Los aficionados al anime y el manga tienen una gran
familiaridad con las etiquetas por sexo y edad que en cierta manera crean
pequeños ghettos de lectores y espectadores a los que imaginamos reacios a
perder el tiempo, por ejemplo, con
historias “para niñas pequeñas” (evitadas como la peste, hasta comprobar la
enorme demanda fan de “Sailor Moon”, por nuestra Selecta Visión) o, por el
contrario, dispuestos a no ver otra cosa en su vida que no sean peleas entre
adolescentes superpoderosos y fanfarrones. En la cartelera actual de cine, “La
casa del tejado rojo” nos hace sospechar la existencia de un marketing
demográfico, cuyo nombre desconocemos pero evidentemente debe de existir, dada
la longevidad nipona, orientado hacia espectadores con suficiente edad para
recordar la era Showa y los tiempos de felicidad inconsciente anteriores a la
II Guerra Mundial.
Yoji Yamada ya dedicó “Kabei, nuestra madre” a recordarnos
que no todos los japoneses de la época eran belicistas redomados dispuestos a
comerse el mundo y aliarse con Hitler si hacía falta. Ahora les toca el turno a
los burgueses que celebraban la caída de Nankín y vivían en casitas de
chocolate, fabricando juguetes como quien fabrica armas, o viceversa, y
viviendo en un estado de despreocupación cercano al de los niños. No es casual
que varios de los personajes principales, en especial el artista Shoji Itakura,
sean figuras infantilizadas e ingenuas, con una edad emocional semejante a la
edad física del hijo de la protagonista… o del propio Yamada, cuya edad le
coloca en la posición de posible testigo de los hechos relatados, o de sufridor
de las consecuencias de la irresponsabilidad paterna.
Lo agridulce sobre el papel de la nostalgia de la era Showa
no quita para que “Chiisai ouchi” se refugie en modos y estilemas del celuloide
cincuentero como quien se aferra a un
paraíso perdido. Ahí es donde Oshima ganó en su momento la partida con “El
imperio de los sentidos”: la pasión violenta de puertas para adentro se
presentaba como alternativa a la pasión bélica que consumía el país bajo una
fachada feliz de “belle époque”. Aquí, basta con que la señora de la casa suba
las escaleras hacia el apartamento del pintor y se cierre la puerta. Y sin embargo podría argumentarse que son el
pudor y la contención los que consiguen que las fuerzas violentas triunfen, al
ofrecer triunfos reales y despreciar por una vez la sublimación.
Los críticos cinematográficos occidentales han decidido hace
tiempo que Japón significa sutileza y falta de énfasis, pero cabe preguntarse
si en realidad los podemos encontrar aquí: a todo espectador avezado le
bastaría con ver la carta sellada y nunca entregada al pintor entre los papeles
de la criada fallecida para entender absolutamente todo, pero al parecer hacía
falta una larga escena final de diálogo para explicarlo todo por lo menudo. Nos preguntamos hasta qué punto una duración
de 136 minutos puede surgir más de una nula voluntad de síntesis que de unas
opciones estéticas conscientes, pero también es cierto que los japoneses
parecen cuidar y respetar más a sus cineastas ancianos por lo que tienen de
depositarios vivientes de una vieja manera que ya no volverá. Que Occidente los
confunda con puntas de lanza es solo culpa de Occidente.