domingo, 25 de mayo de 2008
"Hasta que te encuentre" de John Irving
Nuestro seguimiento de diversos artistas o creadores se asemeja mucho a una amistad a largo plazo: con el transcurso de los años, nos vemos expuestos a su personalidad, a sus peculiaridades, a sus aciertos, a sus errores, a sus cualidades admirables, a sus lacras. Seguimos volviendo a ellos porque ya nos han acompañado durante media vida, han envejecido con nosotros, nos demuestran que existe cierto grado de permanencia en un universo mutable.
Hasta que un día sopesamos los pros y contras y nos damos cuenta de que, como cantaba Milton Nascimento, nada será como antes. Que aquello que nos despertaba admiración o fascinación por aquella persona o aquel artista ya no funciona con la potencia de antaño. Que, incluso si los seguimos frecuentando y saludando, existirá siempre una distancia, una barrera invisible, una conciencia de que ambos seguiremos con nuestra vida y el otro seguirá siendo válido a su modo, pero lo que nunca volverá a ser es “nuestro”.
Me pasó con el Scorsese de “Infiltrados” y me pasa ahora con el John Irving de “Hasta que te encuentre”.
John Irving fue muy importante para mí en su momento. Allá por el comienzo de los años 90, cuando yo empezaba a leer en inglés y la disponibilidad de ediciones foráneas era aún bastante limitada (convirtiendo en bastante peliagudo el poder hacerse, por ejemplo, con obras de CF y fantasía, que son mi pasión irrenunciable), la búsqueda de material lector trajo a mis manos “Oración por Owen”, libro cuyos personajes y estructura me fascinaron y me llevaron a un periplo por el resto de su bibliografía: “El mundo según Garp”, “Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, “Un hijo del circo” o “Una mujer difícil”.
Aquellos personajes huérfanos, siempre en busca de un destino incierto, como si de unos David Copperfield o Nicholas Nickleby contemporáneos se tratara, aquellas galerías de secundarios inolvidables, aquellas glosas de relaciones atípicas que aún así funcionaban, aquel sentido de la transgresión unido a una cierta voluntad de escandalizar a los lectores un poco puretas, aquellas tramas laberínticas llenas de sorpresas que nunca se veían venir, aquellos ambientes tan creíbles, aquel arte de hacer verosímiles argumentos con multitud de elementos exagerados o inverosímiles, aquella extensión prolongada que te aseguraba una larga estancia en un universo de moral equívoca pero recta, picardía sexual y costumbrismo satírico. Todo aquello aseguraba mi fidelidad hasta el tocho siguiente.
Pero con “Hasta que te encuentre” algo parece haberse roto. En cierta manera, es su libro más ambicioso y arriesgado. Ya sin necesidad de abrirlo esto se hace evidente: frente a las habituales 600 o 700 páginas, mi edición de bolsillo llega a las 1035. Iniciando su lectura, nos encontramos con una especie de compendio de todo lo que hemos encontrado antes en las novelas de Irving: madres solteras, paternidades dudosas, infancias problemáticas, parejas disfuncionales, sexo anárquico, lucha libre, literatura sobre literatura, cosmopolitismo sicalíptico, y una redención final que viene a lavar todos los muchos pecados anteriores del protagonista.
Todo lo hemos leído más o menos ya en otras novelas, pero llama la atención un elemento nuevo: la crónica del abuso sexual al que es sometido el protagonista por chicas y señoras mayores desde la tierna edad de 10 años. Un tema así, por lo desacostumbrado, por incidir en uno de los últimos tabúes literarios y cinematográficos (sólo por eso, la adaptación al cine de este libro me resulta inimaginable), no dejará jamás indiferente, es más, levantará ampollas por doquier, sobre todo cuando, como en este libro, se adopta para su narración una postura ambigua y receptiva que no condena los hechos a cada paso, sino que deja al lector ser el juez de lo que lee.
¿Por qué llegar tan lejos? Irving lo ha dicho en alguna ocasión, confesándose víctima de situaciones semejantes durante su infancia y manifestando su voluntad de una catarsis pública mediante esta ficcionalización. Lo cual sin embargo abre un interrogante tras otro. ¿Por qué estos capítulos arriesgados y sobre el papel dolorosos terminan siendo los más entretenidos y divertidos de la novela? ¿Por qué nunca llegamos a creernos que el protagonista, Jack Burns, quedase irreparablemente marcado por su temprana pérdida de la inocencia? ¿Por qué sospechamos que tanta sinceridad no es sino una coartada para que tanto a Jack, el personaje, como a John, el novelista, se les perdonen de antemano sus desmanes y sus excesos?
Jack Burns es un hombre de gran éxito, una estrella de cine inicialmente especializada en papeles de travesti. Pero no le fue fácil llegar a donde está. En su infancia, su padre los abandonó a él y a su madre, para seguir una carrera itinerante e imparable de organista de iglesia y mujeriego consumado. Alice, la madre de Jack, profesional del tatuaje, lo arrastrará en una búsqueda internacional durante la cual será testigo de situaciones no muy edificantes y de la que sacará como resultado un temor a arrastrar en sus genes la carga genética maldita de un donjuán amoral y un mal padre. A esto seguirá su temporada como interno en un colegio de señoritas salidas que jugarán con él de maneras un poco escabrosas, su desvirgamiento por una matrona portuguesa apuntada al gimnasio de lucha libre, y su trayectoria como astro hollywoodense. La muerte de las dos mujeres más importantes de su vida, su amiga Emma y su madre, le llevará a aprender una serie de verdades que harán de él una masa de complejos psicoanalizables y lo animarán a encontrar de una vez a su casi mítico padre en un lugar y en un estado inesperados.
Básicamente, estamos ante una muestra del subgénero “pobre triunfador, qué desgraciado es en el fondo”. Jack Burns, trasunto del propio Irving, es agraciado físicamente, posee un gran talento, ha llegado a la cumbre de su profesión aunque sólo haya cosechado reconocimientos oficiales inesperados (es significativo que Jack gane un Oscar no al mejor actor sino al mejor guión adaptado, como Irving, que no posee ningún galardón literario “de los grandes” pero sí la estatuilla dorada por adaptar su propia “Príncipes de Maine...” en “Las normas de la casa de la sidra”), pero arrastra las consecuencias de una infancia sin padre y de un inicio precoz, contra su voluntad, en las relaciones sexuales. Por propia declaración de Irving, incluso el reencuentro con su familia biológica se basa en acontecimientos reales de su vida, lo cual nos coloca ante la paradoja insalvable de que el libro más personal de un escritor, el que en teoría refleja con mayor fidelidad las complejidades de su vida, sea también el menos sorprendente, el menos conciso, el más fatigoso y el peor estructurado.
Siempre admiré la filosofía novelística de Irving, su manera en que afirmaba planificar con todo lujo de detalles lo que iba a contar antes de comenzar la escritura en sí, su burla socarrona contra los novelistas que afirman seguir la inspiración del momento extrañándose de que personas así supieran llegar, por ejemplo, a un aeropuerto. Lo que no acabo de ver es que este credo se aplique con un fervor muy grande en sus últimos libros. En concreto, este último deja el pabellón un poco bajo, pues las incógnitas, las razones para seguir leyendo, no son lo suficientemente fuertes, parecen arrastradas por la autoconvicción de crear el autorretrato definitivo, la confesión más extensa y completa.
Pero un servidor se encuentra un poco incómodo ante la obra en conjunto. La idea de centrar el tercio final en el concepto de “falso flashback” de cuyo uso en “Pánico en la escena” se arrepintió Hitchcock, sirve para apuntalar las tesis fuertemente misóginas del libro, llevándolas hasta extremos un tanto absurdos. Las manipulaciones de Alice para apartar al organista William de su hijo son tan arteras, tan rebuscadas, tan complicadas de seguir, que resultan difíciles de creer, y no sólo eso, sino que consiguen empañar la memoria de un buen comienzo novelístico y hacen de la que debería haber sido la más directa y sentida de las novelas de su autor una de las más artificiosas.
Todo suena a autodisculpa, todo suena a apología de uno mismo: las relaciones sexuales con desconocidas, con mujeres mayores o quinceañeras resabiadas, los repentinos impulsos de acostarse con embarazadas, todo descrito con la inimitable mezcla “made in Irving” de efervescencia rijosa y moral puritana que condena la promiscuidad, parecen justificarse como consecuencias de un abuso temprano cuyo impacto negativo en la edad adulta nunca se nos sabe hacer ver bien. El tedio vital, la pérdida de Emma, compañera vital que de hecho fue una de sus abusadoras, la falta de dirección, afectan también a la novela, que ve necesario repetir de nuevo el tramo inicial en una nueva luz que, como ya hemos dicho, lo destruye y deja un desagradable sabor vengativo.
Por su parte, el reencuentro con el padre, cuya falta tampoco se nos ha hecho sentir como es debido, un téorico clímax que tenía la obligación de ser inolvidable tras un periplo novelístico tan prolongado, termina siendo todo un anticlímax, una decepción sólo comparable a la del final de “Todo sobre mi madre”, de Almodóvar, cuando el fascinante personaje del que tanto hemos oído hablar durante toda la peli termina siendo Toni Cantó travestido. Ignoro hasta qué punto el William Burns ficticio se corresponderá con la figura análoga en la vida personal de Irving, pero esperaba del creador de Owen Meany, T.S. Garp o el doctor Larch algo más que una especie de Robin Williams en horas bajas de histrión hipervitaminado como motor oculto de una trama que se retroalimenta constantemente a sí misma.
Si la trama defrauda, adiós a Irving, pues su filosofía literaria siempre ha desdeñado el estilismo por sí mismo, privilegiando el “qué” sobre el “cómo”. Cuando la historia no se mueve, cuando la franqueza sexual suena más a provocación que nunca cuando no debería, cuando se pierde el buen juicio sobre qué situaciones resultan genuinamente divertidas y cuáles sencillamente grotescas y casi ridículas, cuando se desarrolla una invencible antipatía hacia personajes nacidos para ser entrañables, uno empieza a darse cuenta de que el estilo en sí no es tan meritorio, que el desparpajo de antaño se ha convertido en una fórmula cansada, que, a falta de un buen guión, uno preferiría sus buenas grúas y movimientos de cámara al mismo plano-contraplano de siempre.
No sé qué pensáis, pero para mí que Irving, esta vez, no ha llegado al aeropuerto, y siendo sincero me da cierta pereza salir a buscarlo con él en su próxima novela.
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