Cuando uno sale
inusual, uno sale inusual, no hay vuelta de hoja. A veces parece que una
configuración particular de los astros va torciendo el camino de uno hasta conducirlo
a los jardines de leche y miel o, en su defecto, a las montañas de la locura.
Cuando otros de mi edad escuchaban a grupos del punk o la nueva ola, o de rock
duro, o, peor aún, de la movida madrileña, en nuestro viejo tocadiscos Philips
de aguja deteriorada y caníbal que iba destruyendo los microsurcos a la par que
los descifraba, sonaban cosas como estas:
1 – “Anatomy of a South African village” (Dollar
Brand)
Creo que solo lo
escuché una vez antes de que mi hermano lo devolviera a su dueño, pero recuerdo
una especie de poema pianístico que situaba al oyente en el corazón de África y
hacía creer en el piano como instrumento autóctono del continente negro. Años
depués leo a algunos que Keith Jarrett se inspiró en Brand, luego rebautizado
por el islam como Abdullah Ibrahim, para sus laureadas improvisaciones al
teclado, y me lo creo.
2 – “Now we are six” (Steeleye Span)
El folk-rock inglés,
y un poco del francés, formaba parte habitual de nuestras escuchas, gracias al
sello Guimbarda de la discográfica C.F.E. y gracias a artistas que entonces
eran parte del mainstream como Steeleye Span. Recuerdo que escuchamos este
disco por primera vez porque un amigo de la familia lo había comprado en
Inglaterra. Creo que debimos de ser el único hogar en el universo con una perra
dálmata bautizada en honor de Maddy Prior.
3 – “Mr. Fox” (Mr. Fox)
Otra de folk inglés
en su vertiente más truculenta, combinando canciones bailonas con las típicas
leyendas británicas de asesinatos y mutilaciones en caminos nocturnos, para las
que se creaba una atmósfera musical de trance y zumbido bastante adecuada.
Recuerdo que Guimbarda lo editó en un doble con el otro disco del grupo, “The
gypsy”, reproduciendo las dos portadas en el interior, y que me daba miedo abrir
el álbum y ver el dibujo en blanco y negro. “Elvira Madigan” a día de hoy me
hace llorar, y “Mendle” es un clásico inmarcesible que evoca una especie de
aquelarre hippy, inquietante e insinuante a la vez.
4 – “Hatfield and the North” (Hatfield and the North)
La portada era
fascinante, pero lo importante quizá fuese que a mi hermano no le gustaba, lo
consideraba “mediocre” y lo devolvió pronto a quien se lo había prestado.
Porque si le hubiese gustado, lo tendríamos aún en casa, él era así. Sonido
Canterbury, jazz-rock de ojos azules mucho peor tocado que el de cualquier
banda fusionera estadounidense pero con un toque extraño, con una retranca
británica y un surrealismo decadente y lluvioso con los que Return to Forever
nunca habrían podido competir.
5 – “Vampyria”
(Jordi Sabatés & Tete Montoliù)
Si yo llegué a
simpatizar alguna vez con las aspiraciones nacionalistas catalanas, fue porque
las asociaba a todo aquel movimiento de jazz fusión, editado mayormente por
Edigsa, cuyas portadas estaban redactadas en un idioma raro. La contraportada
de este disco, sin embargo, estaba en castellano, y gracias a ella tuve mi primer
conocimiento de un tal Baudelaire. Aquellos dúos de piano eléctrico y acústico,
aquel jazz onírico con títulos como “Stonehenge”, me marcaron hasta hoy.
6 – “Koprivshtitsa 71”
¡Un disco con los
créditos en otro alfabeto! ¡Nada menos que folk búlgaro! ¿Cómo acabó esto en
nuestra casa? Ni idea, pero varias de las melodías, varios de sus giros
melódicos, el extraño soniquete de sus gaitas, dejaron sus ecos girando en mi
cabeza antes de que a nadie se le hubiera ocurrido la categoría “world music”.
7 – “Le bestiaire” (Malicorne)
Otra de folk-rock,
pero en esta ocasión de nuestros vecinos del Hexágono. Quizá los primeros
artistas que escuché cantando en ese idioma que para mí ha terminado
representando tantas aspiraciones nunca alcanzadas, y encima dejando en mí la
semilla de leyendas tradicionales inquietantes, de licantropía, de cuadrillas
fantasmales que arrastran consigo a quienes osaban cazar en el Día del Señor,
de vagabundos con poder sobre las manadas de lobos, de amores inmortales que se
desarrollan a lo largo de la eternidad en un ciclo de reencarnaciones animales.
Los agradecimentos del grupo mencionaban a un escritor que desconocía, Claude
Seignolle, que hoy por hoy es uno de mis dioses personales.
8 – “Solstice” (Ralph Towner)
Otra de jazz
alucinado en los márgenes de la música contemporánea, con un par de temas
compuestos a base de lo que entonces me parecían “ruidos”, ambientes etéreos a
la par que casi narrativos, y un dúo de guitarra acústica y batería que motivó
a mi hermano un comentario en el que creo haber escuchado por vez primera la palabra “funky”.
Aquella fue la gran época del sello ECM, cuando grababa aquellos discos
marcianos que hacían escupir bilis a los que creían ir a encontrar jazz de toda
la vida, y que lamento amargamente no haber tenido ni la edad ni el dinero para
llevarme a puñados cuando el Discoplay de Los Sótanos los liquidaba en vinilo a
200 pesetas. Como ejemplo de justicia poética, este disco fue prestado por mi
hermano a no sé quién, y nunca regresó a casa.
9 – “Girl from Martinique” (Robin Kenyatta)
Otra frikada de ECM
que, de manera un poco más salvaje que Dollar Brand, nos situaba a base de
improvisaciones atmosféricas en el corazón del África profunda. Versión un tanto
europeizada del free jazz hippioso que había hecho furor en la década anterior
y que mi hermano tanto despreció siempre, este disco abrió la posibilidad nunca
aprovechada de orientar mi curiosidad hacia los sonidos del continente negro,
pero no dudo que de aquí surge un poco mi simpatía hacia los entusiasmos
frenéticos y el lirismo alienígena de gente como Pharoah Sanders.
10 – “Pan & Regaliz” (Pan & Regaliz)
Uno de los pocos
grupos españoles de mi panteón infantil, imitación de baratillo de los Pink
Floyd más psicodélicos o los Jethro Tull blueseros del “This was”, con unas atroces
letras en inglés de los tiempos anteriores a la oleada indie de estudiantes de
Filología Inglesa, su disco sigue durmiendo el sueño de los justos en un
armario detrás de una triple capa de series de anime en DVD, y tal vez sea
mejor así: los recuerdos cálidos de una infancia en la que todo parecía posible
corren el riesgo de chocar con el frente frío de un presente desencantado y sin
posibilidades, y de encontrarse, en medio de la tormenta resultante, con que,
pese a todo, no hemos perdido del todo la inocencia perversa de aquellos años.