[Puesto que lo que sigue fue escrito a finales de los años noventa, podría considerárseme un precursor de la ola de zombis que nos invade hasta el punto de hacerles perder su valor como figura mitológica. Los muertos vivientes, hoy por hoy, son muñecos de tiro al blanco, son indios que corren a toda velocidad tras el vaquero, son iconos de un frikismo consumista que conquistó la plaza del mercado y las multisalas. Incluso es imposible ir a la sección de novedades fantásticas del Corte Inglés o la Fnac sin toparse con quince novelas clónicas de supervivencia contra los infectados, todas con la misma portada, la misma trama, el mismo estilo y, casi el mismo título. Todo lo cual me hace renegar, como buen elitista, de un subgénero antaño minoritario y ahora arrojado en los brazos impacientes del vulgo, y me disuade de volver a cultivarlo en un futuro cercano o no tan cercano. De ahí que no me importe desvelar esta fruslería, no por creer en su valor sino por dejar claro que yo lo hice primero.]
El mundo es una ruina. Lo sé porque lo he visto. Lo vi ayer, lo veré mañana y lo veo ahora. Veo bloques de apartamentos derruídos, carreteras surcadas por grietas que son casi zanjas, malas hierbas rompiendo por doquier el asfalto, suelos sembrados de cristales rotos incapaces de frenar el progreso de nuestros pies descalzos. De vez en cuando, una ola de puntos rojos nubla mi vista y el mundo exterior deja de importarme, tan sólo el hambre, el hambre que no cesa.
Los demás han ido a buscar comida, esperando, si son capaces de formular pensamientos tan articulados, hallar alguna manada famélica de animales domésticos unidos contra la adversidad o quién sabe si algún superviviente despistado. Yo me he quedado aquí, tecleando letra a letra con un solo dedo lento y torpe en mi aparatito de bolsillo, mirando las palabras desfilar y desaparecer visto y no visto por los apenas dos renglones de la pantalla, pulsando a veces el “back” para corregir faltas de ortografía. Mientras, siguiendo la música de una autorradio abandonada, Gregor baila.
Si a eso puede denominársele bailar. Sacudidas verticales, espasmódicas, del cuerpo, súbitos e inacabables giros haciendo de sus brazos laxos y colgantes una hélice perezosa, intentos de saltar culminando a menudo en una franja de piel menos y un tono cromático adicional en su complexión ya de por sí poco sana. Creo que Gregor era subdirector comercial en una empresa de plásticos, o al menos así rezaban sus documentos cuando nos encontró, de ahí que haya decidido concederle unos minutos de diversión antes de acercarme y desconectar la radio, pues de un momento a otro podrían surgir del altavoz las frecuencias sonoras empleadas por cuanto queda de la autoridad para hacer trizas cuanto queda de nuestro sistema nervioso.
Exceptuando mi sistema nervioso, claro está. Nunca he sentido mi cuerpo agitarse presa de convulsiones al sonar ninguna de las trampas auditivas, así como siempre he sido capaz de atisbar el mínimo hilo de luz que atraería sobre nosotros, en caso de interceptarlo, el fuego cruzado de varias piezas de artillería, sabiamente dispuestas y calibradas para aniquilarnos, o interpretar signos universales de peligro como columnas de polvo o de humo elevándose en el horizonte. Todavía puedo leer las inscripciones sobre rótulos, carteles y papel impreso, y comunicar sus contenidos más urgentes a mis compañeros mediante mímica que sus cerebros dañados pueden comprender. Todo lo cual me convierte en un personaje especial entre ellos, todo un líder carismático cuyas decisiones se aguardan sin aliento. En mi colegio nunca me auguraron tan brillante porvenir. Pero creo que los demás regresan. A ver, el “save”.
Da pena verlos llegar ensangrentados, chorreando color rojo desde sus bocas desdentadas hasta el último de sus andrajos, con sus larguísimas uñas partidas, dejando caer fragmentos a cada paso trastabillante. Pero, de todas maneras, la pena apenas nos sirve de algo ahora. Exteriormente, yo mismo poseo una apariencia exacta a la de ellos, el mismo pelo larguísimo que pierdo por todas partes o la misma piel gris verdoso colgando sin elasticidad de mis huesos. No tengo derecho a sentirme por encima.
Irma, mi antigua vecina de abajo, me alarga un muslo humano, largo, bien torneado y desprovisto de vello. Se lo agradezco palmeándole cordial la cabeza, lo cual le provoca un desprendimiento de cuero cabelludo. En fin, nos ha tocado en suerte este tipo de vida. Al menos he de reconocer que nunca Irma se había mostrado tan amable conmigo en tiempos pasados. Yo debía conformarme con escucharle fingir orgasmos toda la noche para contentar el ego de su marido, y con verle apartar el perfil cuando me saludaba en la escalera. Entonces nunca sonrió tanto como lo hace ahora, incluso si no tiene nada más que encías podridas para mostrar al mundo.
Porque, así es, en apariencia nuestros escrúpulos y trabas van desprendiéndose de nosotros a la par que el cabello, la epidermis, ciertos tejidos musculares y el ocasional órgano interno. No sólo se trata del frenesí danzarín de Gregor, la solicitud y simpatía de Irma o mis propias desenvoltura literaria y dotes de mando, por no hablar de esta lucidez que jamás poseí. Podrían asimismo citarse la afición por las tiendas de ropa y el travestismo del señor Vega, el canto ronco, inarticulado y minimalista de Carlota, las peleas interminables entre los ancianos señores Palladini, que no terminaron hasta que cada uno quedó reducido a un montón casi inmóvil de despojos, o la tardía vocación ingenieril mostrada por Víctor, cuyos frutos son inevitablemente toscos y chapuceros. Incluso podría aducirse que nuestra actividad depredadora obedece no a una necesidad nutritiva, tal como nosotros mismos llegamos a creer, sino a un odio soterrado y primitivo hacia todos aquellos que nos disputan el terreno y respiran nuestro aire, un odio que ahora nos es posible expresar con uñas y dientes literales. Es la guerra.
Y para esta guerra yo trato de entrenarlos, dotándoles de un sentido estratégico que compense su lentitud y estupidez, pues se impone sacar algún partido de nuestra única ventaja: el superior número. Estoy harto de verles, a los otros, burlarse de nosotros, de nuestro paso torpe y reptante, nuestra desidia proverbial, nuestra expresión de arrobo místico ante el universo que ellos toman, no sin razón, me temo, por carencia absoluta de sentido común e inteligencia. De ahí que me haya autoencomendado la misión de reeducarlos, entrenarlos de modo que nuestra próxima confrontación con los “vivos” les demuestre de una vez por todas que no sólo ellos lo están.
Aunque, a decir verdad, hasta el momento no cosecho el mayor de los éxitos. Comencé por Gregor, pensando que su amor por la danza sería fácilmente encarrilable hacia las coreografías mortales del campo de batalla. Por desgracia, el talento no siempre sigue de cerca a la devoción, y otro tanto cabría decir del frenesí rítmico y la coordinación muscular. Las sesiones de entrenamiento en las cuales yo, armado de un mango de escoba, intentaba hacer esquivar mis golpes a Gregor, solían y suelen culminar en blandos impactos y caídas por tierra, los movimientos defensivos llegando tres o cuatro minutos después, cuando él ya ha vuelto a caer en varias ocasiones. Hoy por hoy, el retardo es de casi seis minutos. Incluso he pensado en atacarlo con fiereza yo mismo momentos antes de llegar los verdaderos agresores, pero no ardo precisamente en deseos de poner a prueba tan brillante estratagema. Mis demás compañeros poseen reflejos aún peores.
Quizá haga mal en preocuparme. Al fin y al cabo, lo que tenga que suceder, sucederá, por más que hagamos para evitarlo. Nuestra condición física no es la mejor posible, por no hablar de la mental, no obstante nos aferramos a esta segunda oportunidad que, sin saber cómo, se nos ha dado, esta ocasión inmejorable de apreciar la belleza de todo lo más espantoso, los montones de basura, la putrefacción, los enjambres de moscas verdes, el aroma del plástico quemado, los centros comerciales sobre cuyas ruinas reinan las ratas, el horror de la muerte reflejado en los rostros convulsos de nuestras presas. Todo un jardín de delicias donde pasearse felices, recogiendo enormes ramos de malas hierbas.
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Llegando ayer tarde a una pequeña ciudad, fuimos acogidos de un modo sorprendente. Las calles de pavimento agrietado e hileras de casas inclinadas al borde del desplome se hallaban engalanadas con guirnaldas de flores negras, con banderas y tapices sobrios en sus tonalidades. Aunque el lugar estaba desierto, una música de solemnidad irrisoria y discordancia involuntaria se dejaba oír levemente, sin dejar discernir su origen. Alarmado, di orden de retroceder, pero mis seguidores dejaron entonces de serlo, permaneciendo inmóviles y expectantes, la nariz en alto, como si un vestigio de su en teoría extinto sentido olfativo los apresara y confinara en la ruinosa villa. Incapaz de hacer otra cosa, pasé mi brazo en torno a la esquelética cintura de Irma y me resolví a esperar yo también, aún no sabía muy bien el qué o el por qué.
Casi una hora después, al anochecer (cuánto lamento conservar el sentido del tiempo) el portento tuvo su signo: un batir de pezuñas a la vuelta de una esquina.
Guiado a la luz de antorchas por una andrajosa falange de enmascarados, un rebaño de corderos de lana escasa y sucia y costillas prominentes desembocó en la plaza. Varios de ellos no cesaban de tropezar y desplomarse sobre el empedrado, mientras aquellos que aún conservaban algún vestigio de fuerzas ensayaban la retirada con locura en los ojos, hasta sentirse aguijoneados y retenidos por sus lúgubres pastores.
Y lúgubres es la palabra, pues hasta llegar aquí nunca había visto un grupo de “vivos” tan entusiasmado y comprometido con la parafernalia de la muerte; sus vestimentas de seda y terciopelo, inmaculadas en su negrura; su delgadez semejando la cadavérica hasta la impudicia de mostrar, a través de diáfanos sudarios, las cordilleras afiladas de sus costillas y vértebras amenazando con fracturar la piel; el talco y los polvos de arroz en caso de que su propia palidez resultara insuficiente junto a la nuestra; el despojamiento del calzado en favor de llevar en torno al dedo gordo una anilla unida a la etiqueta con sus señas personales y su causa favorita de fallecimiento; los cercos oscuros pintados alrededor de los ojos a modo de descubrimiento anticipado de la calavera y su hueca mirada; las legiones de insectos y gusanos con derecho a transitar por cualquier región de su piel, acogedores orificios corporales inclusive.
Empleando gestos de estudiada ampulosidad, aquella caterva de locos nos daba a entender que la manada famélica nos pertenecía, por así decirlo, como justo tributo a nuestra majestad. Transmití la oportuna señal a mis huestes, eligiendo permanecer a un lado, impasible entre los quejidos de las bestias, los torpes forcejeos y las salpicaduras de sangre. Alguien surgiría para darnos la bienvenida y explicar este alarde de generosidad, si es que realmente se trataba de tal y no albergaba algún otro tipo de intenciones. Nadie apareció; no obstante, una vez saciada la falsa hambre de mis compañeros, un grupo de niños de piel translúcida, enorme cráneo y huesos quebradizos nos condujo, fanales en mano, a través de una calle casi bloqueada por un bosquecillo de arbustos que éramos incapaces de esquivar, hacia un enorme patio enlosado de mármol y sembrado de cruces cuyo portal portaba ahora la divisa “Ayuntamiento”. Reposando sobre una lápida, pierdo un nuevo fragmento de carne y escribo una nueva página. A lo lejos se distingue una hilera de luces. Tenemos visita.
He juzgado inconveniente conservar mi diálogo con el alcalde, un hombre solemne avergonzado de su gordura más que de cualquier otra cosa en el mundo. Su bienvenida oficial consistió en un discurso largo, complicado, entonado cual letanía, salpicado de fórmulas griegas y latinas y de otras palabras ajenas a mi léxico, durante cuyo curso sus acompañantes se postraron rígidos por tierra, cubriéndose con puñados de grava y exhalando breves suspiros como ensayos del último. Enfrascado en tan patética representación, creo que tardé en comprender lo que se pedía de nosotros. Al menos hasta que una muchacha adolescente pasó a primer término y se me ofreció.
Para esta gente somos dioses. Nuestro lastimoso vagabundear es interpretado por ellos como la más noble forma de inmortalidad, donde el espíritu conoce victoria definitiva sobre el innoble y caprichoso cuerpo. De ese modo, el sin duda caprichoso cuerpo de la propia hija del alcalde, pleno de curvas y sorprendentes relieves por más que afectara delgadez, se prestaba a ser desgarrado y mutilado por mis repugnantes zarpas, por mis mellados colmillos, a fin de inocular en sus venas y arterias el virus, la bacteria, o lo que sea que nos despierta a esta segunda vida más pausada y filosófica. Contraviniendo la costumbre de nuestra especie, miré a los ojos de la chica, percibiendo expectación, ansiedad, impaciencia como por perder de una vez la virginidad y así incorporarse de una vez al mundo de las personas mayores. Todo lo contrario a la aprensión o el miedo.
He rechazado la oferta. He rehusado el ofrecimiento de desenterrar a los niños muertos y despertarlos con besos feroces para que ellos mismos reúnan de nuevo a la familia en un siniestro abrazo. Me he negado a ver mi estirpe perpetuada y multiplicada, a conducirla en un éxodo sin fin hacia los confines del mundo y de vuelta, en vista de que no hay destino, ni finalidad, tan sólo arrastrarse hasta que nuestra armazón deje de sustentarse. La putrefacción y la descomposición deben ser comprendidas y apreciadas en sus ventajas si te han tocado en suerte, nunca veneradas como atributos sublimes propios de hadas o ángeles, y así lo he hecho saber al alcalde, bajo las estrellas pálidas, los fuegos fatuos compensando la luna nueva.
La decepción de aquellos hombres, e incluso su ira contenida, emanaban de sus miradas y actitudes en ondas casi tangibles, no obstante ninguno hubiese osado levantar la mano contra seres cuyo mero tacto era tabú según su cultura, por más que se anhelara una comunión íntima con ellos. Sin despedidas, cada grupo tomó su camino, ellos hacia su pequeña ciudad bautizada Necrópolis, nosotros hacia la noche negra, salpicada de obstáculos invisibles que se graban sobre nuestras tenues retinas a fuego infrarrojo, surcada por brisas vivificantes y frescas, incluso para quienes, como nosotros, son incapaces de respirarlas.
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El destino continúa agitándonos cual dados en su cubilete. Apresados en nuestro vagar por jinetes armados ornados de plata y oro, hemos pasado de la antesala de la Estigia a la plaza mayor de Gomorra. Dondequiera que mis ojos se posan, todo es piel contra piel, lengua contra lengua, pezón contra pezón, pubis contra pubis, y todas las combinaciones y permutaciones posibles entre todos y cada uno de estos elementos sencillos. Según puede observarse incluso desde la ventana jaspeada de la dependencia palaciega donde se nos aloja, la idea del placer en Gomorra (porque no se trataba de una figura retórica, vivimos en una reconstrucción imaginaria de la villa aniquilada por Yavé) no excluye en absoluto lo doloroso o lo repugnante, como demuestran las concubinas del sátrapa cuando descuidan sus agotadores deberes conyugales para impregnar sus rosadas turgencias de nuestro hedor y nuestra decadencia física. Ignoro los gérmenes que se desprenderán en cada uno de nuestros abrazos, pero no obstante los gomorritas saben vivir incluso sus enfermedades incurables como una fuente de voluptuosidad, manteniendo la esperanza y la realidad del goce mientras el cuerpo arda.
Sé que muchos de mis seguidores se sienten confusamente heridos en los retazos que les restan de sus convicciones morales. No pueden entender el papel que juegan en las diversiones privadas de los grandes señores, junto a cuyos inmensos lechos son instados a permanecer de guardia, portando una antorcha, un ovillo de cordel púrpura y una botella labrada conteniendo un fluido azul cielo donde nadan minúsculos pececillos, hasta el momento señalado en que se les necesita. Ni siquiera yo mismo soy capaz de hallar un gran sentido en las Olimpiadas Animales desarrolladas cada luna en plena calle bajo las órbitas vacías y vigilantes de los ciclópeos dioses patrones de la ciudad. No puede pretenderse la comprensión total de cuanto nos rodea.
Tal vez la única incomodidad seria derive del hecho de que somos prisioneros en nuestra suntuosa y sensual morada. Gregor, que sigue bailando al son del canto de las esclavas, al que se une voluntariosamente Carlota; Irma, que pasa cada vez más tiempo separada de mí, asistiendo entusiasta a las orgías teatrales del Anfiteatro; Víctor, quien ya ha visto patentadas, por otros, varias de sus ingeniosas variaciones sobre los utensilios básicos del placer; o el señor Vega, más feliz que nunca al disponer de un muestrario infinito de vestimentas sofisticadas dotadas de su propia luz en la oscuridad y sus propios elementos internos elásticos y vibrátiles; ninguno de ellos añora la llamada del horizonte jalonado por ruinas asimétricas como dentaduras deterioradas, ni hace caso a aquella sed de sangre caliente que parecía entonces la única verdad de nuestras vidas, como escribí hace varias páginas con mayor afán retórico que sinceridad. Espero de verdad llegar a acostumbrarme al boato alegre e insolente, a desempeñar con alegría mis funciones como feo juguete de vicios ajenos. A pesar de sus bastantes defectos, dudo que esta buena gente merezca el arrasador relámpago divino, pero, por si acaso, prefiero refugiarme en otros mundos que este, escuchando cada noche la voz de una niña de ojos perturbadores que viene a leerme, por propia voluntad, los episodios más subidos de tono de una de las biblias nacionales, “Las mil y una noches”. Como todos los de mi especie, soy inmune al sueño, de modo que es ella quien cae dormida, tras lo cual la arropo y acaricio su larga cabellera rubia.