sábado, 31 de diciembre de 2011
Antiguos ídolos: Phish
Al final va a ser verdad eso de que, sobrepasados los cuarenta, uno comienza a ver, levemente sobreimpresos en la atmósfera de alrededor, los caminos que nunca se ofrecieron a nuestros pasos, o aquellos que en su momento dejamos atrás y por los que ya no se nos permitirá aventurarnos.
Uno se imagina, por ejemplo, a principios de los 90, como un jovenzuelo imberbe e impresionable asistiendo sin amigos a un concierto en las fiestas de un pueblo vecino y viéndose transportado a un mundo cósmico de voces e instrumentos entrelazados en una apoteosis improvistaiva hippiosa y buenrollista difícil de imaginar en la cínica y descreída Europa. Porque el país pudo ser Estados Unidos, la canción pudo ser “The Divided Sky”, y el grupo pudo llamarse Phish.
Aquí en España, con el mundo de la música pop y rock marcado por la cutrez oficializada de la Movida, con los entendidillos vendidos a la pérfida y sórdida Albión del New Musical Express y el Melody Maker y con un recelo hacia la exhibición de talento (excepción hecha del que permite regatearse a toda la defensa contraria y marcar gol) que parece estar cincelado en nuestro ADN , cuesta lo suyo entender que en los Estados Unidos perviva la herencia greñuda de los Allman Brothers o los Grateful Dead y que cientos de miles de jóvenes y no tan jóvenes acudan a ver cómo agrupaciones de músicos saltan como jabatos a los escenarios para pelear contra sus limitaciones a base de horas y horas de improvisación rockera. El fenómeno jam band, tan marcado por el idealismo y la ingenuidad como pudo estarlo en su día el rock progresivo, resulta tan exótico, cotejado con un panorama como el patrio, como el gamelan balinés o el teatro kabuki.
Ante el eclecticismo de Trey Anastasio, Mike Gordon, Page McConnell y Jon Fishman, los cuatro componentes de Phish, que jamás repetían un concierto, pasando del rock clásico a fusiones casi zappianas, amigos de las versiones sorprendentes (a veces de álbumes enteros, como “Quadrophenia”, “The Dark Side of the Moon” o el “White Album”), capaces de funcionar como una única mente musical en improvisaciones conjuntas de lo más épico donde el total era siempre superior a la suma de los cuatro miembros, pero también amigos de parodiar el virtuosismo de la estrella del rock cuando Fishman, el batería, se disfrazaba de “Henrietta” y deleitaba a la audiencia con trepidantes “solos” soplando el tubo de una aspiradora Electrolux, ante la autenticidad de cuatro instrumentistas lejanos de la perfección de los diplomados de Berklee pero también de su frialdad calibrada al milímetro, ante la emoción y el entusiasmo que supieron suscitar simplemente tocando y tocando con alegría y una cierta extravagancia mientras los medios mundiales sólo tenían ojos y oídos para el grunge o el britpop, sólo cabía desempolvar la funda de la Les Paul y juntarse con otros tres o cuatro frikis de las jams, sabiendo tocar o no, y aprendiendo directamente sobre la escena a fuerza de las mismas ganas y la misma entrega que mostraron Phish en su momento.
Aquí, en cambio, saber tocar, siquiera un poquito, siempre ha sido la ofensa capital en el pop y el rock (salvo el heavy, claro), y la improvisación siempre ha sido el coto de las élites enrarecidas del jazz, a menudo enrarecidas a fuerza de hambre por falta de circuito. La escena jam band, en cambio, “democratiza” la música improvisada (a veces dando lugar a grupos horrorosos, pero de todo tiene que haber), y provee un caldo de cultivo ideal para jovenzuelos imberbes e impresionables como el joven Abuelo Igor, que podrían haber pasado unos años locos de giras caóticas, composiciones pretenciosas e interminables desarrollos instrumentales antes de que el polvo se acumulase de tal manera sobre el estuche de su Les Paul que ni siquiera una erupción solar podría sacudirlo de su inercia.
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domingo, 11 de diciembre de 2011
El mejor comienzo jamás rodado para una película biográfica, o por qué hay que actualizar los blogs más a menudo
¿Quién es la muerta? ¿Por qué la desentierran? ¿Qué es ese libro en el interior del ataúd, por cuya causa, obviamente, se ha abierto la tumba? Si después de ver esto no ardes en ganas de seguir viendo la peli para saber quién rayos era el Dante Gabriel Rossetti de marras, es que no tienes sangre en las venas. Por momentos como este es por lo que mantendré hasta mi último aliento que Ken Russell es un cineasta infravalorado.
[P.S. más largo que el texto de la entrada en sí: Mi razón para publicar esta entrada, tan pronto para lo que estilo ahora, y tan relacionada temáticamente con la anterior, ha sido mi hallazgo fortuito del único otro obituario sobre el director británico que he leído hasta ahora en un blog hispano, concretamente en el del escritor Juan Carlos Planells. Tras una titánica lucha con su superego y el qué pudiera pensar la gente de bien, Planells emitía un juicio más bien favorable sobre el finado, calificando su cine "histérico" como "necesario" y admitiendo cierta admiración por "Un viaje alucinante al fondo de la mente". Lo que no me esperaba yo, al pasar a la sección de comentarios, era encontrarme con el mensaje, posteado en la entrada por un lector allegado, de que Planells había fallecido unos tres días después de publicar un obituario que quedaba misteriosamente convertido en el suyo propio. Llamadlo superstición, pero no quise que mi oda póstuma al director de "Tommy" quedase durante semanas sin relevo. Quede esto también como homenaje a Planells, como autor de nuestro fantástico y como firmante de un blog que constituía un verdadero viaje al museo de la cultura olvidada y a los archivos de un grafómano incurable, pese a deslices como desdeñar el cine de animación o idolatrar a Avril Lavigne. Pero nadie es perfecto. Hasta siempre, otra vez.]
domingo, 4 de diciembre de 2011
Ken Russell (1927-2011)
No hay mucho futuro para los iconoclastas en los museos ni en las academias: si, a apenas 18 años de su muerte, se puede dar a un grande del siglo XX como Frank Zappa, que en vida tuvo pocos pero grandes admiradores, por virtualmente olvidado, no quiero ni pensar qué pasará a partir de ahora con Ken Russell, sinónimo de mal cineasta para la crítica más petarda y que ni siquiera en sus últimos años pudo ver editados en vídeo doméstico con un mínimo de calidad títulos suyos del calibre de “El mesías salvaje” o “Los diablos”.
Ya hablé de Ken Russell aquí y aquí, y no deseo repetir la mayoría de lo que ya dije mientras el abuelo aún vivía. Cuando yo empezaba a ver cine y a leer libros y críticas, la cantidad de bilis vertida de ordinario sobre el bueno de Ken me hacía pensar que, cuando ponía de acuerdo en su contra a tantas personas cuya opinión yo no solía respetar, algo bueno tenía que haber hecho. Los que le tachaban de histérico y excesivo parecían ignorar que nuestra vida civilizada, razonable y encarrilada necesita vías de escape, siquiera en el arte, y que, si uno ha de ser sensato, equilibrado y riguroso incluso en el tipo de arte que disfruta, y no puede tolerar que los demonios de la imaginación se desmanden, es que la distopía de Orwell ha llegado y los barrotes de una cárcel infinita e invisible se cruzan en nuestro cerebro.
Ken Russell era un romántico de la vieja escuela, de los que sentían ganas repentinas de nadar desnudos en pleno invierno y lo pagaban muriendo ahogados o de pulmonía. Siempre he encontrado gracioso que los detractores de “Gothic”, la peculiar versión “made in Russell” de la legendaria noche en Villa Diodati que dio origen a todas las leyendas del terror moderno, señalen con particular inquina, como ejemplo preclaro de los delirios irresponsables de su director, la escena en la que un Shelley muy drogado ve a una mujer desnuda con ojos en el lugar de los pezones; reproche que ignora el hecho de que Shelley mencionó una visión similar en sus diarios de la época. Si se quiere hablar de los románticos desde dentro, poniéndose en su piel, el desmelene es inevitable; de otro modo, se termina haciendo un “Remando al viento”, es decir, una película desprovista de la vulgaridad entusiasta de Russell pero que reduce a sus poetas excéntricos a objetos de una exposición prestigiosa, huecos y sin vida.Otra película comúnmente denostada, “La pasión de China Blue”, guarda sin embargo, bajo su atmósfera complacientemente sórdida y sus golpes de efecto burdos, una mirada sociológica sobre la vida erótica del ciudadano medio y un humanismo a la hora de tratar temas casi tabúes en el cine como puede ser el de la sexualidad de la gente anciana que costaría encontrar en las obras de autores más “serios”.
Y en cuanto a la conexión con la música clásica, se me quedó en el tintero de mis artículos anteriores que, en mi opinión, Kubrick no habría filmado “La naranja mecánica” tal como la conocemos sin el precedente de Ken Russell y sus documentales de la BBC. La Novena de Beethoven ilustrando ahorcamientos, estatuillas de Cristo desnudo bailando, o Rossini marcando el ritmo de coitos a cámara rápida, parecen ideas del tío Ken. Siempre agradecí a Kubrick mostrarme que la música clásica podía asociarse a emociones fuertes y contemporáneas, pero eso ya lo había hecho antes Russell, a la par que ese estilo visual que hoy se ve desfasado pero que para mí encapsula el vigor de una época que, quizá por coincidir con mi niñez perdida, añoro desesperadamente.
Ahí tal vez resida la clave de mi identificación con un cineasta por el que se tiene tan poco respeto: su creatividad incontinente, a menudo sin filtros de coherencia ni de rigor, es la energía primordial del universo tal como pasa por los ojos y la mente de un niño grande; esa misma energía primordial que Ken hizo estallar en los fotogramas de “Un viaje alucinante al fondo de la mente”, que sobre el papel debía haber sido un manifiesto new age hasta que la Warner cometió la insensatez genial de darle el guión a un artista gamberro, a todo un precursor del punk que sin embargo amaba la música clásica y las bellas artes.
Hasta siempre, Ken. No todo lo que creaste fue igual de bueno, e incluso podría decirse que bastante de ello fue más bien malo, pero hiciste lo que te dio la gana, y, con tu entusiasmo insensato, iluminaste desde la pantalla la oscuridad de un mundo conformista, previsible y cuadriculado. Quizá se te termine olvidando, pero estuviste ahí. Otros, pese a su constante presencia en las carteleras, la prensa y las conversaciones de la gente culta, no llegaron a estar nunca de verdad.
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