Aunque di
casi por terminado hace tiempo mi recorrido bloguero, se me hace raro llegar a
marzo y faltar a mi cita con la crónica de la Muestra Syfy, que, como ya he
dicho otras veces, es un raro fogonazo de la vida que debería haber llevado,
insertado en medio de una existencia más prosaica y menos chiflada, amén de una
constante puesta en cuestión del tópico según el cual los gustos compartidos
acercan a las personas, cuando en realidad podía llegarse a argumentar que, si
en una sala se sientan, digamos, 400 personas a ver la misma película,
asomándonos a la mente de cada una nos encontraríamos procesos de comprensión y
asimilación que a la salida resultarían en 400 películas diferentes cuyos
efectos positivos o negativos sobre sus sensibilidades dependerían de factores
tan aleatorios como que la casa del protagonista le recordaba a la de su tía
Josefina, en cuyo patio el espectador A le robó sus primeros besos a una prima,
o que la música del tema principal está plagiada del grupo preferido de un ex
novio de la espectadora B que le hizo la vida imposible en la universidad antes
de dejarla por una búlgara.
Suerte que
en la vida actual lo de la diferencia de pareceres se resuelve de una manera
más sencilla: vas a Internet, lees un par de opiniones, copias y pegas en tu
mente lo primero que te suene bien y de esa manera tienes algo que decir en la
conversación. Antes por lo menos te encontrabas opiniones excéntricas pero
originales: ahora el primero que marca tendencia en Twitter ve su juicio
repetido en eco decenas de cientos de veces. Y a falta de Twitter, el lado
oscuro de los visionados en sala: lo que un servidor llama “el linchamiento
colectivo”. Cuando un par de espectadores marchosos se cachondean en voz alta
de una película y sus compañeros de butaca les siguen, la percepción del pase
se ve inevitablemente coloreada por las intervenciones de los graciosos de
turno.
Este es el
motivo de mi desazón ante el pase del que iba a ser uno de los títulos estrella
de la Muestra, “Seoul Station”, el proyecto animado principal del que salió esa
especie de spin-off en imagen real, “Train to Busan”, tan bien acogido y con
tanta repercusión que hasta lo vimos en salas comerciales españolas a inicios
de este mismo año. Pues bien, se trató de una peli que no solo no cayó en
gracia sino que se tomó directamente a guasa y los guays a la salida iban
hablando de lo mala que había sido y todo el percal. Considerando que son
proyectos “gemelos”, surgidos del mismo director y guionista, uno solo puede
aventurar que parte del público de hoy ya es incapaz de admirar una animación
tradicional, realizada sin ordenador, y que apuesta conscientemente por cierta
tosquedad y fealdad para ser coherente con una temática más dura y sucia. A
Yeon Sang-Ho ya le funcionó esta estrategia con las anteriores “The king of
pigs” y “The fake”, pero, por alguna razón, el público del Palacio de la Prensa
no recibió bien su nueva propuesta de este estilo. A uno se le ocurren varias explicaciones. En primer lugar,
al revés que “Busan”, “Seoul Station” no es una película de espectáculo, no es
un blockbuster, sino una serie B oscura de ritmo lento. En segundo lugar, los
personajes no están creados pensando en la identificación con el espectador (si
se piensa bien, todo el terror teen está lleno de mozalbetes salidos y confusas
aspirantes a reinas de la belleza), sino que son seres tarados, estúpidos,
incapaces de tomar una decisión correcta, todo bajo el signo de una voluntad de
crítica social que nuestros vecinos de sala tomaron de manera contumaz por mala
escritura de guión (a propósito, sigo sin tener tan clara la coña de “cierra la
puerta” que se fue repitiendo de película a película durante el fin de semana:
estoy seguro de que la mayoría de las personas, si fueran perseguidas por un
“zombi rápido”, no pararían su carrera para cerrar una puerta de la que no
tienen llave, amén de que, si una chica, teniendo una cama detrás, se sienta a
una mesa y se queda dormida, es para intentar decir que está tan cansada que le
da igual cualquier sitio y postura para conciliar el sueño; a muchos me gustaría
verlos escribiendo un guión y haciendo una peli, a ver si lograban sacar algo
de lo que no se riera nadie). Otro punto interesante es que “Train to Busan” es
un blockbuster, con todo lo bueno y lo malo, con una moraleja humanista muy
general y sus buenas dosis melodramáticas, mientras que “Seoul Station” aborda
temáticas más espinosas, como la prostitución, la pobreza, la disgregación
familiar, la conflictividad política o la brutalidad policial. ¿Una estética
más low cost predispone más a sacar defectos a una ficción? ¿Unas actuaciones
algo flojas de los actores de doblaje (sensiblemente por debajo de las de los
seiyuu japoneses) roban legitimidad dramática a un film de animación “serio”?
¿Una peli de animación siempre va a ser peor valorada que una de imagen real?
¿La influencia nefasta de Pixar (que, por cierto, jamás produciría una peli de
animación con una historia como esta) terminará por conseguir que al público
joven no les gusten los films dibujados a mano? Preguntas que no me estaría
planteando si hubiera visto “Seoul Station” con otros cuatro gatos en una sala
de versión original y por tanto la considerara, a falta de feedback exterior,
como una firme candidata a peli de culto en la década de los 20.
El segundo
linchamiento que presenciamos en la Muestra estaba más que anunciado, pues se
trataba de la presentación de una película española, el western de Víctor
Matellano “Stop over in hell”, cuya falta de calidad se daba por supuesta entre
el público desde mucho antes de verla. No voy a entrar en el tema del
negativismo en torno a nuestro cine, que veo llegar una digresión y me conozco,
pero lo cierto es que la película, ya de entrada, parecía llegar a un lugar
equivocado: al contrario que el “Bone Tomahawk” de la edición pasada, “Stop over
in hell” no es cine fantástico o de terror, ni su mirada es lo suficientemente
ambigua para admitir lecturas surreales o sobrenaturales. Es simplemente una
película española del Oeste, la primera hecha en serio en quizá cerca de 50
años. Pero, a pesar del énfasis en la violencia, con momentos de un gore un
poco rústico, y los intentos de apropiación de grandes momentos clásicos del
spaghetti o de Tarantino (menos presente de lo que se ha dicho: no basta con
que el psicopático “Coronel” repita la misma frase siempre que mata,
necesitaríamos laberínticos monólogos de 15 minutos que por alguna razón
aumentan la tensión en lugar de acabar con ella), la película es más una carta
de amor o una declaración de intenciones que una obra acabada con universo
propio, y puede ser vista con simpatía si uno piensa que las llanuras del Far
West están en Colmenar Viejo y si sabe ver las apariciones de Antonio Mayans o
Enzo Castellari como vínculos con una época que creemos más feliz porque no la
vivimos. Confieso que intenté que me gustara: Pablo Scola está convincente como
el villano protagonista y hay una clara intención, que no se puede o no se sabe
plasmar visualmente, de evocar los sórdidos años 70 del rape and revenge, de
“La última casa a la izquierda” o “Los visitantes” de Elia Kazan, pasando por
las galerías de tarados secundarios del cine de Peckinpah (uno de ellos, el
negro apodado “Cuba”, se erigió en uno de los héroes de la Muestra, a poco que
un actor de color se asomara siquiera un poco a la pantalla), pero el pulso
narrativo va decayendo a ojos vista porque la decisión de no apoyar el
desarrollo con subtramas o sorpresas obliga a que los dos momentos culminantes
sean una demostración de fuerza y virtuosismo en la dirección y actuación a los
que no se aspira lo suficiente. Lo que recordaré más del momento “alfombra
roja” fue la bajada del escenario de un ya anciano Mayans, ayudado por el también anciano Colin
Arthur a descender los escalones. El hecho de que el ex actor fetiche de Jess
Franco llenara la pantalla en su breve intervención, cuando en su juventud
exasperó a legiones de fanáticos de la serie B, hace concebir esperanzas
positivas, por una vez, acerca del paso del tiempo.
Otra de las
películas impopulares fue “47 metres down”, del director Johannes Roberts, cuya
historia en torno a las tribulaciones de dos turistas estadounidenses cuya
jaula anti-tiburones se suelta del barco para aterrizar en el fondo marino
tenía al menos las distinciones de estar rodada casi íntegramente bajo el agua,
desafío técnico del que salía más bien airosa, y de no abusar del CGI chungo
como en multitud de telefilmes de nuestro canal patrocinador. Lo malo, claro
está, es que la película, como el western de Matellano, pinta poco en un evento
como la Muestra (de hecho, el componente terrorífico es tan bajo que la
película podría ser emitida en horario infantil sin problemas) y tiene toda la
pinta de ser un reemplazo de emergencia para la ya anunciada en febrero “Swiss
army man”, que por haber sido estrenada en salas la semana anterior,
aprovechando una ventana de exhibición disponible, tuvo que caer del cartel,
desafortunadamente a mi entender, pues el humor marciano y las extravagancias
del film de los Daniels habrían generado los suficientes cachondeo, polémica,
admiración e irritación para dotar de energía a una jornada que, entre el frío
exterior, mínimo histórico de temperatura en los 14 años de la Muestra, y el
frío interior generado por la mala acogida a un título programado tras otro,
estuvo a punto de pasar a la historia también como la más triste.
Sin embargo,
a dos semanas de distancia, la peli inicial de la tarde, “Worry dolls”, se
recuerda con un poco menos de desprecio, dado que tendrá el guión todo lo flojo
que queráis, y el protagonista, Christopher Wiehl, será todo lo mazacote que
queráis, pero tener una cabeza atravesada por una taladradora mecánica a los
tres minutos de metraje es todo un manifiesto de desprecio al mainstream (de
hecho, apenas un canal tan grindhouse como Dark se animaría con algo así, y con
lo de grindhouse aludo también a la calidad técnica de su imagen). Si vemos la
película como lo que es, una serie B que, con un presupuesto que no llegaría ni
para los cafés de Brad Pitt, intenta presentar persuasivamente un concepto que
aspira a ser original y atractivo sin serlo en realidad pero cae en una
confusión sin remedio (los amuletos que un psicópata llevaba colgados al
cuello, pasando a otras personas, las impulsa a cometer horribles asesinatos
basados en sus peores miedos) y hace gala de una ingenuidad que a veces la hace
involuntariamente graciosa. Miro en IMDB al director Padraig Reynolds, veo que
“Worry dolls” es su segundo largometraje tras un periodo de espera de cinco
años, y me convenzo de que estas películas pequeñas y modestas tienen que
existir, como parte de un proceso de aprendizaje, como una manera de formar
parte de esos escalafones medios de la industria que en EEUU sí existen (aquí
en España solo hay dos opciones: triunfar o morir) y como una perpetuación de
una manera de hacer cine artesanal pero honrada que parece perdida para la
pantalla grande entre tanto blockbuster y que, si bien ha dado, da y dará
muestras con más talento que el evidenciado en esta película, debe tener un
lugar en muestras como esta. Lo que me inquieta es la ecuación “si quieres
tener cabezas taladradas y litros de sangre, no puedes esperar también
personajes, argumentos y diálogos de interés”.
Algo que se
podría aplicar también, aunque intente de un modo grandilocuente demostrar lo
contrario, la que para mí fue la peor película de la Muestra, peor que “Worry
dolls”, peor que el western de Matellano y peor que la de los tiburones. Y me
da rabia decir esto, porque la anterior película de Rob Zombie, “The Lords of
Salem”, me pareció de lo mejor que ha sabido hacer un director que no escribe guiones,
que improvisa en todo momento y busca crear un efecto acumulativo de ideas
brillantes e impactos visuales. Normalmente, lo de Zombie es un batiburrillo de carnavales
ambulantes siniestros, brutalidad provinciana, sexo sucio y surrealismo pop,
aspirando casi a ser una versión grindhouse de David Lynch y renunciando a
contar una historia “como Dios manda” ya desde su debut con “La casa de los
1000 cadáveres”. Pero lo bueno de “The Lords…” era que Zombie aplicaba su morro
soberano a crear atmósferas e imágenes extrañas y abigarradas, de una manera
ciertamente pretenciosa (palabra que para mí, en esta época en que los
youtubers amenazan con convertirse en la corriente principal de la cultura, es
más un elogio que otra cosa) y ciertamente mal recibida por muchos seguidores del
terror que, básicamente, lo que quieren es carnaza. Y supuestamente “31” es lo
que la gente quiere: ambientes setenteros y sórdidos y carnaza a kilos. Pero no
una carnaza cualquiera, sino una carnaza “de autor”, pero “de autor” en el mal
sentido: casi todas las decisiones narrativas o visuales parecen arbitrarias,
cualquier laguna parece taparse con la excusa del surrealismo (pones a Malcolm
McDowell con una peluca del siglo XVIII y ya da igual que largues el enésimo
refrito de “El malvado Zaroff”) y se pretende remachar que se te está
transmitiendo una visión oscura del mundo a través de interminables monólogos
“tarantinescos” con una pinta improvisada que echa para atrás (yo sigo
esperando la historia que Richard Brake, alias Doomhead, iba a contar a su
primera víctima allá por el minuto 4 o 5 de peli) y que dan lugar, al final de
la película, a un momento autoparódico que sería divertido de no ser porque los
planos finales lo desmienten porque sí. En un claro caso de mezclar mil
ingredientes en una cazuela para un guiso que no sale, se combinan a propósito
elementos que chocarían a un estadounidense medio o incluso progre (esos
personajes negros en pleno estereotipo de “máquina sexual”, lenguaje malsonante
a cascoporro, una burla inmisericorde al respeto por las minorías a través de
personajes como el famoso enano mexicano con una esvástica tatuada, o la
sexualización de una mujer ya avejentada como Meg Foster, cuando Hollywood nos
quiere hacer creer que a partir de los 35 todas ya son mamás o abuelitas), pero la progresión
narrativa no existe (es apenas una escena brutal después de otra, lo cual llega
a fatigar) y el resultado visual, con esa especie de nave industrial abandonada
como plató de rodaje, tampoco se diferencia demasiado de cientos de otras
series B y Z a las que no se buscó dar un toque Kubrick poniendo a McDowell una
peluca a lo “Barry Lyndon” mientras le atienden sirvientas en topless sacadas
de “Eyes wide shut”. Que la película se rodara en 20 días se nota para mal, y
un servidor alberga cierta preocupación de que Zombie convoque otro
crowdfunding para hacer continuaciones, el asunto vuelva a prosperar y tengamos
que tragarnos otros 100 minutos de sinsentido en una futura Muestra Syfy. Lo
mejor de todo, corear en los créditos iniciales ese temazo que siempre ha sido
“Walk away” de James Gang.
(No me
resisto a hacer un pequeño inciso sobre el conato de escándalo mediático
formado durante el pase de esta película, en la sala supuestamente “no
mandanguera”, y que intentó ser controlado por la dirección del evento
solicitando amablemente el borrado de varios mensajes en Twitter, esa red tan
peligrosa que hasta puede facilitar la venganza de ultratumba de Carrero
Blanco. Aunque al parecer se trató de un tipo con manos largas tratando de
aprovechar los sobresaltos de la película para tantear las formas de una vecina
de butaca, la sucia mente colectiva de la red lo convirtió en un perturbado
excitado sexualmente por el gore que se la meneaba allí mismo hasta que alguien
de su entorno lo descubrió y fue expulsado de la Muestra, en teoría para
siempre, lo que me evoca imágenes de una foto sumistrada al personal de entrada en años sucesivos con un pie de foto en plan “persona non grata”. Uno en
serio no sabe qué es peor, porque el punto de vista oficial le dejó perplejo.
Ahora resulta que el típico imbécil que mete mano en los cines es un monstruo
peor que Hitler, mientras que por otro lado estabas dando una imagen de los
fans del terror y el gore como unos locos peligrosos que se la menean cuando
ven imágenes de sangre y violencia, al estilo de Nacho Martínez en “Matador” de
Almodóvar, cuyos sucedáneos del porno eran “Seis mujeres para el asesino” de
Bava y “Colegialas violadas” de Jess Franco. No nos parece bien ninguna de las
dos cosas, pero la primera, magnificada desde el escenario del cine, se arregla
tan solo poniendo en su lugar al tonto de turno, mientras que la segunda daña
mucho más la imagen y respetabilidad del género de terror y sus seguidores. Con
este clima un tanto inquisitorial que quiere establecer el feminismo más hardcore,
para el cual, si haces siquiera la más pequeña ironía que ponga en duda el
dogma de la igualdad entre los sexos, se te puede culpar de todas las mujeres
asesinadas por sus respectivos, uno casi está tentado de empatizar con el
pajillero, aunque lamente su elección de material para excitarse. Pero al final
es la única opción cuando no haces más que incurrir en micromachismos en tu
vida cotidiana. Un servidor, por su parte, ya no vuelve a ceder asientos o
ayudar a llevar nada pesado a ninguna chica, pues con ello está menoscabando su
fuerza y sus capacidades y por tanto dando por hecho que es un ser débil que
necesita la ayuda de un fuerte y magnánimo macho).
Volviendo al
hilo principal, por mirarlo desde el lado positivo, al menos “31” es una
película que no tendremos oportunidad de volver a ver en la gran pantalla y que
supone un cierto antídoto, si bien estomagante, a la supuesta tiranía del mainstream
y los blockbusters, que también estuvo muy bien representada en esta edición,
pues se abrió con “Logan” y se cerró con “Kong: La Isla Calavera” (en claro
contraste con la XIII Muestra y sus dos “sujetalibros” de neto carácter indie,
“La invitación” y “High-Rise”). Probablemente se debiera a mi cansancio
acumulado, pero quedo muy guay y muy alternativo diciendo que perdí un poco el
hilo de la historia por sueño durante ambos títulos, como supuesta demostración
de que lo comercial y adocenado ya me aburre y que mi espíritu solo se estimula
ya con material más cutting edge (pose estúpida que es solo tres cuartos falsa:
el año pasado, en la misma tarde, llegué al extremo de aplaudir con las orejas
“Cemetery of splendour” de Apichatpong y a continuación ver con desdén y hastío
“Captain America: Civil War”). Como son películas que vamos a tener hasta en la sopa,
tampoco me extenderé demasiado en cada una. “Logan”, supuesto carpetazo (hasta
el siguiente reboot, al menos) de la saga sobre Lobezno, apuesta por un tono
crepuscular, una violencia explícita y una seriedad dramática que por sí mismos
no inventan la pólvora pero se aprecian más en el contexto de un universo
fílmico Marvel en el que el Doctor Extraño usa wifi y hace chistecitos sobre
Beyoncé. Nunca he sido un seguidor acérrimo de la franquicia mutante que acabó con mucho del potencial de Bryan Singer, de modo que solo me queda la opción de exhibir mi
ignorancia: por más que Lobezno haya perdido aquí su inmortalidad, sigo
encontrando a Hugh Jackman demasiado fornido y apuesto en esta entrega para
considerarlo el personaje decadente que se nos quiere vender (no así ese
profesor Xavier en plan viejo chocho perdido), la trama sigue siendo un poco la
de siempre y para colmo se nos recicla esa trama en plan “el mentor y guía de los
niños perdidos” que tan poco gustó hace 32 años en “Mad Max: Más allá de la
Cúpula del Trueno” (que por cierto tiene un final, con la tribu aguardando a
otros supervivientes en la ciudad desierta, que encuentro de todo menos
esperanzador). Algo interesante de la película es un diseño de producción que
trata de dar un aspecto de “futuro cercano” a través de muchos detalles que
solo advertirán los que se fijen bien, empezando por los coches, y que suponen
un ejemplo de departamentos “secundarios” haciendo un trabajo en el que
guionistas o directores no quieren entrar. Eso sí, James Mangold tiene el
detalle de citar en los agradecimientos finales a Alexander Mackendrick, pero
los cinéfilos más maleados, en lugar de ver en estos niños mutantes
asilvestrados un tributo a “Viento en las velas”, harán bien en interpretarlos
como los cimientos de la próxima generación fílmica de la eterna “Patrulla X”.
En cuanto a
“Kong”, me soprende un poco que a Peter Jackson se le afeara hace 12 años pasar
tanto metraje en la isla de los monstruitos y ahora el hype de la
superproducción de Legendary nos lo quiera hacer pasar por una idea
originalísima. No es mala idea hacer tabla rasa de todo lo hecho anteriormente
sobre el gran simio, e incluso incurrir en una cierta justicia poética (después
de haber sido abatido tres veces por la aviación en EEUU, sienta bien verlo
victorioso frente a un batallón de helicópteros militares), y sería un tanto
injusto reprochar a la peli ser poco más que un festival de peleas entre bichos
gigantes, pero no dejo de ver el pretexto algo débil (esperé en vano motivos
ulteriores para el viaje a la isla), trasladar la ambientación a unos años 70
post-Vietnam, que podría haber dado bastante juego temático, sirve para poco
más que crear una mixtape con éxitos de Bowie, Black Sabbath o la Creedence, y
juntar un reparto de campanillas para luego dar a sus personajes muertes
estúpidas no tiene mucha lógica artística. El concepto oficialista, transmitido
en la presentación de Dolera, de que las majors ahora dan sus superproducciones
a jóvenes talentos surgidos de Sundance para así imprimirles un tono
personal me suena un tanto hueco aquí, pues, ni hay conceptos atípicos ni
sorprendentes (la única nota anti-establishment, que podría consistir en hacer
del líder militar un villano vengativo que conduce a sus hombre hacia la
muerte, se palía por comité con el entrañable veterano de la II Guerra Mundial
abandonado en la isla que interpreta John C. Reilly), ni tampoco Jordan
Vogt-Roberts hizo una declaración fundamental sobre el arte y la vida con la
simpática “The kings of summer”. Seamos prosaicos: estos directores jóvenes y
ambiciosos lo que son es más manejables. Comparemos “Kong” con la denostada en
su momento versión de Jackson y lo cierto es que la de Jackson era mil veces
más “de autor” (esta vez en el buen sentido, que ambos existen), con una
sensibilidad hacia lo pulp, lo fantástico y lo terrorífico que aquí me cuesta
ver. Ni siquiera creo que los efectos de la película de 2005 hayan quedado lo
suficientemente anticuados para que una reactualización fuese tan necesaria. Se
ha creado un nuevo Kong, y se le ha hecho más grande, con el objeto de que en
unos años se va a enfrentar a Godzilla, no hay más. Solo me quejo de que los
responsables de esta peli se hayan olvidado de espectadores pretenciosos y
gafapastiles como un servidor, que realmente quieren subtextos, simbolismos,
metáforas y todas esas chorradas. Y para colmo hubo demostración fehaciente
durante el pase de que solo se “lincha” al cine pobretón que carece de glamour y padrinos: en las primeras apariciones del militar antagonista, de
raza negra, ya surgía la voz guasona invocando a “Cuba”, momento en el que una
airada voz femenina saltó: “¡Es Samuel L. Jackson!” Acabáramos: de unos dibujos
coreanos “mal hechos” o de un western español rodado en Colmenar te puedes
reír todo lo que quieras, pero al actor de “Pulp Fiction” (aunque también sea
el de “The Spirit” o “El hogar de Miss Peregrine”) se le debe un respeto. Que
aún hay clases, leñe.
En cuanto a
la relación entre el público y las películas programadas, hay otro fenómeno
curioso que es el de los títulos de los que absolutamente todo el mundo sabe
que van a ser malísimos sin necesidad de verlos, pero que aun así son
programados, quizá por algún tipo de obligación contractual u otras sórdidas
componendas acaecidas detrás de la pantalla, y con los que todos alegremente se
ceban, quizá como chivo expiatorio de situaciones o personas de su vida privada
a las que nunca podrían atacar porque el ataque les sería devuelto, mientras
que, bueno, los que están en el negocio del espectáculo deben encajar el golpe
y sonreír. Lo cierto es que la finlandesa “Lake Bodom” prometía poco: ¿una
especie de slasher nórdico sobre unos excursionistas que acampan en el lugar de
unos célebres crímenes, y que tontamente se convierten en víctimas
propiciatorias? Como todo el mundo que va a escribir las crónicas de la
Muestra, he leído en Wikipedia la historia de los crímenes del lago Bodom
(inspiradores también del nombre de la banda de heavy rock nórdica Children of Bodom) y
la verdad es que ahí hay varias películas potenciales muy interesantes, entre
las cuales habría una al estilo “Departamento Q” de Jussi Adler-Olsen, con el
caso reabierto 40 años después y uno de los supervivientes acusado en virtud de
los análisis de ADN recién descubiertos entonces, o incluso, dado que uno de
los sospechosos oficiales era un conocido espía finlandés del KGB, se podría
haber hecho una flipante panorámica de los años 60 fusionando estética pop, la
incipiente revolución sexual y la paranoia de la Guerra Fría. Claro está que
basarse en el caso real con un cierto margen creativo habría sido difícil
debido a la aparición de personas reales que se habrían visto afectadas, y
cambiar los nombres de los personajes y lugares habría robado a la peli de una
de sus bazas, que es lo icónico del “caso Bodom”, mítico como lo es todo crimen
aún no resuelto y sin visos de serlo. Romperé una lanza por esta película y
diré que no es tan mala: está rodada de manera bastante profesional, con buen
ritmo y cierta atmósfera, y tiene un par de secuencias bastante conseguidas. Lo
malo es que se trata de un producto que aspira a parecer hollywoodense, y
alguno de sus temas de fondo optan a captar el espíritu de los tiempos de una
manera bastante oportunista: no hay película que aspire a un target adolescente
en la que Internet y las redes sociales no desempeñen alguna función, y aquí,
en efecto, tenemos como raíz del conflicto la caída en desgracia de una
estudiante por unas supuestas fotos de desnudo difundidas en la red que todo el
mundo afirma haber visto, y que la ponen en serias dificultades con su familia,
de una estricta religiosidad protestante digna de algunas pelis de Ingmar
Bergman. La excursión morbosa para visitar los escenarios del célebre crimen
será el pretexto para un ajuste de cuentas con finalidad oculta entre dos
parejas jóvenes y guapas (por cierto, di por hecho que Mimosa Willamo sería la
lánguida y mullida rubia víctima del engaño, pero IMDB me revela que era la
morena dura y espabilada, una prueba más de que uno no se puede fiar de un
nombre), que, previsiblemente, se terminarán topando con el verdadero asesino
nunca castigado. Dejo al lector la capacidad de juzgar si el perpetrador de
unos asesinatos en el año 1960, es decir, 55 años antes del año de estreno de
la película, estaría aún en condiciones de repetir la hazaña, así como de
evaluar la pertinencia de haber desechado la vía de un suspense aséptico con
sus momentos puntuales de violencia, tal como lo vemos en pantalla, y en su
lugar crear una espectacular pesadilla ultra-gore que a buen seguro habría
indignado a los conocidos y familiares aún vivos de las víctimas de un crimen
que parece haber marcado la conciencia colectiva nórdica (no me parece muy
descabellado ver en él el origen de la tienda de campaña roja de la saga
noruega “Villmark”). Probablemente veremos a Taneli Mustonen al frente de
alguna secuela de un éxito de terror made in USA. En cuanto a cine finlandés se
refiere, no parece haber término medio entre dos historias de éxito tan
diferentes como las de Aki Kaurismäki y Renny Harlin.
El tema de
los estragos de Internet aparece también en una de las películas bien recibidas
de la Muestra, “The good neighbor”, ópera prima de Kasra Farahani, hasta ahora
dibujante y asistente del director artístico en un buen número de producciones
importantes, últimamente en “La serie Divergente” o “Guardianes de la Galaxia
Vol. 2”. Vendida al público de la Muestra como una inteligente comedia negra
con un papelón de James Caan casi en plan “abuelito cabrón”, descorazona un
poco ver que en el fondo no es una película de James Caan, sino de los no muy conocidos joveznos Logan Miller y Keir Gilchrist, con una de estas tramas
“guays” que aseguran la atención de un público adolescente porque, ya lo
dijimos antes, los protas usan Internet, en este caso para espiar y hostigar a
un vecino malhumorado que supuestamente maltrató a su esposa hasta que ella
murió. No niego que es ingenioso hacer de la puesta en escena y de la posición
de las cámaras un motivo argumental básico (lo que sí dudo es que no se haya
hecho antes), ni que la estructura en flash-backs, durante un juicio por unos
hechos que aún no conocemos, sea eficaz a la hora de mantener el suspense
(aunque el uso clásico de ese procedimiento sea la novela “¿Acaso no matan a
los caballos?” de Horace McCoy, publicada allá por 1935), y la narración está
dosificada de un modo eficaz e impropio de un director debutante, pero he de
admitir que el resultado me emociona menos que a otros espectadores de la
Muestra: el estilo visual viene más marcado por el hardware usado que por
decisiones humanas (ya dijo Godard, en una de sus típicas meadas fuera del
tiesto, que “El odio” estaba rodada por Sony y no por Mathieu Kassovitz), los
jovencitos protagonistas irritan (claro que en el tipo de pelis programadas
aquí no voy a ver muchos personajes de cuarentón sexualmente frustrado con los
que pueda identificarme) y la “zona de ambigüedad” no está muy bien lograda
(dudo que algún espectador, tal como están presentadas las cosas, pueda creer
durante siquiera cinco minutos en el posible lado oscuro del “inquietante
vecino”). Es interesante en cierto modo cómo, para uno de los protagonistas, se
logra convertir un desenlace desastroso en todo un happy end gracias al cual
todas las tribulaciones futuras merecerán la pena, pero ese inquietante cambio
de prioridades me parece un poco hueco cuando gran parte del atractivo de lo
que sucede se basa en las cosas tan chulas que te permite hacer la tecnología.
Es como los que piensan que “La red social” es una ácida crítica a Facebook,
cuando lo que logró básicamente es subir el perfil mediático de Facebook unos
cuantos enteros, amén de legitimarla culturalmente. No se puede luchar contra
la industria del armamento a tiro limpio.
Curiosamente,
después de “The good neighbor”, que podría ser definida como “una falsa
película de James Caan”, tuvimos la agradable sorpresa de “I am not a serial
killer”, que contra todo pronóstico terminó siendo “una verdadera película de
Christopher Lloyd” y se ganó el entusiasmo de los asistentes pese a ser una
producción indie de ritmo moroso que, imaginamos, perderá bastantes enteros en
revisión una vez perdido el elemento sorpresa. Pero, mientras tanto, la
película de Billy O’Brian nos proporcionó el placer de la película festivalera
de la que no sabíamos nada y que terminó dando más de lo que prometía en un
principio. Me gustaría no decir nada del argumento (de hecho, una de mis reglas
hoy por hoy como espectador es tratar de no leer nada sobre la temática y
argumento de las películas y llegar ante la pantalla lo más virgen posible),
pero baste decir que lo que parecía en un principio una comedia negra
costumbrista sobre los problemas de un adolescente diagnosticado como posible
psicópata (interpretado por Max Records siete años después de su papel
protagonista en “Donde viven los monstruos” de Spike Jonze) termina
convirtiéndose en una película de fantástico / ciencia ficción con todas las de
la ley, y que lo que parecía un cameo geriátrico más del intérprete de Doc
Brown (ver la reciente "Cold moon", programada en el festival Nocturna) acaba por ser un papelón completamente tomado en serio con sus momentos
emocionantes y todo. El ambiente invernal y nevado suele funcionar bastante
bien en este tipo de historias, y las evocaciones del “universo Stephen King”
(durante un tiempo creemos estar ante una variante de “Apt pupil”, alias
“Verano de corrupción”) así como un sentido de la cotidianeidad macabra (la
madre del chico tiene una funeraria) que puede traer a la mente la serie “A dos
metros bajo tierra” son puntos de anclaje eficaces pero también muestran que la
película es mucho menos original de lo que parece (y es que la originalidad
tiene un precio, como pueden atestiguar infinidad de autores de películas
únicas consideradas obras de culto, y que hubiesen preferido tener una carrera
profesional en el cine antes que ser reivindicados 20 años después por gente
rara), y que en definitiva lo que hace es pulsar una serie de botones a los que
nuestro tipo de público siempre responde. Pero da igual. No me importa que me
pulsen botones, siempre que sea consciente de ello. El placer en la vida es
menos frecuente de lo que se cree. Y no olvidemos, antes de pasar a otra peli
de la Muestra, la curiosidad friki que gustará a más de uno: el monstruo fue creado
por Toby Froud, hijo de Brian Froud, diseñador conceptual de “Dentro del
laberinto” de Jim Henson, y efímero actor infantil como aquel niño que raptaba
Bowie para llevárselo a su dimensión fantástica.
Otra figura
célebre de la fantasía fílmica, vista este año en un contexto diferente, es la
del hobbit Merry (¿o era Pippin?), interpretado en la trilogía de “El Señor de
los Anillos” por el actor británico Dominic Monaghan, que solo volvió a tener
un momento de gloria como uno de los náufragos de la isla de “Perdidos” (“Flash
Forward” no cuenta) antes de ponerse a las órdenes del catalán Carles Torrens
en “Pet”, enésima reactualización de los paralelismos entre relación de pareja,
secuestro, psicopatía y sadomasoquismo que llevan coleando en el mainstream más
o menos desde que John Fowles publicó su novela “El coleccionista” en 1963. Es
interesante ver a un actor especializado en personajes “monos” en la piel de un
enamorado obseso y secuestrador, aunque eventos posteriores que no deberíamos
relatar aquí vuelven a poner su papel en la perspectiva correcta: el pobre Seth
no tiene oportunidad ninguna frente al personaje que interpreta la letona
Ksenia Solo. Es posible que ahí se haya buscado la solución fácil, pues quizá
habría sido más interesante tener como actor principal a una mala bestia que
terminara por revelar su lado vulnerable, en lugar de a un hombre peculiar pero
que en el fondo nunca fue malo del todo. Hacer sentir miedo por el malo habría
sido un desafío mucho más interesante, pero la película, fiel devota de la
estrategia contemporánea “un giro de guión cada 15 minutos” cumple su cometido
de mantener cierta tensión, intrigar ligeramente y ofrecer sus ocasionales
escenas gore. Respecto a esto último, es interesante recordar que “Pet” se rodó
en el mismo plató que el primer “Saw” y que podría en cierto modo
verse como la cuna del efímero subgénero torture porn. Como no estoy tirando
demasiado de Wikipedia, me llama la atención en la trayectoria de Torrens que
no haya prácticamente nada en ella, incluso desde su etapa cortometrajista, que
tenga ambientación spanish. Si la intención es crear proyectos competitivos,
que puedan camuflarse sin problemas entre títulos estadounidenses “de pura
cepa”, se ha logrado el objetivo: la factura es impecable, la planificación muy
eficaz y las interpretaciones anglosajonas más que correctas. Claro que existe
un lado negativo en esa ambición, el riesgo de pasar desapercibido entre muchos
otros proyectos similares que aparecen cada año. Volvemos a lo de “Lake Bodom”:
¿es mejor aspirar a una personalidad creativa única que hará que tu producto
sea marginado por muchos pero eliminará toda la competencia para quien quiere
lo que tú hagas o por el contrario es preferible una eficiencia sin cara que te
permita optar a un pedazo, aunque sea pequeño, del mismo pastel que todos se
disputan? Bueno, siempre puedes incluir tu toquecito creativo, como hizo el
compositor de la música de “Pet”, que, en sintonía con el tema de la perrera y
el sacrificio de animales abandonados que nadie quiere, incluyó ladridos en el
ritmo de uno de los fragmentos musicales… sin conocer al público de la Muestra
ni imaginarse que esos ladridos iban a ser coreados por gran parte de los
espectadores.
Este año,
contrariamente a otros, sí hemos tenido “sesiones golfas” a la altura, no solo
gamberras sino también ofreciendo valores cinematográficos más allá de la
desvergüenza. Entre el viernes y el sábado vimos “The funhouse massacre”, que
en clave de comedia juvenil cumplió las pretensiones frustradas de dos
películas recientes: por un lado, homenajea al típico slasher de los 80 como
“The final girls”, pero sin verse obligada a ser para todos los públicos y por
tanto a prescindir de ese elemento tan esencial que es el gore, y por otro,
“Escuadrón Suicida”, al no tener entre su supergrupo de psicópatas a ningún
Will Smith ni a un todopoderoso comité detrás preocupado por invertir millones
del conglomerado Warner en las aventuras de unos personajes que nunca les
caerían bien a la gente sanota de la América profunda. El director Andy Palmer,
ya desde el principio en el que Robert Englund pasa revista a los internos de
una especie de Arkham Asylum, se plantea su historia en clave de tebeo
caricaturesco y salido de madre, con una presentación antológica de cada uno de
los psycho-killers encerrados, y su manejo de los estereotipos teen del grupo
de incautos jovenzuelos que entra en el parque temático sobre asesinos en serie
del que sus inspiradores evadidos toman el control es lo suficientemente
divertido y habilidoso, y está lo suficientemente bien conjuntado con una
progresión eficaz del suspense y la comedia, y con un despliegue de efectos
físicos que suponen todo un balón de oxígeno en medio de la tiranía CGI que
vivimos, que el hecho de que la peli sea básicamente una tontería entretenida
acaba por convertirse en una virtud más que en un defecto, sobre todo después
de las dos películas anteriores, a saber, la de los tiburones y el western de
Matellano. Lo único que lamento es que los proyeccionistas no hicieran zoom y
visionáramos la peli en un formato “no anamórfico” de 1:2,35 con bandas negras
arriba y abajo que supuso todo un retorno a aquellos pases en el Palafox de
títulos como “Cargo”, “Tucker & Dale vs. Evil” o “Shadow”. Un recuerdo
involuntario para una antigua sede que, tras su cierre, recompra y previsible
reforma, nunca volverá a ser la misma, hecho que nadie mencionó y que me obligó
a quitarle el micrófono a Dolera en la sesión de clausura para tributar un
pequeño homenaje a la entrañable sala donde un servidor ha vivido algunos de
los mejores momentos fílmicos de su vida.
Mejor aún
fue la proyección de madrugada a altas horas del domingo, con “Scare campaign”,
obra de Cameron y Colin Cairnes, otro tándem de hermanos australianos (como los
Spierig), que, a juzgar por lo visto aquí, darán que hablar dentro del género.
Al igual que en “Pet”, se emplea una estructura de guión que un servidor
denomina “de cajas chinas”, en el que un módulo argumental contiene un giro que
lleva poco después a otro y así sucesivamente, con lo que la propia naturaleza
de la historia se va replanteando cada cierto tiempo. Así, una comedia sobre un
reality show de falsas apariciones fantasmales va convirtiéndose en una
verdadera película de terror que traza un camino desde el sentido de la
diversión ochentero hasta la obsesión por el morbo de las imágenes de
asesinatos reales, enfrentando al equipo televisivo del programa, obligado a
cambiar a un formato más terrorífico o ser despedido, contra una misteriosa
sociedad internetera de enmascarados que actualizan la cámara-arma de “El
fotógrafo del pánico” y desprenden una convincente impresión visual de
satanismo y brutalidad (esas máscaras animales que llevan un poco más allá al
asesino de “You’re next”). Es cierto que las sorpresas, como suele suceder, no
son del todo sorprendentes, pero el impulso narrativo superó al de casi todo lo
visto durante el fin de semana, y fue exactamente lo que necesitaban los
espectadores que ya llevaban cuatro pases a sus espaldas: esa especie de
rock’n’roll fílmico que solo puede darte una buena película de terror y acción,
mezclando imaginación, adrenalina con un componente revulsivo de horror físico
(aún no sé en qué estaban pensando los que programaron “4:44 last day on Earth”
de Ferrara en un pase de medianoche de la edición de 2012, pero me callo porque
al menos la vimos: es una película que sigue oficialmente inédita entre
nosotros a día de hoy). Y, después de Rob Zombie, al menos nos quedamos
tranquilos: una película gore podía ser creativa en el buen sentido y ofrecer
un material que dé una moderada impresión de originalidad sin salirse del
tiesto a cada momento. A partir de ahora, pienso mantenerme al tanto de qué
hacen los Cairnes. No diré la tópica frase “están destinados a hacer grandes
cosas” porque habría que definir primero qué son “grandes cosas”. Si “grandes
cosas” es un mega-blockbuster estilo “Kong”, o una saga de éxito planetario al
estilo Lucas o Peter Jackson, que hipotecan tu creatividad para los restos, prefiero
que los Cairnes se tomen otros cuatro años entre peli y peli, siguiendo con sus
trabajos por la mañana, y ofrezcan más pequeñas sorpresas como esta. Claro que,
si les preguntaran a ellos, probablemente dirían “a nosotros dadnos una
franquicia de superhéroes con un mínimo de 12 partes por contrato, una casa con
piscina y un estilo de vida por todo lo alto, y el público de la Muestra Syfy
que se quede con sus peliculitas simpáticas”. Son dos formas igualmente válidas
de ver la vida.
Dejo para el
final el díptico del domingo tarde, que para mí resume, por su carácter
contrastado y el abanico de emociones que despierta, lo que la Muestra Syfy
aporta a mi vida y echo de menos durante el resto del año. No se puede decir
que se trate de películas que vayan a ser difíciles de ver, pero acotemos un
poco el asunto: una de ellas se estrenó a las dos semanas pero desaparecerá de
cartel en un par de días según escribo, y la otra, a no ser que me equivoque (y
ojalá sea así) quizá tenga un fastuoso estreno en cuatro o cinco salas de todo
el país en pase único a las 22:30. Pero, en fin, volvamos a aquello con lo que
estábamos: si recuerdo la XIII Muestra y comparo aquella tarde del domingo (un
found footage en Jerusalén visto a través de gafas Google y una comedia fantástica
pasable que despedía melancólicamente al ya muy malito Terry Jones) con esta (un ambicioso anime
que combina de modo laberíntico comedia, romance y una ciencia ficción “para
inteligentes” y una peli de autor francesa con ribetes de horror físico y
saltos conceptuales que abofetean a mucho espectador “normal”), me creo vuelto
a los tiempos felices del Palafox, a aquel evento para “modernos” donde podías
ver cine minoritario con la sala llena hasta las trancas y así creerte en un
universo alternativo, saliendo de la sala a la glorieta de Bilbao, que para
muchos de nosotros tiene mucha más credibilidad como centro neurálgico de
Madrid que una plaza de Callao mucho más mercantilista y ruidosa.
En todo
caso, “Your name”, como tanto anime, logra la rara proeza de ser muy comercial
(en Japón ha batido récords) y a la vez notablemente compleja:
desafío a cualquiera a resumir en una sola frase simple de pocas palabras el
concepto de la película y que se le entienda. La sospecha de que se han
refundido guiones que tuvieron una existencia por separado es muy fuerte: un
chico y una chica que intercambian sus cuerpos cada cierto tiempo y se ayudan
mutuamente en sus dificultades intentan conocerse en persona pero no lo logran,
porque, tras el impacto sobre Japón de un meteorito desgajado de un cometa, la
comunicación entre ambos se interrumpió al ser destruido el pueblo de ella,
muerta junto con todos sus ocupantes, catástrofe que quizá aún pueda evitarse
porque el vínculo no era simultáneo, pues ella viajaba al futuro de él para
ocupar su cuerpo, mientras que él se trasladaba al pasado de ella… Observen que he
ocupado ya nueve líneas en letra Calibri punto 16 y aún no he empezado a
desentrañar las verdaderas complejidades y ramificaciones de la historia. Y
fíjense que en Japón esto no lo tira ningún comité preocupado por mantener las
cosas sencillas y no perder dinero: este barroquismo se sirve con una paleta
cromática llamativa y exquisita, personajes principales dibujados al viejo
estilo (nada de animación 3D) y una banda sonora rebosante de “J-pop”, y arrasa
en taquilla. Makoto Shinkai, tras sus años “solitarios” en los que fraguaba
pequeñas maravillas de melancolía emo, fabrica la que es con facilidad su
mejor película, abrazando muchos de los estilemas del anime mainstream de los
que antes parecía renegar (entre ellos, el humor adolescente y el énfasis en lo kawaii), aparcando su minimalismo (hasta en duración: se pasa de los 40
minutos de “El jardín de las palabras” a cerca de dos horas bien llenas de
guión) para caer sin remordimientos en el exceso, con una densidad capaz de
revelar detalles nuevos a lo largo de unos cuantos visionados, pero reteniendo
una sensibilidad especial y alternativa, como muestra el increíble impacto
emocional de un desenlace basado en la situación más común y menos espectacular
del mundo, pero que adquiere una resonancia inaudita después de todo lo que
hemos visto. Lo siento por los millenials duros y cínicos que vean aquí
sacarina y cursilería; que se queden ellos en su habitación sucia y desordenada
disfrutando sus vídeos de autopsias mexicanas y ejecuciones reales en la
Camboya de Pol Pot. Yo disfrutaré de esta joya esteticista hasta el delirio (no
es casual que “Your name” haya ostentado el récord de aplausos a la Luna de
toda la Muestra) y me emocionaré creyendo durante 100 minutos que el guión de
la vida no tiene por qué estar escrito de antemano y que conocer a una persona
nueva puede representar una diferencia cósmica en el orden de las cosas.
Después
llegó “Crudo”, sobre la que ya su título internacional da una impresión
equivocada. Lo que pasa es que “Grave” es demasiado francés y demasiado
intraducible: hay un matiz ahí de argot y de locura juvenil que ninguna
traducción podría reproducir, con lo cual se nos deja con el mensaje de que es
una película sobre canibalismo, que no es necesariamente el caso. Al revés
que “I am not a serial killer”, que era una peli cien por cien de género con
ropajes indies, “Crudo” es una peli indie cuyos componentes de terror han
sido empujados a primer término por su publicidad, pero que ignora
olímpicamente, y hace bien, toda la parafernalia y toda la lógica interna
propia de los códigos del terror como género. Entre algunas de las quejas
suscitadas por la película (amén del decepcionado “no era para tanto” entre los
que esperaban algo tan fuerte o más que una autopsia mexicana o una ejecución
camboyana) hay una que tiene fundamentalmente razón pero revela que se está
procesando la experiencia con un chip equivocado: “la historia no hay quien se
la crea”. Y es verdad: es difícil o imposible admitir que determinadas escenas
podrían suceder en la vida real, incluso si queremos admitir que en materia de
comportamiento aberrante todo es posible. Del mismo modo que es difícil leer
“Crash” de Ballard (o ver su adaptación al cine por Cronenberg) tomando al pie
de la letra que podría haber un grupo de personas que realmente buscaran tener
accidentes de circulación con un objetivo de gratificación erótica. “Crudo” es
en definitiva una fábula, una transmutación metafórica del proceso de paso a la
edad adulta, la transición entre una infancia en la que se te mantiene
ignorante de una serie de hechos de la vida y la abrupta entrada en esos
secretos, que a los ojos de un niño son irremediablemente sucios y violentos.
La clave para entender el rol del canibalismo en el argumento es que la
familia, ante los ojos del mundo y la sociedad, practica un vegetarianismo
estricto, pero en privado la pulsión por comer carne cruda es irresistible. En
cierto modo, convertirse en adulto equivale a aprender a fingir, a ser
hipócrita. Si te pillan en público, puedes ir hasta a la cárcel, por tanto lo
importante es que no te pillen. Junto a esa dimensión social, también hay una
dimensión política, ejemplificada en el bizutage que sufren los alumnos de
primer curso de la facultad, lo cual lleva a una división férrea entre clases
sociales: los novatos, obligados incluso a dormir al aire libre con sus
colchones, y los veteranos, que disfrutan de un frenético tren de vida lleno de
música, orgías y drogas. Únanle a esto el momento “rap feminista”, con el tema
titulado “Plus putes que toutes les putes”, que ha irritado por doquier a unos
cuantos espíritus sensibles de variado espectro ideológico, y quedará claro que esto no tiene nada que ver con
el famoso y efímero “cine extremo francés” ni estamos ante un psycho-killer al
uso, e incluso, si nos ponemos pijoteros, podríamos no estar ni ante una
película de terror. Pero, al contener temática extrema manejada de un modo no
realista, y por momentos surrealista, a un servidor le costaría negar de un
modo tajante la pertenencia de “Crudo” a ese escurridizo dominio llamado “cine
fantástico”. La película, aunque posee un par de momentos que dan cierta
aprensión, parecerá casi de Disney a los que quieren ver sangre y vísceras, pero
en cambio será muy embarazosa para gran parte del público educado del cine de
autor. El que suscribe la valoró bastante, le pareció una plasmación muy válida
de todo ese imaginario sangriento femenino que tiene su origen en los traumas
de la menstruación y el resto de brutales peajes que se pagan a la biología por
pertenecer a ese sexo y no al otro, una aportación curiosa al subgénero coming
of age con un enfoque yo creo que nunca visto sobre el tema de la rivalidad
con la hermana mayor y más experimentada, y considera muy meritoria la
interpretación de Garance Marillier y las distintas etapas, desde ángel
adolescente a demonio depredador, por las que atraviesa su personaje. Por un
momento pensé que las prometidas “imágenes fuertes” tendrían a menudo su origen
en las prácticas de la facultad de veterinaria, pero ya vi que no: eso sí
habría provocado una verdadera controversia en la época en que vivimos, y
realmente no era necesario en una película bastante arriesgada y novedosa, que
fue a esta edición lo que “Canino” a la VII Muestra en 2010, a saber, un título
en la frontera entre lo artístico y lo explotativo, que sobre el papel podría
no pintar mucho en un evento así, pero que una vez visto no deja lugar a dudas.
Aparte, sorprende que Universal haya apoyado tanto la distribución y la
promoción de una película que horrorizaría a la mayor parte del público
“normal”. El precedente de “La bruja” muestra que a esta multinacional no le
importa dar el espaldarazo a un cine malrollista y con pretensiones, siquiera
como gesto de cara a la galería: luego el canal patrocinador muestra la
verdadera cara mainstream del conglomerado mediante sus telefilms de gárgolas
invasoras contra Edward Furlong, pero al César lo que es del César.