Todos hemos experimentado alguna vez, investigando sobre
alguna figura de las artes o la sociedad, ese peculiar sentimiento perplejo al
enterarnos de que el personaje en cuestión, si bien ha desaparecido de la
percepción pública hace decenios, resulta estar aún vivito y coleando, no
sabemos si rodeado de su familia en plan sabio patriarca capaz aún de llevar
las riendas de su propia vida o tal vez incluso las de los demás, o bien en
alguna residencia para la tercera edad o algún remolque en mitad del desierto, con su cuerpo frágil zarandeado por las olas inconstantes de una
memoria fugitiva. Por ejemplo, es curioso saber que Sly Stone, pionero del
funk-rock y famosísimo a principios de los años 70, aún vive semiolvidado a la
edad de 72 años, mientras alguno de sus seguidores e imitadores más jovenes
cría ya malvas y va por buen camino hacia convertirse en mito.
En el caso del cine japonés, el caso es aún más sangrante
debido a la escasa visibilidad de muchas de sus figuras en nuestro panorama,
siempre sometidas a los vaivenes cambiantes de la distribución, las comisiones
de selección de los festivales o sus relaciones diplomáticas con la Academia de
Hollywood. Yasuzo Masumura murió en
1986, mucho antes de que Occidente lo “descubriera”, pero Masahiro Shinoda o
Kiju Yoshida, si bien retirados, aún viven, ya en su octava década de
existencia. ¿Masahiro quién, Kiju quién? Considerando que una novedad editorial
estelar en España las pasadas navidades
fue la reedición de “El emperador y el lobo”, libro de Stuart Galbraith IV
sobre la tumultuosa relación entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune, parece que
no estamos para ir reivindicando a los exponentes de la nuberu bagu de los 60.
Pero Yoshida y Shinoda viven un merecido descanso y retiro.
En cambio, Kaneto Shindo estrenó su último título, “Postcard” en el año 2011, a
la edad de 99 años, pocos meses antes de despedirse del mundo como un venerable
centenario homenajeado por doquier en su país. Sin embargo, el momento de
gloria de Shindo en las pantallas mundiales terminó allá a finales de los 60,
con su historia fantasmal “Kuroneko”, precursora de la ola noventera del J-Horror y responsable, junto con la mucho más inclasificable “Onibaba”, de
un cierto encasillamiento de su figura en el cine fantástico, temática que,
mirando con lupa su filmografía, no fue especialmente representativa de su
obra.
Un servidor, al enterarse en 2012 de que Shindo aún vivía, y
siendo un gran admirador de las tres películas que le valieron su fama entre
nosotros, llevó a cabo una pequeña campaña de reivindicación en algún que otro
foro y a través de las hojas de encuesta que la Fundación Japón distribuye en sus proyecciones, para lograr que
se celebrara el centenario de su nacimiento como figura en activo y testigo
vivo de una de las grandes épocas de la historia del cine japonés. Por
desgracia, el cineasta apenas superó el siglo unos pocos meses, y su figura no
conoció una retrospectiva española hasta octubre de 2015.
Lo primero que salta a la vista, recordando la quincena de
películas proyectadas en Madrid durante los tres últimos meses del año pasado
(y proyectadas posteriormente en otras dos ciudades españolas) es algo
relativamente habitual en las figuras señeras del cine nipón, a saber, su
versatilidad y la dificultad de establecer el tipo de narrativa autoral a la
que los cahieristas nos han malacostumbrado. Mientras que los primeros títulos
proyectados, “Niños de Hiroshima” y “Lucky Dragon No. 5” pueden situarse en
unas coordenadas testimoniales, digamos neorrealistas, los títulos posteriores
disparan en muchas direcciones, del melodrama social a una especie de
naturalismo alucinado, del erotismo al cine negro o a la combinación de ambos,
de la etnografía a la reflexión sobre el fin de la vida o sobre el papel de un
artista. Parece increíble que el número de títulos vistos no proporcione una
idea total de quién fue Shindo, pero ese parece ser el caso: sin incursiones en
el jidai geki como “Conquest”, sin su examen detallado del comportamiento
sexual en películas con títulos occidentales tan significativos como “Lost sex”
o “Libido”, sin echar una ojeada más atenta a su versión del cine criminal, no
parece que seamos capaces de situar a este director en la gráfica general del
cine (aunque claro, es difícil situar a un cineasta nipón en la gráfica general
del cine, porque para ello necesitamos un acceso total a su obra disponible, y
eso por el momento es posible apenas con Kurosawa, Mizoguchi o Ozu).
Lo que parece más relevante a la hora de definir quién fue
Kaneto Shindo es el hecho ineludible de haber nacido en Hiroshima, lo cual
viene a subrayar en su caso particular la impresión general de que todo el cine
japonés, a un nivel u otro, pertenece en parte al género post-apocalíptico.
“Genbaku no ko” (“Los niños de Hiroshima”, 1952), la única película de Shindo mencionada
en las historias del cine antes de su tríptico sesentero, trata explícitamente
el tema de la supervivencia tras la bomba, pero resulta difícil no hacer una
lectura similar del poblado semi-chabolista en “Dobu” o de la campiña devastada
por las guerras samuráis en “Onibaba”, por poner solo dos ejemplos. Los
historiadores del cine tratan a veces “Los niños de Hiroshima” con cierta
displicencia, enfatizando el melodramatismo del abuelo enfermo por la radiación
y su intención de mantener junto a él a su nieto, o los mútiples momentos en
los que los personajes pierden la compostura y lloran. Si esto fuera un
defecto, probablemente tendríamos que borrar a Kurosawa del canon: siempre me
ha admirado el modo en que, contrariamente al tópico de laconismo y represión
de las emociones que persigue sin pausa a los japoneses, o quizá debido a él si
entendemos la ficción como una manera de desfogarse, no suele haber demasiado
pudor en la cinematografía del sol naciente a la hora de soltarse la melena y
dar rienda suelta a los sentimientos en pantalla. Por otro lado, la película
contiene momentos de interés de los que raramente se suele hablar: la evocación
del momento de los bombardeos es poderosa y explícita, casi a un nivel de cine
de terror, mientras que el final deja una incógnita en el aire que ahora ya
está resuelta pero que entonces debía de angustiar. El sonido de un avión hace
que todos miren hacia el cielo inquietos, pensando que el bombardeo va a
repetirse, y encapsulando en un solo plano todo lo que Kurosawa relató más
tarde en “Vivo en el miedo” (alias “Crónica de un ser humano”), a saber, la
paranoia post-bomba invadiendo la vida cotidiana. Es factible ver gran parte
del cine japonés como una respuesta a este tipo de angustias, y de ese modo
considerar “Los niños de Hiroshima” como uno de los títulos fundacionales de la
cinematografía japonesa de postguerra, con toda la candidez desgarradora propia
de subgéneros clásicos de los 40 como el neorrealismo, y Nobuko Otowa como la everywoman representando al espectador de a pie que, de una manera o de otra,
ha de reaccionar ante la tragedia, desplegándose en una serie de interrogantes
que los títulos posteriores desarrollarán: tanto el niño enfermo de leucemia de
“Madre” como la vagabunda perturbada de “Dobu” o la juventud conflictiva de
“Vive hoy, muere mañana”, son, en cierto modo, niños de Hiroshima, si no en
edad, sí en espíritu.
La temática sexual es esencial en la obra de Kaneto Shindo, aunque su primera aparición en el ciclo,
“Shukuzu” del 53 (título inglés
“Epitome”) lo aborda desde el ángulo de la denuncia social, denunciando la
situación de las mujeres que han de prostituirse de manera forzosa y no pueden
abandonar el oficio. Shindo, en sus primeros títulos como director, se arrima a
los maestros, concretamente en este caso a las temáticas de Kenji Mizoguchi,
con quien había trabajado en los decorados de “Los leales 47 ronin” (y no como
guionista, como era la intención primitiva de Kaneto, al manifestar Mizoguchi
que el aspirante “no tenía talento” para ello, algo en lo que el maestro se
equivocó en vista de su larga y brillante carrera posterior como redactor de
libretos para sí mismo y para otros directores). En esta película también se va
perfilando el rol de Nobuko Otowa, joven actriz encasillada al principio en
papeles de ingenua que fue amante de Shindo durante unos 25 años y su esposa
durante otros tantos, en una de esas asociaciones director-actriz tan clásicas
en el cine nipón y que en este caso cosechó resultados sorprendentes, yendo
bastante más allá de los roles femeninos tradicionales en la cinematografía del
sol naciente.
Si uno tuviera, así a bote pronto, que diferenciar los
enfoques de Mizoguchi y Shindo sobre el tema de la prostitución, probablemente
señalaría el mayor componente grotesco en la obra del segundo. Me cuesta
imaginar, en una película como por ejemplo “La calle de la vergüenza”, una
escena en la que la esposa del dueño del local evite que éste abuse de la joven
y sufrida protagonista aplicándole una efectiva y dolorosa llave de judo, así
como la analogía maquinista, tan querida a Kaneto cuando se trata de describir
la pérdida de humanidad y dignidad mediante el trabajo, con una especie de
juego, entre el “calientamanos” y el strip poker, en el cual los que se
equivoquen a la hora de coordinar sus movimientos con una cancioncilla deben ir
despojándose de sus vestimentas, sirviendo de metáfora de un círculo estúpido e
irritante, a la par que sumamente folklórico y tradicional, convertido en
cárcel inexpugnable para la pobre Ginko una vez que su pretendiente, haciendo
honor a uno de los universales del melodrama, renuncia a casarse con ella por
factores de prestigio social. No obstante, estamos en los 50 y sigue
prevaleciendo la filosofía de sugerir en lugar de mostrar, con varias elipsis
de notable elegancia, quizá dictadas, contrariamente a la filosofía recibida,
más por el clima de censura que por cuestiones de estilo.
Mi título inaugural del ciclo también fue uno de los más
sorprendentes: “Dobu” (“La zanja”) de 1954, combina el retrato de barrios
chabolistas y marginales como imagen del Japón devastado de postguerra, al
estilo de “El entierro del sol” de Nagisa Oshima o “Dodeskaden” de Kurosawa,
con el retrato de un personaje femenino gestual y chaplinesco, abocado
mayormente a la mala vida si no a la prostitución, que recuerda poderosamente,
en versión más alocada y guiñolesca, a los personajes de Giulietta Masina en
“La strada” (estrictamente contemporánea del título que nos ocupa) o la
posterior “Las noches de Cabiria”. Tras un inicio inolvidable en el que los
habitantes del poblado, sabedores de la llegada del tren del carbón, salen
corriendo detrás de él para recoger los pedazos de combustible que caen a la
vía de manera inevitable como resultado de su traqueteo, nos ponemos en situación
cuando el personaje incorporado por Taiji Tonoyama encuentra a una peculiar
vagabunda dormida y es seguido por ella, que incluso lo solicita sexualmente
con una gestualidad inequívoca. Tsuru, el personaje de Nobuko Otowa, es
claramente excesivo en muecas y teatralidad y probablemente más de un
espectador reniegue de la película tan solo por esta interpretación que, como
otros aspectos del cine de Shindo, relega el “menos es más” a la papelera de
los lugares comunes. Sin embargo, basta ver otras actuaciones de Nobuko para
darse cuenta de que sí era buena actriz, y de que el recurso histriónico no era
una cuerda que pulsara con tanta frecuencia. El entusiasmo y la extroversión de
Tsuru, lo que podríamos llamar su inocencia de ojos desorbitados, quieren
claramente representar el espíritu del pueblo reprimido, así como de la mujer
reprimida (pese a la tendencia, sobre todo posterior, de Kaneto a desnudar a
sus actrices, incluyendo a su esposa cincuentona, no se le puede acusar con
seriedad de menospreciar al sexo femenino, visto a menudo en su cine como más capaz y emprendedor que el
masculino), y es bien sabido que cuando hay inocencia disponible, no faltarán
desaprensivos que quieran aprovecharse de ella. Desde los abusivos dueños de la
fábrica que fuman en la sombra hasta el hirsuto dueño de la cabaña
aparentemente desierta que sugiere con una mirada insinuante y un gesto hacia
el granero el precio que se necesita pagar por la comida, pasando por los
vividores del poblado que buscan explotarla como camarera de restaurante
primero y prostituta después, Tsuru es objeto de mil explotaciones relatadas
con un estilo expresionista a veces vecino del cine mudo y que comienzan a
poner en compromiso el lugar común que quiere hacer de la sutileza la vía
expresiva por excelencia del celuloide japonés.
Esas chabolas vecinas de una charca, ese microcosmos donde
campan actores arruinados que recitan a Chéjov, bellas muchachas que se venden
a los amos y demás fauna pintoresca, vive bajo la amenaza de una venta y recalificación
del terreno que dejaría a todos los supervivientes en la calle, y solo un oro
que se revelará inexistente es capaz de mantener la esperanza de salvación.
Nagisa Oshima irá más lejos haciendo de su barriada un lugar cuyos habitantes
venden su sangre y las bandas violentas imponen su ley, pero el tono picaresco
y fabulador de Shindo, a pesar de su muy melodramático e insistente final,
evita cargar las tintas en el apocalipsis como catarsis de la desesperación, o
al menos no tanto: donde en Oshima hay una explosión destructora, Shindo se
conforma con un tiroteo en las calles. Ustedes deciden.
A pesar de la visibilidad y la relevancia histórica de “Los
niños de Hiroshima”, tiendo a considerar más interesante la posterior “Madre”,
de 1963, que comparte escenario en la ciudad bombardeada y continúa y amplia
parte de la misma temática. Recuerdo con bastante claridad el comienzo, por su
manera de jugar psicológicamente con el espacio. Tamiko, la madre que da título
a la obra (interpretada, como es habitual, por Nobuko, en un registro casi
opuesto al de Tsuru), observa, durante su visita a un hospital, los arrumacos
que se hace una joven pareja en una habitación. Poco después surgirá la
revelación de que esa escena, supuestamente localizada en una pieza contigua de
acuerdo con la gramática convencional del montaje, transcurría en realidad en
el edificio de enfrente, pero eran los deseos reprimidos de una viuda sin
hombre los que “acercaban” y amplificaban unos sucesos que en realidad tenían
lugar a una cierta distancia. Siempre he sostenido que el cine japonés, incluso
en los años clásicos, ha tratado el deseo femenino como una realidad, en lugar
de ocultarlo como hace Occidente. “Madre” lo incluye como uno de los vectores
de su narración, incluyendo evocaciones del pasado que, si no son
autobiográficas, pueden parecerlo, como el pezón erecto de la madre dormida que
supone una revelación perturbadora para la joven Tamiko e insinúa todo un
universo inquietante asociado a la presencia opresiva de la progenitora que
marcará gran parte del camino de su existencia.
Otro motivo fundamental de la película es la ruptura y la
reestructuración de las familias, claramente a causa de la guerra y sus
estragos, que también cabría responsabilizar, si no literalmente sí metafóricamente,
de la enfermedad de su hijo Toshio, aquejado de un tumor que le hace perder la
vista poco a poco y que prácticamente obliga a Tamiko a contraer matrimonio
nuevamente, nada menos que con un miembro de una etnia tan despreciada entre
los japoneses de pura cepa como podía ser la coreana (otro aspecto social en el
que Shindo se adelanta a Oshima). Parte del argumento se centrará en las
reticencias de Tamiko a la hora de conceder los favores conyugales a Tajima,
fabricante de bolsas de papel cuyo trabajo manual continuo y alienante tiene
una inolvidable plasmación en la máquina usada para imprimirlas, conglomerado
de engranajes, palancas y bobinas que exigen del operario una atención absoluta
y lo sumergen en un ambiente de ruido infernal que convierte el hogar en una
factoría. La manera en que Tamiko se ofrece a los deseos de Tajima se asemeja a
la de una víctima propiciatoria, resignada a una experiencia repulsiva y
probablemente dolorosa. La vida no es fácil para una madre y esposa, sobre todo
cuando las privaciones de la postguerra han intensificado las cargas de ambos
oficios.
Esta lectura histórica de la película está aún más presente
en otra de las subtramas, la centrada en el hermano de la protagonista, Haruo,
joven desorientado, camarero en un bar, que mayormente vive de las mujeres y
está dispuesto a todo por conseguir para su sobrino, ya desahuciado por la
medicina, el último deseo que sirva para endulzar sus últimos días, a saber un
órgano eléctrico (no me resisto a insertar aquí una mención para la pareja de
hipsters, uno de ellos tan barbudo como reza el tópico, que puntuaron los
aspectos más melodramáticos de la peli con carcajadas llenas de inteligente
ironía, o al menos así les pareció a ellos). No es casual que la retribución de
Haruo por haber robado el dinero a la mujer del jefe, a saber una tremenda, o
directamente mortal, paliza, se lleve a cabo en un lugar tan significativo como
el Memorial de la Paz (alias Cúpula Genbaku), que viene a simbolizar la
supervivencia de Japón tras la bomba y que nunca será restaurado, para servir
de recordatorio de una destrucción que dejó cicatrices permanentes. La
violencia al pie de las ruinas resulta desasosegante por lo que tiene de
sugerencia de que la guerra continúa, de que el caos social del “sálvese quien
pueda” hace imposible una paz efectiva y no meramente nominal. El diagnóstico
para el Japón de los 60 es oscuro: el futuro y el presente mueren, y Tamiko ha
de apostar por un nuevo sacrificio entregándose en cuerpo y alma al esforzado Tajima, pero nadie sabe si volverá a ser
capaz de concebir. Este es el tipo de historias que motivaron que Shindo
formara su productora independiente Kindai Eiga Kyokai, después de sufrir los
reproches de la Shochiku por su visión “demasiado oscura” de la vida. Pero la
película es inolvidable, inédita en el naturalismo sexual de su enfoque y en un
descontento social que tal vez no entre formalmente en la definición de la
nuberu bagu pero desde luego lo hace en lo temático.
“Lucky Dragon Nº 5” reincide en el tema del peligro atómico,
a través de la historia de unos pescadores que, en busca de bancos fértiles en
capturas, tuvieron la mala suerte de navegar hacia las inmediaciones del atolón
de Bikini mientras eran el escenario de pruebas nucleares estadounidenses. El polvo brillante que recubrió a la
tripulación no motiva que comiencen a empequeñecer, como le sucedía al pobre
Scott Carey en la novela de Matheson y la película de Arnold, sino que produce
en ellos males degenerativos que culminan en la muerte de uno de ellos y en las
disculpas oficiales de Estados Unidos. Lo que reconforta sobre este cine sobre
temas candentes aparentemente superados es saber que estas historias cumplieron
su propósito y que las zonas de radiación letal a civiles no han supuesto un
enorme problema durante los últimos 50 años. Por lo demás, la película posee el
interés formal de estar rodada en el formato scope ultra-ancho 1:2,76, el mismo
de “Ben Hur” y el mismo que Tarantino busca ahora poner de moda con “Los
odiosos ocho”, tal vez para reaccionar contra el hipsterismo del formato
cuadrado de los Anderson, Dolan, Pawlikowski y Hou. Las posibilidades
ilimitadas de la pantalla ancha de cara a componer un encuadre se ajustan tanto
a la aventura en alta mar como al intimismo claustrofóbico de la lucha contra
la enfermedad radiactiva, pero el interés de la película es sobre todo
histórico y producto de unas circunstancias concretas.
Las razones por las que esta película entró en la selección
del ciclo y no por ejemplo la mil veces citada y proyectada en Occidente
“Kuroneko” trae a la mente el siempre interesante tema de la diferente
percepción del cine nipón según estemos en su propio país o en el “resto del
mundo”. Siendo simplistas, podríamos decir que el resto del mundo ve los
musicales de coplas protagonizados por Concha Piquer o Juanita Reina con una
mirada de absoluta fascinación etnológica, mientras que los españoles suspiran
de frustración porque preferirían que la imagen de su país en el extranjero no
estuviera tan vinculada a tradiciones ancestrales vistas como retrógradas. El
ejemplo es un poco extremo, pero quizá explica por qué
Fundación Japón, de toda la filmografía de Shindo, ha seleccionado títulos con un criterio
un tanto “nacionalista” o incluso “historicista”. Está claro que “Los niños de
Hiroshima” debía estar, pero si está “Lucky Dragon Nº 5” en lugar de otros
títulos, quizá sea porque, a pesar de su no muy buena acogida comercial o crítica en su momento, se
la percibe como una obra históricamente relevante, que sirvió para algo,
mientras que “Kuroneko” quizá sea vista como un título comercial, precursor
tardosesentero de los espectros con pelo en la cara de Nakata y compañía, ya muy difundido
entre los cinéfilos filonipones y no necesitado de tanta revisión. De la misma
manera, sorprende la inclusión de “La vida de Chikuzan” mientras se deja fuera
“Hokusai manga”. ¿Es más importante la música popular que la pintura? ¿Se
percibe tal vez que el retrato del intérprete ciego de shamisen es más
respetuoso, mientras que en el caso del pintor se exploraba demasiado su lado
escabrosillo, cuando por ejemplo dibujaba estampas eróticas de mujeres desnudas
junto a pulpos? ¿Se quiso hacer prevalecer la imagen del anciano sabio
reflexionando sobre el paso del tiempo, la vejez o la muerte por encima del
etnólogo maduro que miró de frente la pulsión sexual en un díptico sesentero
poco difundido y no cejó en incluirla como elemento capital, si no detonante,
en la mayoría de sus tramas?
Sea como fuere, Shindo fue un director inquieto que se
adaptó a las nuevas tendencias con bastante facilidad, si es que no se adelantó
a ellas. “Vive hoy, muere mañana” (1970), inspirada en el caso real de Norio
Nagayama, quien siendo aún adolescente asesinó a varias personas con una
pistola robada de una base estadounidense, tiene todo el aspecto vérité de
algunos thrillers de Yoshitaro Nomura, mientras que su retrato en blanco y
negro de los bajos fondos de Shinjuku, repletos de hampa, violencia y
joven carne desnuda, parece prefigurar los títulos más artísticos del roman porno de
la Nikkatsu, como por ejemplo “Maruhi: Shikijo Mesu Ichiba” (“The Oldest
Profession”, 1974) del gran Noboru Tanaka, con su blanco y negro semidocumental
que no era óbice para una puesta en escena potentísima.
La historia de Nagayama es curiosa: asesino convicto, se
reconvirtió como novelista dentro de la prisión, con cierto éxito y un
reconocimiento visto con bastante recelo dentro del gremio, aunque esto no
impidiera su ejecución por ahorcamiento en 1997, unos 29 años después de haber
cometido los crímenes. Nagayama, nacido en 1949, puede ser visto, o al menos
queda claro en la ficción de Shindo inspirada en su vida, como un producto del
caos social de la posguerra: crecido con un padre ausente, en un ambiente en el
que las mujeres son víctimas recurrentes de la violencia sexual (no solo la
madre del personaje central, interpretada por una Nobuko Otowa a quien Kaneto,
pese a ser su esposa, no ahorra escenas de desnudos y violaciones a su edad ya
madura, sino incluso su hermana pequeña, en edad aún infantil, son prisoneras
de la misma espiral cotidiana), y condenado a trabajos de poco fuste dada su baja
extracción social, las armas y el crimen parecen una solución viable para al
menos dejar clara a los demas su mera existencia como ser vivo en este mundo.
Aunque la película no hace alusión a ello, el Nagayama real presenció los
tiroteos de Zama y Shibuya en julio de 1965, durante los cuales un joven de 18
años asesinó a un policía y dejó tras de sí un reguero de 17 heridos.
Nagisa Oshima ya contó algo parecido en su “Verano japonés:
Doble suicidio”, pero en una vena más absurdista, “de autor”. Shindo hace un
cine más social, menos dado al enfrentamiento con el espectador, aunque ambos
inciden en señalar a los Estados Unidos como origen, siquiera lejano, de la
violencia. Para Shindo basta la base del suceso real, el robo de un arma en una
base militar estadounidense, para señalar que una guerra no se borra así como
así, pasen diez años o pasen veinte. Oshima iba más lejos y ponía a un gaijin
rubio disparando en la calle, dando ejemplo a la banda de japoneses con armas y
ganas de disparar que hasta entonces no habían gozado de la oportunidad idónea
para descargar su agresividad. Kaneto es menos cerebral, capta la pérdida del
norte por una juventud desamparada que busca modos de vida alternativos en una
jungla brutal que los aplasta sin remisión (el intento de vivir del cuerpo de
su novia y otra joven amiga tropezará con la oposición de los proxenetas del
lugar, que le administrarán a él una paliza y desfigurarán a una de las
chicas como represalia). De un campo ignorante y brutal a una ciudad
despersonalizada, retratada en un blanco y negro inmisericorde, seco
visualmente, donde se rehúyen a menudo los diálogos para subrayar la soledad de
un personaje sin luces que deambula y mata cual perro acorralado cuando las
circunstancias se ponen en su contra, la película refrenda a un Shindo que
entraba en sus 20 años de carrera como director manteniendo sus dedos en ese
pulso del Japón turbulento que nuestros distribuidores y exhibidores, o quizá los productores y exportadores, siempre
prefieren que no veamos.
“La vida de Chikuzan” (“Chikuzan hitori tabi”, 1977) se
ajusta más a una imagen de exotismo folklórico, aunque sin dejar de lado el
hecho de que el artista, para serlo, ha de ser un ser al margen de la sociedad
por más que en el futuro sus creaciones terminen convirtiéndose en rasgos
definitorios de esa misma sociedad en la que nunca gozó de un lugar propio. Al
igual que en la aquí titulada “Una pastelería en Tokio” de Naomi Kawase, la
tradición surge de unas condiciones de miseria que suelen olvidarse cuando se
la celebra. Chikuzan, que surge de un campo japonés donde la vida es dura (en
la estación invernal la nieve llega hasta las ventanas y se necesita excavar un
túnel para franquear la puerta), queda ciego tras una enfermedad infantil y
emprende una existencia itinerante junto a un maestro del shamisen. Las
peripecias subsiguientes tienen en ocasiones un marcado sabor picaresco, aunque
no faltan los ataques al ADN cultural japonés que, al menos a un servidor,
cuesta encontrar en los Ozu y Mizoguchi de turno: no parece muy de recibo que a
un músico ciego solo se le permita tomar una esposa ciega, o que resulte
inconcebible socialmente que un maestro de una escuela para adultos ciegos
pueda plantearse siquiera emparejarse con una de sus alumnas, como si no solo
la economia, sino también la biología jugara un papel preponderante en el
establecimiento de grupos de población estancos. El propio Chikuzan aparece al
comienzo de la película, tocando unas notas en su instrumento y presentando la
historia de su vida. No en balde el músico co-produjo la película, lo cual
quizá explique su tono más sosegado, menos descarnado que el de otras obras de
Shindo, aunque, por descontado, no falte alguna violación que otra…
El tema del artista marginal apareció en otras dos películas
del ciclo, tres en cierto modo si contamos el documental dedicado a Kenji Mizoguchi. “Bokuto
kidan” (“La extraña historia de Oyuki”, 1992) se centra en la figura de Kafu
Nagai, escritor nipón que comenzó a publicar a principios del siglo XX y que,
por lo que parece, cultivó una especie de decadentismo centrado en temáticas
escabrosas para la sociedad más formal del país: prostitutas, erotismo, barrios
marginales, la búsqueda del placer… Temáticas que parecen la expresión máxima
del egoísmo para quienes defienden una función social del arte, pero que, como
en “El imperio de los sentidos” de Oshima, adquieren una connotación subversiva
cuando los situamos en un contexto de expansionismo imperial y militarismo
histérico. De hecho, como bien nos dice Wikipedia (no voy a pretender, ojalá,
ser un experto en literatura japonesa), fue precisamente esta testarudez de
Nagai en no abandonar sus temáticas de “viejo verde” la que evitó que fuese
objeto de depuraciones tras la guerra y le permitió mantener su popularidad.
Shindo, por supuesto, aprovecha todas las oportunidades para explotar la cara
erótica del argumento, con unas escenas de sexo en contraluces de neón que
habrían hecho las delicias de un Adrian Lyne en su buena época, pero no se le
puede acusar de emplear a Nagai como un mero pretexto para enseñar carne: la
figura de Nagai, encarnado por Masahiko Tsugawa, encuentra un raro equilibrio entre
dandismo, rebeldía, egoísmo, desprecio de las convenciones, y el inevitable
patetismo de un hombre ya mayor que encuentra sus límites al querer proseguir
una relación seria con una mujer mucho más joven. Hoy por hoy, en Occidente, se
crucificaría en público a Shindo por desnudar tan a menudo a la protagonista
Yuki Sumida (evidentemente, siguiendo una lógica políticamente correcta, en un
papel de prostituta lo más lógico sería no enseñar ni un centímetro cuadrado de
piel), y se consideraría que su actuación no tenía otro mérito que mostrar su
cuerpo, y sin embargo parece ser que en Japón este tipo de despojamiento y
renuncia a la imagen íntima es más apreciado en una actriz, como prueba de que
incluso estrellas del roman porno como Junko Miyashita recibían reseñas
elogiosas y premios, insinuando que quizá en el país del Sol Naciente el
erotismo esté un poco más integrado en la tradición cultural y no se lo vea, al
estilo occidental, como material de trastiendas sórdidas.
La visión más sorprendente del “artista marginal”, y una de
las sorpresas del ciclo, fue “Sanmon yakusha” (“By Player”, 2000), biografía
ficcionalizada del inconfundible actor secundario Taiji Tonoyama, a quien los
lectores recordarán probablemente si evoco para ellos al anciano de pene fláccido
que reconoce a Yoko Shimada como ex prostituta al inicio de “El imperio de los
sentidos”, de Oshima, película que parece a estas alturas del artículo un
referente inevitable, se quiera o no, para hablar del cine japonés posterior a
Mizoguchi y a la era de esplendor de Kurosawa. El rostro característico de
Tonoyama aparece en un número considerable de películas (IMDB enumera 233 en 50
años de carrera), pero muy a menudo sus apariciones son fugaces, casi
imperceptibles si uno se descuida un momento. Shindo nos da ciertas claves para
entender esto, describiendo a un hombre de temperamento volátil y caprichoso,
capaz de tener una esposa en cada ciudad y de desaparecer durante días de sus
rodajes para entregarse a juergas etílicas y sexuales de las que el equipo de
producción debía rescatarle tras recorrer medio país en taxi. El actor Naoto
Takenaka da el pego como Tonoyama por su complexión física, aunque quizá se le
dé mejor relejar su lado macarra que esa bonhomía por la cual le reclamaban tan
a menudo los cineastas nipones.
Lo curioso es que, a la vez que un repaso a la
trayectoria del autor, “By Player” es por momentos una historia encubierta de
la carrera de Shindo y de su productora, la Kindai Eiga Kyokai (de la que Taiji fue socio fundador, con fragmentos
intercalados (y muy prometedores) de películas no vistas en el ciclo como
“Ningen” o “Akuto” e incluso apariciones lejanas del propio cineasta, visto por
sí mismo, irónicamente, como un excéntrico dedicado a tareas tan absurdas como
encender hogueras en la lluvia o pescar en estanques sin peces. Tonoyama, con
su vitalismo, parece una especie de contrafigura, de doble oculto, del
cineasta, un ser entregado a sus impulsos cuando un creador, para mantener una
carrera, ha de ser calculador; un seductor nato que a pesar de ello logró de
sus mujeres una lealtad tormentosa; un anarquista vital sin preocupación por la
opinión ajena (llega a arrojar a la calle su premio al mejor actor por
“Ningen”) que pasó largos años marginado de la industria por su conducta
imprevisible (entrañables sus salidas de casa cada mañana, anunciando a los
vecinos en voz alta “voy a trabajar”, cuando lo que hacía en realidad era
caminar por la ciudad sin rumbo fijo, y gozosamente melodramática su alegría
por obtener tres papeles secundarios, esperando resucitar su carrera, cuando el
espectador sabe que se le han concedido al saberse lo que él desconoce, a
saber, su enfermedad incurable). El tema principal de Hikaru Hayashi evoca una
figura chaplinesca, tropezando, cayendo y volviéndose a levantar en la comedia
de la vida, pero el epílogo, protagonizado en el tanatorio por el propio
Shindo, es demoledor: para alguien tan vitalista como Taiji, que no creía en
nada más en una bella mujer, el sake y las experiencias tangibles, la muerte es
el final definitivo y al final no hay nada.
“Rakuyoju” (algo así como “árbol de hoja caduca”), de 1986, es una
pequeña joya donde la inspiración autobiográfica de Shindo, siempre presente en
cierto grado, toma el protagonismo, pues son los recuerdos de la infancia, y en
concreto la relación con la madre, los motores argumentales de una película
“retro” en todos los aspectos (se recurre al blanco y negro para crear el
ambiente de un viejo álbum fotográfico) en la que no faltan, pese al bucolismo
de la temática, sus pequeños apuntes turbios, como esa imagen repetida en
varias ocasiones en la que, durante el baño del niño, su madre, presa de un
arrebato de cariño, besa fugazmente su pequeño pene, recuerdo intrascendente al
que la repetición dota de un carácter edípico que quizá influya en las
relaciones distantes, o casi inexistentes, que el protagonista tendrá con las
mujeres en su edad adulta: si Meiko Kaji, nada menos que Lady Snowblood en
persona, apenas puede durar una noche con él, es que no tiene salvación. El
hecho de que la intérprete de la madre sea, como no podía ser de otro modo,
Nobuko Otowa, insinúa que, tal vez, sin una esposa así, la soledad habría sido
inevitable. Por lo demás, la película observa la infancia como le corresponde a
un director de 74 años: como un período de felicidad absoluta (incluso
interminables caminatas por senderos campestres, de un pueblo a otro, se
recuerdan como gozosas excursiones y no como síntomas de pobreza o incomodidad),
absoluta si bien breve, pues precede un período de decadencia en el que los
malos negocios paternos llevan a la venta del hogar familiar, primero, y a
presenciar desde un local cercano cómo aquel es desmantelado poco a poco
empezando por el tejado. No es raro que, tras esta mirada a la niñez, Shindo se
dedique casi a continuación a reflexionar sobre la vejez en un díptico ya de
los años 90, el formado por “A last note” y “Will to live”.
“Gogo no juigon-jo” (“A Last Note”, 1995) es sintomática de
la actitud luchadora ante la vejez de un cineasta que filmó películas hasta los
99 años. La protagonista, una veterana actriz (tal como su intérprete, Haruko
Sugimura, habitual en el cine de Ozu) contempla la decadencia de una colega de
su misma edad, ya casi incapaz de recordar los viejos tiempos y de mantener una
conversación coherente (aunque sí de desarmar a un asesino fugado, en un
episodio cómico que sorprende dentro de un título mayormente dramático), y
aprende que su marido la engañó con la cuidadora de la casa mientras ella se
concentraba en su carrera teatral. Mientras los ancianos aprenden a sobrellevar
la edad, el mundo a su alrededor continúa sin descanso su ciclo de vida y
sensualidad, ejemplificado en los desnudos, que aquí se verán como gratuitos,
de la joven Tomomi Seo, y en la captación semidocumental de los rituales de la
fertilidad de la provincia, francamente explícitos (¿no sería tiempo de
reevaluar y contextualizar el lugar común, muy fuerte en los últimos años entre
nosotros, de Japón como el país sexualmente reprimido por excelencia?). La
presencia obsesionante de una enorme y pesada piedra ovalada, preparada por el marido
fallecido de la protagonista para colocar sobre su tumba, culmina, tras el
doble suicidio de la actriz senil y su marido, cuando la piedra es arrojada por
un puente: por muy viejo que se sea, hay que seguir viviendo y aprovechar hasta
el final lo que pueda ofrecer la existencia.
“Ikitai” (“Will to Live”, 2000) plantea la difícil pregunta
de qué hacer con la gente mayor que ya no es capaz de valerse por sí misma. En
la opinión de Taro Aso, ministro de finanzas nipón en el año 2013, los ancianos
deberían “darse prisa en morir” para dejar de ser una carga para la economía
del estado. Carga considerable, puesto que Japón ocupa el primer puesto mundial
en esperanza de vida, con una media de 83,7 años para ambos sexos. Para
dramatizar el tema, Shindo yuxtapone la historia de Yasukichi (Rentaro Mikuni),
anciano que vive con su hija bipolar (Shinobu Otake), sufre de incontinencia y
se niega a ser internado en un asilo, con la supuesta historia de la montaña de
Ubasuteyama, muy similar al clásico de Kinoshita, remakeado por Imamura, “La
balada de Narayama”, en la cual, como en “Rakuyoju” se vuelve al blanco y negro
para evocar el viejo cine japonés, aunque en este caso con una intención
paródica que busca dinamitar los mitos sobre la vejez de la tradición nipona.
Yendo a la contra de la serenidad y la aceptación ciegas, Shindo no teme ser
crudo: Yasukichi se caga encima, provocando el rechazo violento de los
parroquianos de un bar, y mantiene relaciones venales con una camarera famosa
por su (cutre) aproximación al baile flamenco, que posteriormente le
ridiculiza; Tokuko, su hija, está condenada a la soltería y al final ha de
acarrear a hombros a su padre, como hacían los hijos en la montaña sagrada,
solo que en esta ocasión no para dejarlo morir entre la nieve sino de vuelta al hogar,
donde sin embargo, como se apunta en el inquietante final, la muerte
acabará un día por ser la única solución. Tan incómoda como cómica, con una
espectacular planificación en los segmentos del pasado, que remite a aquella
plástica de los espacios que ya parece cosa del pasado en la cinematografía del
archipiélago, “Ikitai” se me antoja más reivindicable que la mayoría de la obra
reciente de Yoji Yamada, a quien, después de haber ignorado los últimos títulos
de Kaneto, Occidente parece haber otorgado el título de elder statesman del
cine japonés, quizá porque se le ve como un heredero de Ozu. Aquí, un servidor,
sin despreciar al director de “El pañuelo amarillo de la felicidad”, se permite
preferir a Kaneto, que aún con noventa y pico años conservaba una rabia ausente
de otros creadores más jóvenes. Y no querría cerrar la breve reseña de esta
película sin homenajear a ese maravilloso compositor que es Hikaru Hayashi, por
cuyo tema, inspirado en el “Bolero”, que acompaña el ascenso hacia la montaña,
me decidí a revisar una película que ya había visto aquel mismo año. Los temas
de Hayashi, evocadores y memorables, no tienen nada que envidiar a los de
muchos compositores fílmicos nipones más prestigiados, pero ni siquiera en
YouTube (supuestamente una fuente de cultura para el pueblo superior a la
Biblioteca de Babel de Borges) puede encontrarse nada de él más allá de
“Onibaba” o “La isla desnuda”. Amazon no tiene discos recopilatorios de su trabajo
para el cine. Como tampoco hay ediciones videográficas no domésticas de la mayoría del
trabajo del héroe de nuestro artículo. Eso de que “todo está en la red” pues va
a ser que no.
La despedida cronológica del ciclo, “Fukuro” (“The owl”,
2000) demuestra de manera ejemplar el imperativo de “seguir hacia adelante”
expuesto al final de “A last note”. Desmadrada comedia negra en la que dos
mujeres, madre e hija, atraen a su casa, con la promesa de su cuerpo, a una
serie de profesionales de la construcción a quienes asesinan por su dinero
(merece la pena subrayar el detalle grotesco de que lo hacen mediante un veneno
que les hace agonizar mientras profieren extraños sonidos animales), la
película a la vez entronca con la premisa de “Onibaba” (no reseñada aquí, como tampoco "La isla desnuda", por
tratarse de un título de sobra conocido) y mantiene un componente de
denuncia (el pueblo abandonado donde viven las protagonistas fue construido
para los colonos regresados de Manchuria, relegados a un mundo rural al que el
gobierno dio la espalda), a la vez que muestra el espíritu irreverente y joven
de un anciano de 88 años capaz de dar aún unas pocas lecciones a profesionales
de la provocación como Takashi Miike o Sion Sono. El carácter tremendamente
teatral de la película le da un aire de farsa difícil de concebir con un
lenguaje más puramente fílmico, aunque no olvidemos que la localización única
pudo venir dictada por la avanzada edad del director y su movilidad reducida
(de la misma manera que las últimas apariciones en el cine de Michael Caine
suelen ser en posición sentada, en la misma habitación, en diferentes partes de
la película). Shinobu Otake, ya memorable en “Ikitai”, repite con Shindo en el
papel de la madre, y nos recuerda que Shindo, aunque muchas en Occidente lo
tildarían de machista por su afición a desnudar a sus actrices, hizo bastante
por introducir en el cine nipón otros roles femeninos, como prueba el papel de
Nobuko en “Onibaba”, esa madre coraje madura pero aún ardiente, celosa
sexualmente de su nuera, que se va convirtiendo literalmente en demonio.
“Fukuro”, que ni siquiera es la última película de Shindo (rodó aún otras dos),
es defendible por varias razones pero yo ahora, que llevo siete meses
escribiendo esto y ya tengo ganas de acabar, me quedo con la más halagadora
para mi imparable edad madura: que se podrán decir muchas cosas de ella salvo
que es, como le oí a alguien sobre “Ran” de Kurosawa en el 87, “la película de
un viejo”. Kaneto llegó a los 100 como un gran clásico vivo, Occidente no lo ha
incluido en su canon y la mayoría de su producción resulta difícil o imposible
de ver, pero culquier título que encontréis de él por azar os hará pasar un par
de horas con un joven inconformista que nunca perdió su curiosidad por la vida
ni el contacto con las fuerzas instintivas de la naturaleza que nos hacen una
parte integrante del universo vivo, y todo ello con un apasionamiento que se
nos quiere hacer creer que los japoneses prefieren no mostrar.