jueves, 21 de agosto de 2008
Una sombra en el pasado
Con la masiva, casi indiscriminada, reivindicación actual de todo cuanto de excesivo, desmelenado y cantoso tuvo el cine de los 70, sorprende un poco el relativo olvido de Ken Russell. Simplemente por el hecho de ser considerado algo así como el mal gusto en persona por la crítica de la época, ya se le debería estudiar, siquiera arqueológicamente, o por el más sano criterio de llevar la contraria. Su cine, energético, precursor de los delirios del videoclip, abundante en secuencias de las que no dejan indiferente, desde congregaciones de monjas poseídas de un frenesí masturbatorio hasta Anthony Perkins asesinando prostitutas con un consolador metálico, conecta extrañamente con el repudio a las buenas maneras que hizo tan buena fortuna en el ámbito de la música pop, y podría situarse en las antípodas de producciones al estilo Merchant Ivory, mostrando un bajo vientre psicológico de la vieja Inglaterra, una histeria subyacente, que muchos prefieren soslayar.
Pero lo que distingue a Russell de otros practicantes de un cine granguiñolesco, de un simbolismo a menudo zafio, sin miedo alguno a un ridículo en el que cae sin arrepentimiento, es su obvio bagaje cultural, sus referentes en las artes plásticas o la música clásica. Cuando uno se da cuenta, por ejemplo, de que las alucinaciones de William Hurt en la psicotrópica “Un viaje alucinante al fondo de la mente” incluyen un calco del cuadro “La esfinge” de Franz von Stuck, uno se pregunta: ¿cuántas personas conocen ese cuadro? Ese tipo de sensaciones se repite hasta en los títulos más sórdidos de su director, lo cual llama la atención dado que los mundos de la “alta” y “baja” cultura parecen ensanchar su muro de separación casi día a día.
Sobre todo me hace gracia, dadas mis dudosas filias musicales, que Russell iniciase su carrera como director de biografías de compositores clásicos para la BBC. El tema debía motivarle lo suyo, pues, incluso tras su salto a la pantalla grande, insistiría en dar su visión personal, apasionada y más que un poco irreverente, de las vidas de Tchaikovsky, Liszt y Mahler, argumentos que dudo mucho que convencieran a los financiadores de hoy para soltar la pasta, pues la música clásica, como es bien sabido, está considerada por la gente enrollada de bien como una variante de la necrofilia cultural, algo así como usar los relieves egipcios o las pinturas rupestres como materiales para la excitación erótica.
Pero uno sospecha que las intenciones de Russell eran buenas, y que sus considerables licencias, su sensacionalismo, sus anacronismos casi psicodélicos, pretendían despojar de su aureola museística a los clásicos de la música, librarlos del estigma del aburrimiento que no siempre está asociado, por ejemplo, a los clásicos de la literatura. Aunque quizá tampoco habría que descartar una relación amor-odio, unas ganas de atacar la reverencia exenta de toda crítica que suele rodear la figura del artista sacralizado.
En este sentido es curioso que “El mesías salvaje”, biografía del escultor Henri Gaudier-Brzewska y una de mis películas preferidas de siempre, carezca relativamente de ataques a la dignidad póstuma del artista, aun estando repleta de ese sentido de lo grotesco tan caro a su director. En cambio, “Mahler”, que pude visionar recientemente, es la obra paradójica de un obvio admirador del músico que sin embargo parece sentir ganas irrefrenables de bajarlo del pedestal, de señalar sus lacras, sus aspectos discutibles o incluso risibles.
Gustav Mahler, tal como lo incorpora el actor Robert Powell, parece la caricatura del creador hipersensible y neurótico. Sus crisis de celos con su esposa Alma (Georgina Hale), cuyo currículum amoroso fue de los más apasionantes de su época, se acercan a un tono de farsa teatral, mientras que sus inspiraciones en la naturaleza, la sublimación de sus vivencias y emociones en su música, el retrato musical de sus sentimientos hacia su esposa, parecen sacadas del manual de tópicos cursis sobre la vida de un artista romántico.
Y sin embargo, ese manual de tópicos forma el corazón de las ideas sobre el compositor que son moneda corriente en los libretos de discos, los programas de concierto y las conversaciones de los aficionados. Todo el folklore está aquí: las supersticiones sobre componer nueve sinfonías para no sufrir la “maldición de Beethoven”, la supuesta premonición de desgracias futuras componiendo la Sexta Sinfonía, etc. Difícilmente se podrá reprochar a alguien seguir la línea “oficial” de la biografía mahleriana, con un uso a menudo ingenioso de los fragmentos musicales y varios momentos genuinamente líricos y sentidos.
El problema surge cuando a Ken le da la vena creativa y se sumerge en secuencias de fantasía que dramatizan de una manera muy poco ortodoxa episodios de su guión. Por ejemplo, durante una evocación de su propia muerte, que ya le ha sido diagnosticada, Mahler, desde su ataúd con una ventana que le permite mirar al exterior, presencia la danza de su esposa, casi desnuda, con un grupo de sus amantes trajeados. Que esto suceda al son del “Purgatorio” de la Séptima Sinfonía no deja de tener su gracia, ni que de esta manera se refleje el cierto canallismo erótico de la Viena de principios de siglo, que ningún biógrafo fílmico “responsable” hubiera incluido en su película ni harto de vino, y eso que muchos personajes de aquella cultura “Jugendstil”, dan para mucha sordidez, y sólo mencionaré a Klimt.
Pero donde más lejos llega Russell es en uno de los episodios biográficos más controvertidos del autor de “La canción de la Tierra”, a saber su conversión al catolicismo para poder acceder a la dirección de la Opera de Viena, puesto vedado a un judío. La secuencia, planteada al estilo del cine mudo, como si fuera “Los nibelungos” de Fritz Lang, muestra a Cosima Liszt, viuda de Wagner, enfundada en un uniforme que pretende evocar el nazismo, animando a Mahler a empuñar la espada de Sigfrido para matar a una tremenda bestia que aguarda en una cueva al mejor estilo del dragón Fafner. Una vez la bestia es decapitada entre quemas de símbolos varios y evocaciones de la Crucifixión, descubrimos que la cabeza es la de un cerdo, cuyos morros Gustav devorará con fruición en una representación conscientemente repugnante de lo que es no comer “kosher”, para a continuación, pasando al cine sonoro, entonar junto a Cosima una versión de “La cabalgata de las valkirias”, cuya letra, cutre y risible a propósito, hace alusión a las delicias de no ser ya judío.
Tendrá todo el mal gusto que queráis, pero me llena de estupor el atrevimiento de formular un juicio tan severo sobre una figura cultural canonizada, sobre quien los tratadistas no dicen una palabra más alta que otra. La implicación de Mahler como un oportunista pesetero que se humilla ante los poderes fácticos y renuncia a su tradición cultural resulta doblemente incómoda por esa premonición jocosa del nazismo, con su ansia de eliminar toda una raza y una cultura bajo una fachada épica, y que el compositor, con su grotesca abjuración religiosa, parece haber refrendado y apoyado de antemano. Sin que se nos olviden las asociaciones ideológicas dudosas de muchos compositores postrománticos, como el contemporáneo y rival de Mahler, Richard Strauss, que en su vejez se llevó a partir un piñón con Hitler y su entorno. Cuestiones espinosas sobre las que los expertos serios corren un “estúpido velo” y que tiene que venir a plantear un cineasta chiflado.
También vemos a Mahler burlarse de las ínfulas como compositora de su esposa, que llega a enterrar, en una escena extrañamente lírica, el manuscrito de su composición al pie de un árbol. Russell desperdicia el potencial dramático de la tormentosa relación entre ambos, dejando su colaboración y apoyo mutuo en una escena que tiene tanto de ridícula como de entrañable: habiéndose quejado él de la multitud de ruidos campestres que no le dejan trabajar, ella corre por los campos dispuesta a despojar a los rebaños de sus cencerros, a los niños de sus sonajeros, a los pueblerinos de sus bandas de viento interpretando sus ländler en los bailes populares. Y sin embargo, como nos muestra la banda sonora, todos esos sonidos aparecen en fragmentos de sus sinfonías.
Esta mezcla de cursilería y vulgaridad, de sentimiento genuino con fantasía, de alta cultura con mal gusto, de datos biográficos con completas invenciones (¿Hugo Wolf en un manicomio por no lograr la dirección de la Opera? Lo miraré en Wikipedia, pero así a bote pronto lo dudo) podría reflejar, en cierto modo, el carácter de la propia obra de Mahler, que a pesar de haber conquistado los repertorios aguanta aún muchos debates y controversias. Una de las secuencias, que describe un cortejo fúnebre, y que utiliza como fondo musical la celebérrima “Marcha fúnebre” de la “Titán”, hace aterrizar a una bailarina de music-hall sobre el ataúd en uno de los momentos en que hace su aparición una frívola melodía popular. Y es verdad que la aparición de esa melodía es chillona e incongruente en el contexto de la pieza, con lo que Russell simplemente provee su equivalente visual.
Y es que no resulta difícil conjeturar qué puede atraer en Mahler a un artista con ínfulas eclécticas, provocadoras y un tanto genialoides: Mahler, que no es un gran melodista, que parte de un material temático a menudo barato, reciclajes de modos folklóricos o tópicos del sentimentalismo romántico, resulta no obstante genial en su uso de la orquesta, sea mediante un bombardeo sensorial o creando ambientes sonoros de una claridad fantasmagórica. Su creación es tremendamente personal, sin temor a resultar chillona o interminable, y su recepción crítica solió ser implacable, relegando las sinfonías a mediocres caprichos de un famoso director de orquesta (más o menos lo que se dice hoy de las composiciones de Lorin Maazel) que vivirían años de purgatorio hasta que Luchino Visconti las incluyera en la banda sonora de “Muerte en Venecia”. El cine de Russell es asimismo una olla podrida que aglutina elementos de muy desigual valor, sin apenas autocensura, desde lo más logrado e impresionante a lo más irrisorio, ganándose a pulso una de las peores reputaciones críticas de la historia del cine. (Y a menudo tanto las buenas como las malas reputaciones con exageradas: ahora, después de media vida viendo pestiños serie B, se tiene uno que creer que Uwe Boll es el peor cineasta de la historia. ¡Venga ya!)
La admiración mostrada por Russell en su película podrá ser burda y llena de todos los lugares comunes de la tradición; habrá incluso quienes piensen que con admiradores así, quién necesita enemigos. Pero lo que también salta a la vista es que se trata de una admiración sincera, hecha desde el conocimiento y la afición a la música, desde la perspectiva de quien quiere generar debate y sacudir las telarañas a aquello a lo que, érase una vez, se denominó “cultura”. Quizá sería arriesgado culpar a estas proclividades del declive subsiguiente del cineasta: él ya se encargaría de cavar su propia fosa a base de disparates y proyectos absurdos, y no parece que, a imagen del ciclo sinfónico de Mahler, las filmotecas futuras vayan a reservar lugares de honor para “Lisztomania”, “Gothic”, “La guarida del gusano blanco” o “La última danza de Salomé”. Pero si nos quitamos de encima ese pomposo “síndrome de las grandes obras” que hiere de muerte todo acercamiento sincero a las artes, quizá nos llevásemos más de una sorpresa entre una carcajada incrédula y otra. Algún día se darán cuenta y dirán “Ciclo Ken Russell”. Por el momento, el abuelete se tuvo que conformar con un fugaz paso por el “Celebrity Big Brother” británico.
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