lunes, 4 de abril de 2022

524: De la página a la pantalla: "El acontecimiento" (Annie Ernaux vs. Audrey Diwan)

La comparación entre las películas y las novelas en que se basan me suele dejar un gusto amargo, en especial cuando las películas se empeñan en ser novelas y conciben la puesta en imágenes y sonidos como el vehículo de transmisión de una historia, de esa entidad inmaterial que es un cúmulo de incidentes, de palabras, de sensaciones. Incluso si el cúmulo se transmite de manera exitosa de un medio a otro, el hecho de que se condense antes para el destinatario entre páginas o entre fotogramas plantea el riesgo serio de hacer redundante la otra versión, de convertirla en un segundo camino para llegar al mismo sitio a lo largo de paisajes parecidos.

De ahí lo llamativo de la adaptación que la cineasta Audrey Diwan ha realizado de la novela autobiográfica de Annie Ernaux, “El acontecimiento”, puesto que, tratándose el libro de un relato que indaga en la memoria de la autora, que revisita e interpreta sucesos ya plasmados en un diario íntimo, la versión fílmica decide prescindir de la típica narración en “off” que algunos consideran elemento indispensable para dar a una película el tono de una evocación del pasado, e incluso prescinde, si no me equivoco, de cualquier frase textual de la novela.

Las razones para esto pueden ser múltiples. Quizá se apuesta no por hacer un relato histórico de las dificultades que encontraban las mujeres para abortar cuando se trataba de un acto penado por la ley, sino de presentarlo como si se tratara de una realidad contemporánea, palpable, vista sin distancias, tal como debe presentarse a aquellas que viven situaciones parecidas en lugares del mundo donde los derechos femeninos no conocen el mismo desarrollo que en ese Occidente al que algunos ven gratuitamente como la cuna de todos los males. Sin ir más lejos, el propio país del que procede la familia de la realizadora, Líbano, donde, si mis fuentes son correctas, solo se permite el aborto legalmente si la vida de la madre está amenazada.

Otras razones posibles tienen que ver con el vínculo entre los hechos narrados y el acto de escribir tal como lo ve Ernaux o al como lo ve la propia película, que hace de él un elemento argumental, incluso uno de los objetivos de la trama. Ernaux dio a la recopilación de varias de sus obras principales el título conjunto de “Escribir la vida”, difuminando los límites entre cosa vivida y cosa escrita. O todo es vida o todo es escritura. Los libros son escritura, las películas pueden aspirar a ser reflejos o iluminaciones de la vida, de ahí que Diwan y sus colaboradoras hayan pensado que las frases de la escritora son demasiado íntimas para ser leídas como fondo de una imagen y hayan optado por el ambicioso desafío de no adaptar la obra literaria sino recrear los hechos que le dieron origen, reconstruyendo lo no dicho de tal manera que se advierta al final una relación de identidad con un texto que en realidad no se le parece.

(Este divorcio, incluso incompatibilidad entre texto e imágenes, queda patente en el cierre de la película, en el que, sobre un fondo de pantalla negra, oímos el garrapateo de un lápiz sobre una hoja de papel, poniendo en marcha la carrera literaria que desembocaría en “El acontecimiento”, unos 36 años después. La escritura, pues, comenzaría donde acaban los hechos tangibles y representables, y sería su propia realidad, no trasvasable a otros medios. Diwan se las arregla para hacer una adaptación que en cierto modo es una “anti-adaptación”.)

Desde el inicio, el libro y la película parten de presupuestos y objetivos muy diferentes. Ernaux comienza “El acontecimiento” hablando de cómo acudió a la consulta de una doctora, en el barrio parisino de Barbès, para obtener los resultados de una prueba del VIH que realizó después de una relación sexual con un antiguo amante venido de Italia. El ambiente de la sala de espera evoca a la autora de manera natural la relación entre sexo y muerte y su angustia cuando, en un contexto similar pero unos treinta y pico años antes, se le comunicó su embarazo. Ernaux rememora, bucea en el pasado, busca un sentido, no sabe muy bien qué va a encontrar, y llega a una conclusión: que toda su odisea de incertidumbre y sufrimientos le ha sucedido para que ella deje constancia de ello.

La película de Diwan, en cierta manera, comienza donde termina el libro de Ernaux, pues desde el principio se propone dejar un documento retrospectivo de cómo una mujer joven, en tiempos poco propicios, lo arriesgó todo para conquistar una serie de libertades, de ahí que, junto a la historia sórdida y dolorosa, se incluyan una serie de elementos, como por ejemplo la reivindicación del placer sexual femenino, que no están entre las prioridades del original literario. En la película, una de las amigas de la protagonista le demuestra un método para masturbarse, y la propia protagonista, justo antes de acudir por primera vez al pasaje Cardinet para visitar a la “fabricante de ángeles” decide acostarse con el atractivo desconocido que sus amigos de extracción más acomodada despreciaban por su condición de bombero, todo un gesto de solidaridad con las clases obreras que la joven Ernaux, en la vida real, no habría suscrito.

De hecho, las motivaciones aducidas por Ernaux para desear un aborto poseen una sinceridad a la que no le importa el qué dirán: tal como ya describió en su primer libro, “Los armarios vacíos”, para ella los estudios superiores suponían un modo de escapar a unos ambientes obreros y trabajadores que la horrorizaban, y la condición de “madre soltera”, al igual que la de "alcohólico", constituía uno de los emblemas de la pobreza. Con el embarazo, en cierta manera, lo que crecía en ella no era tanto un hijo como el fracaso social. El guion de la película intenta “arreglar” esto dotando a la protagonista de un deseo de expresarse mediante la literatura que no podría realizarse en caso de que una maternidad y un matrimonio acaparasen todo su tiempo, de ahí la importancia otorgada a los exámenes finales y a la subtrama con el profesor, que dan a todo lo ocurrido una finalidad consciente desde el principio, en contraste con las palabras de Ernaux, para quien esto solo se convirtió en evidente durante la redacción del libro, en 1999. De hecho, incluso el personaje de la película niega ante el profesor toda vocación docente, cuando la Ernaux del presente habla a menudo de los ejercicios que tiene para corregir. Si lo pensamos bien, no hay nada terriblemente contradictorio en estos contrastes, son los mismos elementos vueltos a colocar, en lo que supone no ya una película que readapta un libro, sino un personaje que readapta a su creadora.

(Volviendo a la dimensión social de la película y a las motivaciones clasistas de la escritora en su juventud, encuentro injusto no mencionar un episodio que la película no recoge, en el que, durante el internamiento hospitalario de la protagonista después de abortar, del cual Diwan hace una gran elipsis, un enfermero la trata de manera brusca y sarcástica, para, con posterioridad, expresar pesar por su comportamiento, pero no porque estuviera mal de cara a una mujer en esa delicada situación, sino porque se trataba de una distinguida estudiante de letras y no, por ejemplo, de una dependienta de supermercado o una sirvienta. El correctivo a los sueños de movilidad social mediante la cultura, cuando desnudos bajo una sábana de hospital todos pertenecemos a la misma clase, fue severo).

Es efectivo, si no muy innovador, cómo se trata de trasladar el enfoque radicalmente personal del libro a términos visuales, colocando la cámara a una distancia muy corta de la actriz principal y recurriendo a la “steadicam”, lo cual da un resultado muy diferente al que podía obtener, por ejemplo, el cámara Raoul Coutard en las películas, coetáneas a los hechos, de la “nouvelle vague”, a la cual, en aras de esa contemporaneización a la que aludí antes, no se hace ni un solo guiño cinéfilo o estético. En ocasiones, pero sin que se abuse de ello, se recurre a la cámara en mano, que parece ser el comodín de mucho cine y televisión de ahora para transmitir inestabilidad o incertidumbre.

También se utiliza mucho el cambio de foco para aislar a la protagonista del resto de elementos del cuadro. Pienso por ejemplo en la escena del aborto, en la que Diwan no quiere dejar de mirar, en consonancia con el deseo de “ir hasta el final en el relato de la experiencia y no oscurecer la realidad de las mujeres”, como escribe Ernaux, a pesar de que la escritora, en la misma escena del libro, hace una especie de “montaje paralelo” con las imágenes de otras chicas estudiando, su madre planchando ropa, o el padre del niño caminando por Burdeos. Encuentro muy sugestivo que determinadas ideas del libro inspiren una puesta en imágenes muy distinta, cuando no opuesta, a la que el propio texto original sugiere.

Bien es verdad que en esa dura escena se desenfoca casi todo lo que no es el rostro. Esto se corresponde de manera exacta con el libro (salvando que Ernaux da a entender que emitió más gritos de dolor durante el suceso), donde ni siquiera encontramos una descripción precisa del procedimiento para abortar. En ese sentido, estamos en el polo opuesto de películas como “Nymphomaniac” de Lars von Trier (la versión íntegra, pues no recuerdo ninguna escena de aborto en la versión para cines) o “The tribe” de Miroslav Slaboshpitsky, donde se explota todo el potencial del aborto como una agresión al cuerpo y los paralelismos con una violación se buscan a propósito (dejo fuera otra de las referencias, “Cuatro meses, tres semanas y dos días” de Cristian Mungiu, al no haberla visto). Si esta diferencia en enfoque se debe a sensacionalismo dramático, a opiniones contrarias a la interrupción del embarazo o al hecho de que los directores son hombres y quizá están menos sensibilizados sobre qué y cómo mostrar de la intimidad de un personaje femenino, se lo dejo al criterio de quienes me lean.

(A propósito de esto, no puedo evitar mencionar el momento en el que Ernaux, un tanto molesta, menciona la fascinación que solían despertar en los hombres los relatos que les hacía de su aborto, y pone como ejemplo de ella la novela de John Irving “Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, en la que al parecer, bajo la máscara del personaje del doctor Larch, abortista clandestino y gerente de un orfanato para niños no deseados, Irving sería presa de “un sueño de matriz y de sangre donde se arroga y reglamenta el poder de vida y muerte de las mujeres”. La justificación que en principio le puedo encontrar a esta cita es que a Ernaux le molesta que un escritor hombre alcance fama y reconocimiento tratando un asunto que les pertenecería a las mujeres, pues de hecho, en otra parte del libro, ataca de modo bastante radical a los médicos de la época, afirmando que “habrían preferido morir antes que infringir una ley que dejaba morir a mujeres”, actitud que, en la ficción, Wilbur Larch estaba lejos de compartir. Aunque esto no deja de ser un aparte, sí creo que es digno de considerar a la hora de marcar las diferencias en la manera de representar “el acontecimiento” según sea un hombre o una mujer quien lo rueda, y de paso me sirve para observar que el contenido reivindicativo y radical es más explícito en Ernaux, que llega a decir que no relatar detalles como el intento de auto-aborto con las agujas de hacer punto sería “colocarse del lado de la dominación masculina del mundo”, aunque la curiosidad morbosa que esos mismos detalles podrían despertar en los hombres, porque supongo que la empatía hombre-mujer es algo en lo que Ernaux no cree, ya escapa al control de la escritora).

Otro rasgo muy característico de Ernaux desaparece en la película de Diwan, a saber la cantidad de referencias culturales, a películas o música, que anclan la historia en un momento histórico concreto o establecen un tipo de gustos musicales o fílmicos típicos del ambiente cultural en el que la protagonista deseaba moverse. En el primer caso, el libro nos habla de la asistencia a pases de “Charada” de Stanley Donen y “La estafadora” de Marcel Ophüls, con lo que podemos inferir que la acción sucede en 1963, e incluso hay una referencia fílmica aún más interesante, el hecho de que va a ver una película titulada “Mein Kampf”, que con toda probabilidad es un documental de 1960 dirigido por Erwin Leiser, y que sirve, llamativamente, de consuelo a la protagonista antes de su aborto en el pasaje Cardinet pues cualquier sufrimiento que ella pudiera arrostrar allí no podía compararse con nada sucedido en los campos de exterminio nazis. Nada de esto aparece en la adaptación al cine.

En cuanto a la música, Ernaux menciona los “Conciertos de Brandemburgo”  y “La pasión según san Juan” de Johann Sebastian Bach, la última de las cuales, afirma, le sonaba como “sus tribulaciones desde octubre a enero contadas en una lengua desconocida”. La película, como tantas veces en el cine de ahora, opta por un comentario musical minimalista, una puntuación ocasional con notas aisladas de piano que van desarrollándose hasta crear un tejido de melodías simples en ritmos complejos entrelazados, donde los hermanos Evgueni y Sacha Galperine siguen un poco la estela de Steve Reich o del pianista suizo Nik Bärtsch. Sustituir dramatismo barroco por sonidos contemporáneos “fríos” es coherente con el acercamiento sobrio y poco sentimental de Diwan, que se nota también en la gama cromática y en el protagonismo de Anamaria Vartolomei, quien pese a su juventud no es extraña en su filmografía a temáticas fuertes relacionadas con la condición femenina (con apenas 11 años interpretó “My little princess”, película autobiográfica de Eva Ionesco en la que esta contaba cómo su propia madre la retrató en fotos eróticas que sexualizaban su infancia) y cuya fisonomía de pelo oscuro y semblante enigmático se prefirió a cualquier opción parecida físicamente a Ernaux, que en aquellos años era una princesita rubia con cara de “niña buena”.

La ausencia más llamativa para mí en la banda sonora, pues estoy seguro de que cualquier cineasta francés la habría incluido, es la canción “Dominique” de Soeur Sourire, religiosa belga de la orden dominica que cantaba acompañada por su guitarra y que era tan popular en aquellos años que Ernaux, en mitad de su odisea, no se podía quitar el estribillo de la cabeza. La ironía de que “Dominique” en su estribillo, por ritmo, incluía las palabras “nique nique”, cuando el verbo “niquer” es un sinónimo argótico de “follar”, algo muy lejos de las intenciones iniciales de una monja cantante, viene amplificada por la revelación posterior de que Soeur Sourire era lesbiana, terminó expulsada de su orden y, tras años de alcoholismo, depresión y fuertes deudas económicas, terminó suicidándose en compañía de la mujer con quien convivía. En el libro, la historia de Soeur Sourire sirve de manera muy efectiva a Ernaux para hacer un canto a su identificación personal con una cadena invisible de otras mujeres que han compartido sus objetivos y experiencias, es decir, todo lo que se viene llamando la “sororidad”. De cara a la película, entiendo que es difícil integrar esto en un discurso simple y compacto y sobre todo sin explicaciones en “off”, y que, al igual que otro tipo de referencias pictográficas y cinéfilas, habría supuesto una distracción del tema principal, aunque en un principio no me resulte imposible imaginar un discurso hecho de digresiones visuales y estética llamativa, un poco al estilo Jean-Pierre Jeunet, pero centrado en unas tesis reivindicativas. Si “El acontecimiento” la hubiese dirigido por ejemplo Marjane Satrapi, procedente del mundo de la historieta, dad por hecho que ahí habría estado Soeur Sourire.

(Me entero por los comentarios del video adjunto de que “Dominique” fue utilizada en una de las temporadas de la serie “American Horror Story”, ambientada en un hospital psiquiátrico, abundando un poco en la identificación monjas-catolicismo-terror que ya es un pequeño lugar común en la cultura popular. Por lo cual se me añade un nuevo motivo para excluirla de la adaptación de un libro donde figura como elemento argumental: no sería para evitar que la canción aliviara el “mal rollo” de la película, sino para que la canción en sí misma no aportara demasiado mal rollo por asociación, aunque esto sería dar por supuesto que la mayoría de los espectadores ha visto “American Horror Story”, lo cual, dada la atomización progresiva del público de un producto audiovisual, quizá sea demasiado aventurado)

Otras decisiones a la hora de hacer cambios tienen más que ver con la logística de una producción. Ernaux cuenta que su última reunión con el padre del niño tuvo lugar durante unas breves vacaciones de esquí en el Mont Dore, del Macizo Central, y que intentó abortar espontáneamente a base de practicar el deporte de invierno al límite de sus fuerzas. En la película, a donde acuden es a una localidad costera, y la protagonista nada todo lo lejos que puede desde la playa, añadiendo una capa más de dramatismo que supera lo que es el desprendimiento de un feto para adentrarse en el intento de suicidio, y, a la par de más asequible de poner en escena, también es más impactante visualmente, con la actriz en primer término, rodeada por todos lados de agua, y la costa con los demás personajes muy al fondo. Tan rodeada de agua como el proyecto humano que flota en su útero.

Quizá me defraude un poco que el personaje que Ernaux llama “señora P.-R.”, a saber, la abortista clandestina, se aparte tanto en pantalla de la descripción que nos da el libro: “Corta y rellena, con gafas, un moño gris y vestimenta oscura”. En la película, se trata de una mujer más joven, en la cuarentena o cincuentena, de pelo corto, y una voz grave y ronca, es decir, una persona más convencionalmente amenazadora que el personaje del libro, que incluso hace chistes con lo que va a hacer y muestra unos temblores de nerviosismo y una incesante verborrea para cubrirlos que la humanizan. Se da a entender también que se trata de una enfermera o asistente sanitaria que se trae de la clínica sus utensilios médicos y que tal vez, aparte de las ganancias monetarias, esté motivada por ser útil a las mujeres. La señora de la película es más seca y da más miedo, como si se tratara de una funcionaria impersonal al servicio de un orden opresor.

El libro termina, no tras el aborto, ni tras ese examen que para la película es la consecución feliz de un objetivo (y que hace pensar en las dificultades de las mujeres para acceder a la formación académica en un mundo árabe que Diwan a buen seguro tiene siempre presente), sino con el cierre del círculo, cuando Ernaux, tras ser informada de su resultado negativo en VIH, vuelve al pasaje Cardinet para reencontrarse con los escenarios de la experiencia que acaba de revivir literariamente. Entre los cambios, encuentra nada menos que el local de una asociación de supervivientes de los campos nazis (que quizá ya estaba en el 63 pero nunca lo advirtió) y la iglesia donde definitivamente perdió la fe (otra escena que la película no recoge). La visita es extraña y distante, centrada en detalles sórdidos como los servicios de la cafetería, de estilo “turco”, es decir, requiriendo que uno abra las piernas y se acuclille por encima de un agujero, lo cual nos recuerda que ella finalmente expulsó el feto en un servicio de la residencia de estudiantes, y termina con la frase inquietante de que probablemente ella acudió de nuevo al pasaje Cardinet “creyendo que le iba a ocurrir algo”.

Si la película hace intemporales luchas del pasado, queriendo darles una dimensión contemporánea en alusión a luchas que las mujeres aún tendrían pendientes, el libro va más allá, insinuando o casi advirtiendo de que a las mujeres aún les pueden “pasar cosas”, incluso en tiempos teóricamente más avanzados e ilustrados. Los escenarios siguen estando allí, las amenazas son reales. Puesto a elegir, prefiero la luminosidad del final de la película, con ese examen aprobado, ese porvenir con cielos despejados por delante, a la conclusión sombría del libro, que ve nubes de tormenta agazapadas tras el azul y que pone a la lucidez el precio elevado de vivir en el miedo.