Tras las risas apocalípticas de la primera sesión del
domingo, llegó la siesta diferida en la segunda. Pero no miento: al igual que
en la peli estrella del viernes, dan ganas de llevar la contraria pero en
sentido opuesto. “Jamie Marks is dead” fue probablemente la peli más odiada y
ridiculizada por el público en esta edición, y uno siente que se apuntaría un
punto nadando contracorriente y defendiendo a esta especie de underdog fílmico
que da la impresión de ser sincero en lo que quiere hacer y decir.
En neto territorio Sundance, la historia se ambienta en un
desolado pueblo, en pleno invierno, con protagonistas inadaptados que tratan de
sobreponerse a su soledad. La muerte de un muchacho llamado Jamie Marks hace
consciente al protagonista de la atracción homosexual que había sentido hacia
él, y pronto, tal vez de manera metafórica, tendrá que ayudar a su espíritu a
pasar al otro lado en compañía de una chica “rara” (su gran afición es el
coleccionismo de rocas) que posee la capacidad de ver a los muertos.
Intenté que me gustara. El ambiente está muy bien conseguido
(premio a la mejor fotografía en Sitges) y el tono elegíaco está a años luz de
la típica historia de fantasmas que solo busca el sustito apoyado por subidones
de la banda sonora. La idea de la adolescencia como un período de sexualidad
indefinida, en el que puedes enamorarte y relacionarte con ambos sexos, de la
vida privada como refugio ante un ambiente inhóspito, de la diferencia como
elemento indispensable para salir adelante, del lenguaje y la conversación como
condiciones irrenunciables de la vida, que encierran cargas de emotividad que
pasamos por alto cuando estamos vivos pero tal vez añoremos de muertos, todo
ello resulta loable, pero no llegó a convencer.
¿Por qué? Tal vez porque se apuesta por una poética que
puede funcionar en un libro pero no en una película. La famosa petición de
Jamie al protagonista, “Dame una palabra” (que, cuando suscitó la respuesta
“mariposa”, provocó unas carcajadas malignas que entristecían un poco),
parece diseñada para gratificar a una audiencia literaria y enamorada del
lenguaje, pero no necesariamente a un público de cine. También existe el
problema de que los cineastas parecen creer en los sentimientos con una
ingenuidad que una población friki, curtida en mil batallas de menosprecio
ajeno y sarcasmo propio (y viceversa), no va a compartir nunca. El fin del mundo puede
recibirse con aplausos, pero nunca un doloroso romance gay de ultratumba, en
especial cuando el pobre Jamie se aparece en calzoncillos con una apariencia
similar a la de un Harry Potter pasado por el gimnasio.
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