yacente en otros tantos lechos almidonados, pero la ilusión se disipa pronto y finalmente el sueño llega.