domingo, 25 de mayo de 2008

"Hasta que te encuentre" de John Irving


Nuestro seguimiento de diversos artistas o creadores se asemeja mucho a una amistad a largo plazo: con el transcurso de los años, nos vemos expuestos a su personalidad, a sus peculiaridades, a sus aciertos, a sus errores, a sus cualidades admirables, a sus lacras. Seguimos volviendo a ellos porque ya nos han acompañado durante media vida, han envejecido con nosotros, nos demuestran que existe cierto grado de permanencia en un universo mutable.

Hasta que un día sopesamos los pros y contras y nos damos cuenta de que, como cantaba Milton Nascimento, nada será como antes. Que aquello que nos despertaba admiración o fascinación por aquella persona o aquel artista ya no funciona con la potencia de antaño. Que, incluso si los seguimos frecuentando y saludando, existirá siempre una distancia, una barrera invisible, una conciencia de que ambos seguiremos con nuestra vida y el otro seguirá siendo válido a su modo, pero lo que nunca volverá a ser es “nuestro”.

Me pasó con el Scorsese de “Infiltrados” y me pasa ahora con el John Irving de “Hasta que te encuentre”.

John Irving fue muy importante para mí en su momento. Allá por el comienzo de los años 90, cuando yo empezaba a leer en inglés y la disponibilidad de ediciones foráneas era aún bastante limitada (convirtiendo en bastante peliagudo el poder hacerse, por ejemplo, con obras de CF y fantasía, que son mi pasión irrenunciable), la búsqueda de material lector trajo a mis manos “Oración por Owen”, libro cuyos personajes y estructura me fascinaron y me llevaron a un periplo por el resto de su bibliografía: “El mundo según Garp”, “Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, “Un hijo del circo” o “Una mujer difícil”.

Aquellos personajes huérfanos, siempre en busca de un destino incierto, como si de unos David Copperfield o Nicholas Nickleby contemporáneos se tratara, aquellas galerías de secundarios inolvidables, aquellas glosas de relaciones atípicas que aún así funcionaban, aquel sentido de la transgresión unido a una cierta voluntad de escandalizar a los lectores un poco puretas, aquellas tramas laberínticas llenas de sorpresas que nunca se veían venir, aquellos ambientes tan creíbles, aquel arte de hacer verosímiles argumentos con multitud de elementos exagerados o inverosímiles, aquella extensión prolongada que te aseguraba una larga estancia en un universo de moral equívoca pero recta, picardía sexual y costumbrismo satírico. Todo aquello aseguraba mi fidelidad hasta el tocho siguiente.

Pero con “Hasta que te encuentre” algo parece haberse roto. En cierta manera, es su libro más ambicioso y arriesgado. Ya sin necesidad de abrirlo esto se hace evidente: frente a las habituales 600 o 700 páginas, mi edición de bolsillo llega a las 1035. Iniciando su lectura, nos encontramos con una especie de compendio de todo lo que hemos encontrado antes en las novelas de Irving: madres solteras, paternidades dudosas, infancias problemáticas, parejas disfuncionales, sexo anárquico, lucha libre, literatura sobre literatura, cosmopolitismo sicalíptico, y una redención final que viene a lavar todos los muchos pecados anteriores del protagonista.

Todo lo hemos leído más o menos ya en otras novelas, pero llama la atención un elemento nuevo: la crónica del abuso sexual al que es sometido el protagonista por chicas y señoras mayores desde la tierna edad de 10 años. Un tema así, por lo desacostumbrado, por incidir en uno de los últimos tabúes literarios y cinematográficos (sólo por eso, la adaptación al cine de este libro me resulta inimaginable), no dejará jamás indiferente, es más, levantará ampollas por doquier, sobre todo cuando, como en este libro, se adopta para su narración una postura ambigua y receptiva que no condena los hechos a cada paso, sino que deja al lector ser el juez de lo que lee.

¿Por qué llegar tan lejos? Irving lo ha dicho en alguna ocasión, confesándose víctima de situaciones semejantes durante su infancia y manifestando su voluntad de una catarsis pública mediante esta ficcionalización. Lo cual sin embargo abre un interrogante tras otro. ¿Por qué estos capítulos arriesgados y sobre el papel dolorosos terminan siendo los más entretenidos y divertidos de la novela? ¿Por qué nunca llegamos a creernos que el protagonista, Jack Burns, quedase irreparablemente marcado por su temprana pérdida de la inocencia? ¿Por qué sospechamos que tanta sinceridad no es sino una coartada para que tanto a Jack, el personaje, como a John, el novelista, se les perdonen de antemano sus desmanes y sus excesos?

Jack Burns es un hombre de gran éxito, una estrella de cine inicialmente especializada en papeles de travesti. Pero no le fue fácil llegar a donde está. En su infancia, su padre los abandonó a él y a su madre, para seguir una carrera itinerante e imparable de organista de iglesia y mujeriego consumado. Alice, la madre de Jack, profesional del tatuaje, lo arrastrará en una búsqueda internacional durante la cual será testigo de situaciones no muy edificantes y de la que sacará como resultado un temor a arrastrar en sus genes la carga genética maldita de un donjuán amoral y un mal padre. A esto seguirá su temporada como interno en un colegio de señoritas salidas que jugarán con él de maneras un poco escabrosas, su desvirgamiento por una matrona portuguesa apuntada al gimnasio de lucha libre, y su trayectoria como astro hollywoodense. La muerte de las dos mujeres más importantes de su vida, su amiga Emma y su madre, le llevará a aprender una serie de verdades que harán de él una masa de complejos psicoanalizables y lo animarán a encontrar de una vez a su casi mítico padre en un lugar y en un estado inesperados.

Básicamente, estamos ante una muestra del subgénero “pobre triunfador, qué desgraciado es en el fondo”. Jack Burns, trasunto del propio Irving, es agraciado físicamente, posee un gran talento, ha llegado a la cumbre de su profesión aunque sólo haya cosechado reconocimientos oficiales inesperados (es significativo que Jack gane un Oscar no al mejor actor sino al mejor guión adaptado, como Irving, que no posee ningún galardón literario “de los grandes” pero sí la estatuilla dorada por adaptar su propia “Príncipes de Maine...” en “Las normas de la casa de la sidra”), pero arrastra las consecuencias de una infancia sin padre y de un inicio precoz, contra su voluntad, en las relaciones sexuales. Por propia declaración de Irving, incluso el reencuentro con su familia biológica se basa en acontecimientos reales de su vida, lo cual nos coloca ante la paradoja insalvable de que el libro más personal de un escritor, el que en teoría refleja con mayor fidelidad las complejidades de su vida, sea también el menos sorprendente, el menos conciso, el más fatigoso y el peor estructurado.

Siempre admiré la filosofía novelística de Irving, su manera en que afirmaba planificar con todo lujo de detalles lo que iba a contar antes de comenzar la escritura en sí, su burla socarrona contra los novelistas que afirman seguir la inspiración del momento extrañándose de que personas así supieran llegar, por ejemplo, a un aeropuerto. Lo que no acabo de ver es que este credo se aplique con un fervor muy grande en sus últimos libros. En concreto, este último deja el pabellón un poco bajo, pues las incógnitas, las razones para seguir leyendo, no son lo suficientemente fuertes, parecen arrastradas por la autoconvicción de crear el autorretrato definitivo, la confesión más extensa y completa.

Pero un servidor se encuentra un poco incómodo ante la obra en conjunto. La idea de centrar el tercio final en el concepto de “falso flashback” de cuyo uso en “Pánico en la escena” se arrepintió Hitchcock, sirve para apuntalar las tesis fuertemente misóginas del libro, llevándolas hasta extremos un tanto absurdos. Las manipulaciones de Alice para apartar al organista William de su hijo son tan arteras, tan rebuscadas, tan complicadas de seguir, que resultan difíciles de creer, y no sólo eso, sino que consiguen empañar la memoria de un buen comienzo novelístico y hacen de la que debería haber sido la más directa y sentida de las novelas de su autor una de las más artificiosas.

Todo suena a autodisculpa, todo suena a apología de uno mismo: las relaciones sexuales con desconocidas, con mujeres mayores o quinceañeras resabiadas, los repentinos impulsos de acostarse con embarazadas, todo descrito con la inimitable mezcla “made in Irving” de efervescencia rijosa y moral puritana que condena la promiscuidad, parecen justificarse como consecuencias de un abuso temprano cuyo impacto negativo en la edad adulta nunca se nos sabe hacer ver bien. El tedio vital, la pérdida de Emma, compañera vital que de hecho fue una de sus abusadoras, la falta de dirección, afectan también a la novela, que ve necesario repetir de nuevo el tramo inicial en una nueva luz que, como ya hemos dicho, lo destruye y deja un desagradable sabor vengativo.

Por su parte, el reencuentro con el padre, cuya falta tampoco se nos ha hecho sentir como es debido, un téorico clímax que tenía la obligación de ser inolvidable tras un periplo novelístico tan prolongado, termina siendo todo un anticlímax, una decepción sólo comparable a la del final de “Todo sobre mi madre”, de Almodóvar, cuando el fascinante personaje del que tanto hemos oído hablar durante toda la peli termina siendo Toni Cantó travestido. Ignoro hasta qué punto el William Burns ficticio se corresponderá con la figura análoga en la vida personal de Irving, pero esperaba del creador de Owen Meany, T.S. Garp o el doctor Larch algo más que una especie de Robin Williams en horas bajas de histrión hipervitaminado como motor oculto de una trama que se retroalimenta constantemente a sí misma.

Si la trama defrauda, adiós a Irving, pues su filosofía literaria siempre ha desdeñado el estilismo por sí mismo, privilegiando el “qué” sobre el “cómo”. Cuando la historia no se mueve, cuando la franqueza sexual suena más a provocación que nunca cuando no debería, cuando se pierde el buen juicio sobre qué situaciones resultan genuinamente divertidas y cuáles sencillamente grotescas y casi ridículas, cuando se desarrolla una invencible antipatía hacia personajes nacidos para ser entrañables, uno empieza a darse cuenta de que el estilo en sí no es tan meritorio, que el desparpajo de antaño se ha convertido en una fórmula cansada, que, a falta de un buen guión, uno preferiría sus buenas grúas y movimientos de cámara al mismo plano-contraplano de siempre.

No sé qué pensáis, pero para mí que Irving, esta vez, no ha llegado al aeropuerto, y siendo sincero me da cierta pereza salir a buscarlo con él en su próxima novela.

jueves, 22 de mayo de 2008

Enchufados a la antena


Digan lo que digan algunos, no encuentro que la publicidad sea tan mala escuela para un cineasta. Si alguien es capaz de cautivar, de dejar una huella inolvidable en su público, de crear un mundo distintivo y novedoso en menos de un minuto, sin pasar por los trámites de una exposición, de un nudo y de un desenlace, está claro que posee talento audiovisual. Que luego sea capaz de mantener el mismo nivel de hechizo durante más de hora y media es ya una cuestión diferente, pero, desde luego, el tipo de sensaciones que trata de despertar un spot tienen mucho que ver con el embrujo primigenio de la imagen, tal como la entendían los creadores del cine mudo.

No resulta nada extraño, pues, que el argentino Esteban Sapir, de profesión publicista, se haya descolgado por nuestras carteleras con un peculiar proyecto, 'La antena', cuyos argumento, narrativa y estética remiten a clásicos de Fritz Lang, Murnau o Eisenstein. Todo un capricho plástico, realizado a base de efectos que van de lo más tecnológico a lo más artesanal, donde la anécdota argumental (el dominio totalitario sobre el ciudadano de a pie de las grandes corporaciones de la comunicación y el consumo) casi termina relegada a un segundo plano en pleno festival de dirección artística art déco, angulaciones y composiciones de plano casi constructivistas y personajes que a menudo traspasan el límite de lo grotesco para instalarse en lo inquietante (como puede ser el caso del niño sin ojos o la cantante televisiva cuyo rostro siempre está oculto por una impenetrable caperuza).

A menudo he dicho que una manera segura de alienar al público 'normal' de las salas es presentarles una película sin diálogos, pero tanto el silencio como los rótulos de 'La antena' poseen una explicación argumental, similar a la presente en 'El último combate' de Luc Besson: la población sufre una epidemia de afonía. Por tanto, si quieren hacerse entender, han de proyectar sus pensamientos sobre el aire. El secreto de esta pérdida de la voz, y la lucha por recuperarla, son la clave de una aventura de CF 'retro' que se distancia de otros intentos estadounidenses similares (ver por ejemplo 'Sky Captain y el mundo del mañana') por su descarada vocación de arte y ensayo, por su juego con una galería icónica del siglo XX que no excluye referencias al nazismo o al Holocausto, por su afortunada reticencia a explicar todos sus símbolos, por un final supuestamente feliz que a un servidor le resultó más perturbador que otra cosa.

Mad doctors, esbirros deformes, megalópolis barrocas, cicatrices imborrables, experimentos de pesadilla, bellas metáforas visuales, una mujer haciendo un papel masculino para remedar la belleza imposible de algunos actores del cine mudo, una partitura con todo el sabor ya irrecuperable de la Entartete Musik que Hitler consignó a la hoguera... Ingredientes para una película que unos custionarán por ingenua, otros por pretenciosa, otros porque una obra original y heterogénea siempre parece a simple vista falta de cohesión, pero que irá ganando adeptos con el tiempo. Aunque supongo que es demasiado visual para mucha crítica de la que anda por ahí...

miércoles, 14 de mayo de 2008

Engañar al tiempo


Hay muchas maneras de entender la música, pero muy a menudo la veo como un arma en la lucha contra el tiempo. Sabemos que los cinco minutos siguientes no van a volver, que se desvanecerán en el aire sin dejar huella. Pero si yo compongo una pieza de música (o una secuencia cinematográfica) tengo la oportunidad de crear una porción de tiempo repetible, dar la falsa impresión de que, si vuelvo a escuchar o interpretar la pieza, esos mismos cinco minutos regresan una y otra vez, idénticos si la interpretación es la misma, enriquecidos, o empobrecidos, en el recuerdo, si la interpretación es diferente.

Tanto el cine como la música son sortilegios contra el paso del tiempo, con la diferencia de que, si bien el cine resucita a los muertos, a Valentino o a John Wayne, también los condena a una existencia de almas en pena, repitiendo siempre idéntico guión de aventura exótica o de western, mientras que la reemergencia del tiempo fosilizado en los compases no es jamás la misma.

El tiempo fosilizado, además, profundiza en su propio abismo, coloca unas capas de complejidad en sentido vertical que piden a gritos indefinidas repeticiones horizontales. Un contrapunto a múltiples voces, una instrumentación compleja, contradicen el sentido de la flecha del tiempo, exigen una conciencia perpendicular que sólo la escucha repetida concede.

La música puede también coquetear con el estatismo, complacerse en un adagio perpetuo que podría confundirse con un mismo instante congelado, prolongado, un calderón indefinido que podría hacernos pensar en que, allá afuera, en la calle, los pájaros detuvieron su vuelo entre un batir de alas y otro, que el columpio no llegó a finalizar su movimiento de péndulo. Una pieza musical larga, compleja, es un baluarte contra el cronómetro, una declaración idealista de que el tiempo no importa, de que nuestra vida puede esperar hasta la última nota de la sinfonía 'Resurrección' de Mahler.

La carne muere pero los compases quedan ahí, escritos. Los músicos los leen, los interpretan, y un fantasma sutil, ligero, distorsionado, abre los ojos, se debate, pasea sin prisas por el mundo hasta que la coda final vuelve a cerrar su ataúd a golpes de timbal. La música clásica es nigromancia, es un ritual, una negación de la muerte destinada sólo a los pacientes adeptos del arte. La música pop es una declaración de impaciencia, una voluntad histriónica de disfrutar y no morir que paradójicamente muere muy temprano, víctima de su miedo a perder el tiempo en desarrollos largos y no haber dicho lo que quería en menos de cuatro minutos.

Por eso, la desgracia sobreviene cuando te conviertes en esclavo del tiempo, cuando la familia y los horarios y los quehaceres conspiran para desterrarte de toda isla al margen del reloj, te roban la posibilidad de hundirte en un mar de vientos, cuerdas y metales durante una pequeña eternidad sin duración objetiva. Adiós a la sala de audición, hola a las unidades portátiles, tus mp3 y tus IPod, que sólo saben acompañar tus pequeños trayectos espasmódicos con breves canciones que en su urgencia y alegría sólo te hablan de lo efímero y lo perecedero.

miércoles, 7 de mayo de 2008

10 gialli que marcaron mi juventud


Ahora los puristas del guión se llevan las manos a la cabeza con las trampas argumentales de Fincher, Shyamalan o Nolan, pero no sé qué habrían pensado en pleno apogeo del giallo italiano, subgénero que hacía de la trapacería narrativa una de sus señas de identidad, junto al asesino con gabardina y guantes negros, los ambientes irreales y las músicas chirriantes a propósito. Qué tiempos aquellos en los que visionaba, en compañía de amigos que perdí, joyas como las siguientes, que vistas hoy me harían rejuvenecer lo menos unos 18 años:

1 - 'La muerte acaricia a medianoche' (Luciano Ercoli, 1972)

Una mujer, tras ingerir una droga experimental, presencia los asesinatos que ocurrieron hace tiempo en una casa, cometidos nada menos que con el guantelete, terminado en pincho, de una armadura medieval. Amén de una premisa delirante de las que me gustaban entonces, recuerdo también una apoteósica pelea final en lo alto de un edificio. Bueno, entonces me parecía apoteósica. No sé ahora.

2 - 'Tensión' (Armando Crispino, 1973)

Las llamaradas del sol provocan en la Tierra una ola de agresividad, aunque esto es sólo el comienzo, sin relación con las andanzas de una neurótica jovencita de morbosa profesión. Mimsy Farmer, con su airecillo a David Bowie, protagonizaba, y Barry Primus era un cura con algún que otro secreto.

3 - 'Una lagartija con piel de mujer' (Lucio Fulci, 1971)

Otra de esas películas, como la anterior, surgidas en la estela de 'Repulsión' de Polanski, y denunciadas por la crítica seudofeminista como ataques contra el tipo de mujer que se rebela contra los roles sexuales pasivos que se le imponen, y que por lo tanto no es más que una neurótica y potencial asesina. Pero la peli la recuerdo muy surreal, muy en la onda conservadora de 'Blow up', que veía con malos ojos el Londres 'swinging'. Y no le faltaba razón.

4 - 'La iguana con la lengua de fuego' (Riccardo Freda, 1971)

No guardo un recuerdo imborrable, pero ¿cuántas veces habéis visto a Luigi Pistilli como protagonista absoluto de una peli? Otra de las muchas pelis de esta lista estrenadas, oh casualidad, en el año en que nací. Y además qué título. A veces pienso que el apogeo del giallo tocó a su fin porque se quedaron sin insectos ni bichos que poner en el título.

5 - 'Cuatro moscas sobre terciopelo gris' (Dario Argento, 1971)

La peli más desconocida y difícil de ver del director que, si bien no inventó el giallo, sí desencadenó la ola de producción del subgénero. Recuerdo un crimen en un teatro, la famosa teoría descabellada de la última imagen grabada sobre la retina del muerto, y a Bud Spencer interpretando a un personaje llamado 'God'.

6 - 'La noche que Evelyn salió de la tumba' (Emilio Miraglia, 1971)

Pocos detalles salvo el impagable protagonismo de Antonio de Teffé, más conocido para los forofos del spaghetti western como Anthony Steffen, que aquí era un héroe gótico obsesionado por el retorno de su mujer muerta, víctima propiciatoria para sórdidas tramas peseteras de las que mueven el mundo real.

7 - 'El extraño vicio de la señora Wardh' (Sergio Martino, 1971)

Confundo en la memoria los gialli de Martino, pero algo muy bueno es común a todos ellos, y no hablo de George Hilton, sino, claro está, de Edwige Fenech, ese sex symbol absoluto del giallo y la comedia erótica italiana que hoy por hoy no recibe ofertas mejores que protagonizar un cameo con el pintamonas de Eli Roth en 'Hostel 2'.

8 - 'Detrás del silencio' (Umberto Lenzi, 1972)

Rodada en España. Carroll Baker, si no recuerdo mal, sufría un trauma infantil viendo una corrida de toros y quedaba muda, preparando el camino para un remake caspas de 'La escalera de caracol'. El título original, 'El cuchillo de hielo', era veinte veces mejor y provenía de una cita sobre el miedo de Edgar Allan Poe. Aparecía Mario Pardo en plan presencia inquietante.

9 - 'Cinco muñecas para la luna de agosto' (Mario Bava, 1969)

Famosa como una de las peores películas del maestro creador del subgénero (con el permiso de 'Quattro volte quella notte'), este 'Diez negritos' permanece en mi memoria sólo por la imagen de unas bolas de cristal rodando sobre el suelo y seguidas por la cámara. Aunque hoy, visto mi declive mental imparable, probablemente me gustase.

10 - 'Cuchillos en la oscuridad' (Lamberto Bava, 1983)

Si bien 'Macabro', una de mis pelis preferidas de siempre, no tiene mucho que ver con la trayectoria posterior de Lamberto y mucho más con la de su coguionista y productor Pupi Avati, este segundo intento de Bava junior aún prometía algo diferente a lo que después nos aportó la serie 'Demons'. Un misterioso efecto sonoro grabado en una casa (¿no copió 'Impacto' de De Palma a 'Blow up'? Pues devolvamos el plagio a Italia, que es su lugar natural) y algún asesinato cafre con niños de por medio para uno de los cantos del cisne del giallo, realizado en plena debacle del gore y el canibalismo all'italiana.

lunes, 5 de mayo de 2008

La edad de diamante del cine francés


De un tiempo a esta parte, cada vez que se estrena en salas una película de nuestros vecinos de allende los Pirineos, su realizador no baja de los ochenta años. ¿Ejemplos? "El romance de Astrea y Celadón" de Eric Rohmer, "Asuntos privados en lugares públicos" de Alain Resnais, y ahora "La duquesa de Langeais" de Jacques Rivette, o "Una chica cortada en dos" de Claude Chabrol.

Por un lado, veo algo positivo: Francia aprecia su cine y cuida a sus veteranos. En Estados Unidos, primera potencia mundial del celuloide, e incluso en Inglaterra, se dejó en el dique seco a Billy Wilder, Joseph Mankiewicz, David Lean o Michael Powell sólo por su avanzada edad, aunque no les faltaban ideas para nuevas películas. Los abuelos de la nouvelle vague, tengan más o menos cosas que contar, siguen teniendo acceso a su modo de expresión, como cualquier otro artista, un pintor, un escritor o un músico.

Lo negativo es obvio: de Francia nos llega poco cine y estos veteranos tienden a cubrir la cuota. No dudo que tal vez Rivette haya hecho algo interesante con su adaptación de Balzac (su título original, el ambiguo "Ne touchez pas la hache", resulta prometedor como declaración de intenciones), pero yo veo el trailer y me descorazona ver la misma película de época, formal y seria, y me deprime aún más saberme las críticas sin haberlas leído, hablando de "el espíritu joven de un veterano haciendo un cine más fresco que el de otros directores jóvenes en edad", etc.

No he visto la de Rivette, pero sí la de Resnais, y, francamente, la juventud de los veteranos me empieza a caducar. Cómo me chirrían esos personajes reprimidos con doble vida, más propios de la Inglaterra del autor original, Alan Ayckbourn, que de esa Francia que siempre nos han vendido como desenvuelta y libertina. Qué imposible me resulta creer que Isabelle Carré, tan joven, sea la hermana de un vejete como André Dussollier, y que se cabree mortalmente con él por pillarle viendo un vídeo erótico en el salón. La impresión de despedida que transmiten los últimos fotogramas no empaña que un cierto modelo de cine, de planteamiento intimista de los personajes y situaciones, necesite una renovación que los abuelos del lugar no pueden ya aportarle.

Lo mismo suele pasar con Chabrol y esas autoflagelaciones de la burguesía acomodada, punto de mira y público principal al mismo tiempo, en un circuito de retroalimentación que ha motivado mi desinterés hace ya cuatro o cinco pelis. Uno casi desearía ver obras como las de Bruno Dumont, tocapelotas escandaloso oficial del cine de autor galo, pero inédito por estos pagos, o rememorar los hitos de Bertrand Blier, que me sigue pareciendo más reivindicable que mucho monstruo sagrado del cine progre (y más divertido). Pero no, los que queremos ver cine francés, por escuchar en la sala un idioma que amamos, nos tenemos que tragar básicamente la misma película de un abuelete provecto que lleva diciéndonos lo mismo cuarenta años.

Y vale, admito que los ancianos poseen a veces el don de la sabiduría, pero viviendo entre ellos resulta imposible no añorar a los contemporáneos.

viernes, 2 de mayo de 2008

Vive la France


Echando atrás la mirada, uno se explica muchas cosas. Francia e Inglaterra se rebelaron para cortar la cabeza al rey. En España, sin embargo, nos rebelamos para reinstaurar la monarquìa absoluta, al grito de “Vivan las caenas”, y para mantener el Antiguo Régimen lo menos hasta el mil novecientos y pico. Y lo que vino después lo sabemos demasiado bien. No nos ha de sorprender por tanto que no exista una verdadera conflictividad social en nuestro país, y que los sucesivos gobiernos no tengan la menor dificultad en metérnosla doblada.

Cuando pienso que podríamos habernos ahorrado una guerra civil y ahora formar parte de una potencia nuclear, con una divisa de libertad, igualdad y fraternidad que esconde un frío corazón capitalista, con un asombroso coeficiente de ínfulas intelectuales per cápita y un amor de inventores por el séptimo arte, con una modelo casquivana como primera dama y una relajación de las costumbres sexuales como no es posible cuando se tienen aún atados a la espalda, mal que nos pese, los dos frailes de “Un perro andaluz”, cada vez que pienso todo eso me vienen al recuerdo mis palabras en la iglesia de los Inválidos, ante la tumba de José Bonaparte: “Fue nuestro rey”.