La ventaja de no estar acreditado para la Muestra Syfy es
poder escribir crónicas en las que el evento sería un mero pretexto para tratar
cuestiones íntimas y existenciales de esas por las que el friki medio del
terror parece sentir una alergia profunda. Por poner unos pocos ejemplos:
1) La Muestra como barómetro de la resistencia al cambio de
un espectador maduro y progresivamente reaccionario. La noticia de que la nueva
sede sería el Palacio de la Prensa y de que en los títulos de afluencia masiva
se utilizarían las tres salas a la vez fue recibida, incluso por un servidor,
con una suspicacia y una mala fe que dan un poco de vergüenza recordando que a
la postre ha sido una de las ediciones mejor organizadas, que el cine ha tenido
una comodidad y un sabor vintage muy notables y que la opción “sala 2”, a
pesar de lo poco participativo del público, compensaba con una pantalla aún más
grande que la de la sala 1.
2) La Muestra como indicador agridulce de que, cuando estás
a medio camino entre los 40 y 50 y sigues asistiendo fielmente a un
festivalillo de pelis gore, cabe concluir no solo que estás en la categoría
de los inadaptados al margen de la sociedad seria y productiva, sino que ya
será muy difícil que llegues a salir de ella. Uno ya está medio resignado, pero
le entran dudas cuando Dolera hace cosas como referirse a la sesión de las 4
como “la de los motivados” o anuncia ostensiblemente que no va a ver las
películas que presenta, como dando a entender que existen asuntos más
importantes que perder hora y media de tu vida en ver una peli rara de un subgénero
estrafalario.
Y supongo que a Dolera se le podría dedicar todo un apartado
3), teniendo en cuenta que es de las pocas mujeres del recinto que no están
allí obligadas por sus novios o maridos y que no se puede obviar el toque
femenino que sabe dar a un acontecimiento con tanto aroma a testosterona
frustrada, toda vez que encima se trata de una feminidad ajena a los tópicos de
la delicadeza y la sensibilidad mal entendida. Tras tantos años nos ha llegado
a caer bien y hasta hemos visto su película como directora, en la que se casa
metafóricamente con un friki gordo y barbudo. Por eso nos choca un poco que
evite el contacto ocular al cruzarse con nosotros, pero lo atribuiremos a la
dificultad de ser un personaje público y al hecho de que, con pintas o no, todo
fan del fantástico pueda ser un Charles Manson en potencia.
Yendo a las películas, me gustó que se inaugurase con “The
invitation”, dando un toque indie a una proyección inicial que ya veíamos para siempre
dedicada al cine palomitero. Película de suspense pausada y claustrofóbica, centrada
en inquietar a base de pequeños detalles que se van sumando hasta alcanzar una
apoteosis violenta, atrajo las eternas críticas de quienes exigen a la ficción
la lógica implacable que raras veces se hallará en la vida, pero para un
servidor supuso un cambio refrescante después de los “300: El origen de un
imperio” de turno, y constituyó un contrapunto curioso a “Maps to the stars” de
Cronenberg, dando a entender que las colinas de Hollywood, canteras de
narcisismo y mentes quemadas por la fama y los excesos, son terreno abonado
para sectas al estilo Jim Jones. El final, que no pudo menos que recordarnos
por parentesco visual a “Coherence”, fue retomado por Dolera como leit motiv
de muchas de sus presentaciones, así como de su despedida, admitiendo una
debilidad hacia el rencor con la que, mal que me pese, me identifiqué un poco.
La “sesión de los motivados” del viernes, la noruega
“Villmark Asylum”, me hace pensar que a veces se eligen títulos conscientemente
más flojos para las cuatro de la tarde. No creo que muchos esperasen maravillas
de la secuela de un éxito del terror nórdico que para colmo casi nadie había
visto. Toda aseveración de que “no es necesario haber visto la primera” se
empezaba a caer desde que en los primeros fotogramas se muestra con énfasis una
tienda de campaña roja, olvidada a continuación hasta que la vemos extrañamente
reaparecer dentro del manicomio abandonado en el que trabaja, al estilo de “Session
9”, el grupo de protagonistas. Los motivos visuales “mitológicos” que enlazan
con la primera parte carecen de significación para el espectador nuevo,
enfrentado a un body count de manual que le gustará más o menos según su
mayor o menor tolerancia hacia los lugares comunes del género. El silbidito con
el que el psicópata atrae a sus víctimas se conviertió en uno de los chistes
sonoros recurrentes de la edición, pero la película en general fue de las menos
valoradas.
“Nina forever”, en cambio, sí añadió algo nuevo al subgénero
“mi novia muerta se me aparece”, del que ya vimos el año pasado “Burying the
ex”, de Joe Dante. Amén de la sordidez inherente de las localizaciones y los
acentos británicos, sorprendió en esta película el alto contenido sexual, algo
raro en esta época en que el erotismo parece confinado al gueto del porno. La
idea de que la difunta se manifiesta, cubierta de sangre, en mitad de las
relaciones íntimas de los dos protagonistas, produce varios momentos bastante
chocantes (e incluso infringe el clásico tabú del BBFC acerca de sangre sobre
pechos femeninos desnudos) y se las arregla para devolver al sexo una aureola
de campo de batalla para la resolución de problemas, en lugar de verlo como un
fin exclusivo o una recompensa. La pena es que los avatares técnicos de la
proyección (ese apagón en los subtítulos que motivó coñas memorables como
“¡Haber estudiado!”, así como un peculiar audiocomentario de Dolera en los casi
10 minutos que se acabaron viendo otra vez) distrajesen un poco de esta comedia
negra que terminó siendo una rara avis de ternura y melancolía en medio de un
panorama mucho más dado al sarcasmo y la mala baba.
Por ejemplo, “The green inferno”, basa parte de su discurso
en una crítica a los supuestos buenos sentimientos del activismo humanitario,
en concreto a través de la figura de un líder carismático que tan solo busca la
autopromoción a todo precio y no vacila en sacrificar a quienes le rodean si
ello le aportará notoriedad. Este subtexto de una película cuya razón de ser es
el gore y el humor gamberro llama bastante la atención después de la
presentación de Dolera, que pintó a Eli Roth como un realizador “estrella”,
egocéntrico y no muy sutil a la hora de aproximarse a las chicas a quienes echa
el ojo. Detrás de toda la peripecia
aventurera de un tipo de película que básicamente baña de sangre y tripas un
planteamiento al estilo de “La presa desnuda” de Cornel Wilde, late una
autoconsciencia de explotación y falsedad que termina robando realidad a toda
la propuesta, a pesar de los verosímiles efectos gore. De otra manera, no cabe
explicar la decepción de muchos aficionados ante una película que consideran
descafeinada, a pesar de que su escena menos “fuerte” haría salir corriendo al
espectador medio de los cines Golem. Parece que el género “caníbal” solo
impacta si parece verdad (lo cual nos recuerda que “Holocausto caníbal” es
considerada la película madre de todos los found footage), pero un servidor
no pierde de vista que, dado que en los ejemplos canónicos esta verdad se
lograba a base de masacrar ante la cámara a bichejos que no habían hecho nada,
a veces es mejor quedarse con la mentira, más o menos como en el giro final de la película, en el que la chica, por diversas razones, decide guardarse la verdad sobre la tribu.
A continación llega la “no crítica” de esta Muestra, el
momento en el que levantarse a las 6:17 de la mañana da sus temidos frutos. Uno
tenía ganas de contradecir la rumorología negativa en torno a la española
“Vulcania”, y agradecía que el último intento de cult movie patria desdeñara
apelar a las gracietas o a lo guay al estilo de las anteriores “Lobos de Arga”
o “Faraday”, queriendo diseñar una distopía retrofuturista en la cual los
poderes extrasensoriales introducen la nota discordante. Uno podía haber
emulado a Boyero y poner a parir la película sin haberla visto de verdad, responsabilizando al director
José Skaf y a su equipo del sopor que le hizo imposible comprender el
desarrollo de la trama, pero siento decepcionar a los haters del cine español:
la culpa fue de mi mal horario de trabajo, los 80 kilómetros de recorrido antes
de llegar a Madrid y mi baja forma física, que conspiraron para provocar la rendición
de mi cuerpo. Fue raro pasearse entre los asistentes y constatar que una
cantidad nada desdeñable de ellos sufrió un similar desvanecimiento, comparable
al observado en el pueblo británico de Midwich durante su invasión alienígena,
pero también pensemos en el brutal cambio de ritmo después de la trepidante
“The green inferno” y comprenderemos el bajón. Luego vimos que el fugaz estreno en salas
de la película se realizó en pases sueltos de multisalas muy alejadas entre sí, y
“Vulcania”, demasiado tarde, nos despertó la simpatía propia de los malditos.
Un servidor, fan de lo japonés hasta la médula, peleó como
un jabato contra su cuerpo para poder enterarse un poco bien de “Parasyte”,
adaptación de un manga y anime que supuso un salto cualitativo en las sesiones golfas
de la Muestra. Como siempre, una propuesta que funciona sin problemas sobre el
papel de un tebeo o una pantalla animada (unos parásitos alienígenas que entran
a través del oído controlan las cabezas de sus huéspedes, convertidas en
monstruos carnívoros, mientras que el protagonista sufre la infiltración
solamente en su mano, convertida en una criatura mutante de lo más kawaii),
se arriesga a parecer ridícula o inverosímil en imagen real, pero la buena
labor en efectos visuales y el oficio narrativo del director Takashi Yamazaki,
quien parece haber progresado desde sus tiempos de “Returner”, dan al resultado
un aire fantasioso, ligero e humorístico muy de agradecer (ya cansan
los live action al estilo “Kenshin” o “Lupin”, que sistemáticamente tratan de
hacer algo diferente a lo que hacían las obras que los inspiraron), e incluso
se permiten esas notas de gravedad moral que tanto molestan a los que vienen a
la Muestra solo a ver chorradas (véase la indiferencia del protagonista,
motivada por su progresiva simbiosis alienígena, ante la muerte de un adorable
perrito que mi mente derrengada se empecinaba en ver como un gato). La alta
cuota de gore y la enjundia relativa de lo contado nos consolaron un poco de lo que
ya conocíamos de antemano: que la historia no termina y habrá que esperar a
“Parasyte 2”, no sabemos si en la XIV Muestra Syfy o si por cortesía de un
futuro lanzamiento de Mediatrés.
Ya debo de haber expuesto por aquí en algún lugar mi teoría
según la cual los festivales de fantástico son el hogar natural de las
películas asiáticas ajenas a la poética “de autor”, aunque luego pertenezcan a
géneros más bien realistas. Yo estoy dispuesto incluso a atribuirlo al racismo
del público “normal”, que ya no acepta, como sí pareció aceptar en décadas
pasadas durante el apogeo de Shaw Brothers y similares, rasgos asiáticos en
los héroes de una película. En cambio, los fanáticos de la fantasía,
acostumbrados incluso a ver criaturas no humanas, no hacen distingos raciales y
disfrutan de una obra como “The piper”, aunque sus intérpretes no sean rubios
californianos ni negros aguerridos. Porque, a pesar de la inspiración en el cuento recogido por los
hermanos Grimm, la versión que propone Kim Kwang-tae no tiene más fantasía que
los lapsos lógicos necesarios, mal que les pese a algunos, en todo guión
cinematográfico. Viendo esta peli uno se pregunta por qué se decidió tan pronto
hacer pasar de moda a Corea del Sur en pantallas comerciales, pues sorprende
cómo obras de directores debutantes, sin ningún intérprete conocido en
Occidente, pueden rayar a un nivel tan elevado de ambientación, puesta en
escena y dirección de actores, siendo capaces de introducir con gran habilidad
elementos peliagudos de su historia (en este caso el conflicto aún no resuelto
con sus vecinos del norte) en un relato tirando a comercial, y llevando a sus
consecuencias lógicas y devastadoras el tema de la venganza, que en Hollywood
siempre suele terminar atenuado por mil consideraciones. Sin tampoco ofrecer
genialidades, “The piper” dio todo lo que prometía, cosa harto rara hoy por hoy, al menos
entre los cineastas sin ojos rasgados.
La siguiente peli de la tarde (no voy a hablar de ninguna de
las proyecciones paralelas porque no soy ningún santo y por tanto carezco del
don de ubicuidad), la estadounidense “Listening”, me hizo reflexionar sobre el
cambio en las expectativas del público. Recuerdo haber expresado abiertamente
mi gusto por uno de los títulos de la Muestra a una compañera de cola, y
recibir por lo bajo, proviniendo de otra pareja, la respuesta “algunos se
conforman con cualquier cosa”. En cambio, yo creo que el problema hoy en día es
que lo guay es ir de difícil de complacer. Viendo en la tele uno de los títulos
míticos de la Muestra, “Equilibrium”, con Christian Bale, cuya falta de estreno
español se consideraba escandalosa, me di cuenta de que su guión no hubiera
resistido el tipo de examen malintencionado por los talibanes de la lógica que
ahora parece ser el indicador de calidad número uno entre “los que saben”. A uno le
gusta pensar que “Listening”, resultona imitación “low cost” del cine de
Christopher Nolan con elementos de la trilogía “Matrix”, habría sido vista con
mayor benevolencia, no ya en los años 80 o 90, sino en el nada lejano 2005.
Seudociencia, tintados digitales, apelaciones a la sabiduría oriental, muchos personajes
calvos para dar imagen inquietante, sus pequeñas gotas de erotismo y dos
científicos demasiado atléticos y guapos para ser reales. A mí no me dio tiempo
a aburrirme.
Lo que no puedo explicarme (tal vez sí, pero es retórica) es la querencia de los programadores
de la Muestra por el cine de Joe Begos, que parece combinar un genuino
entusiasmo por los géneros que trata con una aspiración a la tosquedad vista
como rasgo definitorio de lo que un servidor llama “ochenterismo”. “Almost
human”, vista en la edición de 2014, podía resultar simpática teniendo en
cuenta sus carencias, pero “The mind’s eye” deja ya muy claro que todo lo que entonces
podía resultar cutre, macarra o salido de madre era absolutamente intencionado.
Imaginar que esto es un homenaje a “Scanners” obliga a acordarse de los
chavales de los años 80 decepcionados con la peli de Cronenberg por solo ver
cabezas explotando durante los cinco primeros minutos y no a lo largo de
todo el metraje. No hay que buscar ni
filosofías de la nueva carne ni siquiera ideas argumentales: de lo que se trata
es de acción chusca, gore cazurro y actuaciones en la mejor tradición serie Z
(mención especial para John Speredakos y su delirante dicción a cada nueva
dosis inyectada de su super-suero), todo ello precedido por el letrero “This
film must be played loud”, indicación que los proyeccionistas de la sala 1 del
Palacio de la Prensa aplican sin necesidad de instrucciones a toda película
exhibida (hasta tal punto que la broma recurrente tras cada atronadora promoción
del canal Syfy era “¡No se oye!”) Si buscamos buen cine, tal vez “The mind’s
eye” no lo sea, pero no olvidemos que, fuera de un festivalillo como este,
jamás veremos una peli así, y sus afrentas al buen gusto resultan refrescantes
cuando consideramos que los títulos señeros de la cartelera suelen ser cosas
como “Carol” o “Brooklyn”, que tienen todos los valores positivos del “cine
bien hecho” pero carecen de la fuerza visceral que tal vez sea la única
cualidad real del bueno de Joe Begos.
Después de esto, vino la película que a priori no encajaba
mucho en la Muestra y terminó por ser uno de sus momentos más afortunados.
Aprovecho para decir que fue la única para la que no encontré sitio en la sala
principal y por tanto hice uso de la opción “Sala 2”, que no me pareció tan
calamitosa salvo por el sentimiento de haber sido excuido de la fiesta al ver
la presentación de Dolera retransmitida en vídeo y por la general pasividad del
público, más propia de una sala comercial que de un festival (ya se sabe, es el
viejo debate entre pasarse y no llegar). Centrándonos en la propia película,
los espectadores con trastorno de déficit de atención se hartan de decir que si
es muy lenta, que si se nota mucho la falta de presupuesto, que si está
alargada con muchas escenas que no aportan nada a la trama, etc., pero he de
decir que su manera de presentar personajes y relaciones a la vieja usanza, sin
prisa ninguna, me supo a gloria tras la dramaturgia casposa de la película
anterior, y que el viaje hacia la guarida caníbal, que llega a desarrollarse a
pie, por un lado me dio un verdadero sentido de trayecto y aventura (un
montajito corto tras el cual ya hubiesen llegado no daría sensación de
esfuerzo) y por otro me hizo disfrutar de la compañía de unos personajes bien
dibujados y mejor interpretados (nadie va a descubrir a estas alturas a Kurt
Russell, pero me sorprendió lo mucho que una barba parecía hacer mejorar al siempre
solvente Richard Jenkins), cuyo destino me importó mucho más de lo que hubiera
sucedido si solo les hubiese visto protagonizar una escena de acción
chachipiruli tras otra. Incluso sin tener en cuenta el desvío final hacia el
terror, se trata de un muy estimable western indie que hubiese hecho un muy
buen papel en pantallas, pero, ay amigos, uno está prácticamente seguro de que
los exhibidores, especialmente los de cine menos comercial (porque no puedes
poner en multisalas una peli de cuatro tíos caminando y hablando por el
desierto dos horas) decidieron que aquello no se podía ver en sus cines justo
al llegar una escena muy determinada, y que, como no se va a aplicar la censura
al viejo estilo de proyectar una película cortando las imágenes que te ofenden,
mejor aplicar la censura de los tiempos democráticos, a saber, prescindir de
proyectar el título en su totalidad. Steve McQueen dijo que “Hunger” no se
proyectó en los cines españoles debido al desnudo frontal de Michael
Fassbender, y tal vez tuviera razón. Un poco de carnicería realista ha
conseguido que una película elogiada en los principales periódicos de la ciudad
se viera solo en una pequeñísima sala para amantes del terror y el gore,
mientras cadenas enteras de cines “de verdad” la ninguneaban. De no ser por la
Muestra, nunca hubiésemos visto este películón en pantalla grande.
La sesión golfa del sábado nos proporcionó uno de los
deslices históricos de la organización, dado que la nota de prensa nos prometía
en “Generation Z” una delirante confrontación entre muertos vivientes y
dinosaurios que solo sucedía en la mente de quien la redactó y que solo es
posible si de la película solo se conocía el sales pitch en plan “Parque
Jurásico pero con zombis”. Mejor así, porque uno se esperaba prácticamente un
telefilm “Hecho en Syfy” y luego se encontró con algo ligeramente mejor, un
intento de sátira en el que las personas de alto nivel adquisitivo, estresadas
en su dura vida, podían liberar tensiones aniquilando a criaturas sobrantes del
apocalipsis zombi a las que se confina en una isla (concretamente, una de las
Canarias, a juzgar por el mapa mostrado al inicio). La sorpresa final, que
enlazaba extrañamente con la soflama de Dolera a favor de los refugiados antes
de la peli anterior, da a la competente pero poco original aventura una pátina
de seriedad que molestó a algún amigo que aparentemente no quiere que sus pelis
gore se eleven mucho sobre el nivel de la chorradilla simpática. A mí
personalmente no me pareció fuera del lugar, puesto que, mucho antes de
nuestros tiempos videojueguiles, el tema zombi de toda la vida ha sido un
muestrario de inquietudes sociológicas, y no cabe duda de quiénes son ahora los
hambrientos ni de qué tipo de amenazas algunos ven camufladas tras ellos. Un
tratamiento serio y riguroso de esas ideas levantaría ampollas en los
biempensantes, así que tienen que ser obras de terror intrascendentes las que
las planteen, sin mucho rigor conceptual como en este caso, pero con una
factura técnica y unas posibilidades argumentales muy por encima de los “Hunger
of the dead” o “Crazy bitches” de turno. Sin tampoco grandes entusiasmos, mi
pulgar señala más bien hacia arriba. Lo malo es que este año no hubo a la
entrada de la sesión cajitas de cereales “Lion” ni nada parecido.
Sentí bastante que las fuerzas me abandonaran durante el
pase de la polaca “Demon” al inicio de la última jornada. Momento “arte y
ensayo” por excelencia de la edición, causó tanta perplejidad y tanto rechazo
que a uno le gustaría ponerla por las nubes para llevar la contraria. Claro
ejemplo de que el cine de autor del Este sigue vivo (aunque no, por desgracia,
el director Marcin Wrona, hallado muerto, apareentemente por su propia mano, al poco de estrenar la película), con
sus característicos planos secuencia, su simbolismo oscuro y un sentimiento
trágico que a menudo halla expresión mediante la extravagancia, la locura o la
borrachera. La película tiene una exposición muy atmosférica y un planteamiento
digno del mejor relato clásico de fantasmas: en las vísperas de su boda, un
hombre, excavando en el jardín de la casa que está a punto de reformar,
encuentra un esqueleto perteneciente a una mujer desconocida que empieza a
aparecérsele y gradualmente suplanta el papel de la novia tras los esponsales
hasta que, de alguna manera, el novio es arrastrado a su mundo y la
resurrección prometida para el poblado nunca llega a realizarse. Escribiendo
esto vuelvo a darme cuenta de lo bien que suena esta película sobre el papel o
sintetizándola en pocas palabras, pero viéndola me daba la impresión de que los
momentos de fantasía eran pocos y muy separados en el metraje, que la idea del dybbuk, espíritu maligno judío que llega quizá para vengar su muerte ignorada
(tal vez se trató originalmente de su casa, de su tierra) se desarrolla de una
manera demasiado sutil y oblicua. ¿Una película así sobra en la Muestra? No lo
sé. ¿Algún otro evento o distribuidor apostaría por ella? Probablemente no.
Los entusiastas del terror “de verdad” suspiraron de alivio
con la israelí “Jeruzalem”, que les dio su cuota tranquilizadora de lugares
comunes: found footage, gore, monstruitos y apocalipsis. Esta al contrario
suena mal sobre el papel: dos chicas fiesteras viajan de turismo a Israel y, de trayecto, un guapetón aprendiz de arqueólogo los lleva a la capital, donde una
maldición bíblica llenará la ciudad de criaturas monstruosas sedientas de
sangre. Nunca he ocultado mi desdén hacia las películas de metraje hallado, que
en mi opinión se deshacen de dos de los trabajos más ingratos y difíciles del
cine, el guión y la puesta en escena, y reducen los rodajes a un atletismo
semi-improvisado en aras de una ilusión de realidad que jamás llega a producirse.
Aquí incluso hace aparición otra de mis bestias negras: el “internetismo”, a
saber, la irrupción en pantalla (en este caso a través de una especie de “gafas
Google” que van registrando y transmitiendo la acción) de grafismos y ventanas
propios del mundo de las redes sociales, a los que se quiere asignar en
momentos puntuales incluso un papel terrorífico (aún no sé cómo fue posible el
reconocimiento facial del muerto retornado, si en el subterráneo poca cobertura
debía de haber). Añadamos que las dos ideas “originales” de la conclusión están
fusiladas del primer “V/H/S” y quedémonos con la atmósfera particular que dan
los escenarios hebreos, que son capaces de dar a la debacle seudo-zombi unas
resonancias sociopolíticas que no serían posibles en un suburbio
estadounidense, para dar una visión equilibrada de una película que, por una
vez, gustó más de lo que habría debido, pero que jugó a la perfección la carta
del exotismo que los programadores de la Muestra juegan cada vez más a menudo
en las últimas ediciones. Uno cree que quizá este papel lo hubiera jugado mejor la turca "Baskin", pero es solo una opinión personal.
El tono cambió para bien con “Absolutamente todo”, agradable
comedia fantástica que suponía todo un puente generacional entre los aspectos
más imaginativos de Monty Python (Terry Jones dirige y escribe y el grupo
entero, salvo, claro está, el Dr. Chapman, aporta sus voces) y la figura de Simon Pegg, que
no conozco bien pero al parecer está especializada en situar a un everyman
británico en situaciones inusuales y sacar de ello un humor más o menos
gamberro. Por el lado de Python, me suelen dar algo de pena estos brotes
tardíos (el show geriátrico en vivo es imprescindible para fans pero me produce
gran tristeza): algunos de los chistes no habrían sobrevivido una primera
lectura de guión con Python (esos policías vestidos de rosa) y el paralelismo
entre el personaje de Rob Riggle y el Kevin Kline de “Un pez llamado Wanda” es
tan obvio, y desfavorable para la nueva peli, que hace pensar en la búsqueda
desesperada del éxito allende los mares, jugando con los mismos contrastes
EEUU-Reino Unido que en “Wanda” funcionaban pero aquí no son tan afortunados.
La baza de la película, más que un guión bien construido, es una sucesión
constante de ocurrencias que estadísticamente tienen gran posibilidad de dar en
el blanco cada cierto tiempo, y que, en una agradecida pervivencia del estilo
Python, se basan más en el absurdo lógico que en la tontería por la tontería.
Por ejemplo, que el deseo del personaje de Pegg de que desaparezcan las razones
para librar guerras desemboque en St. Kitts y Nevis declarando la guerra a
medio mundo revela una mente ingeniosa cuyos brillos intermitentes hacen que la
película merezca la pena. Eso sí, el perro sabio con la voz de Robin Williams
deja muy melancólico.
El final, como en 2015, fue artístico y controvertido. “High
rise”, la distopía retro de Ben Wheatley basada en la novela de J.G. Ballard,
se proyectó en un silencio sepulcral ante un público, o bien fascinado, o bien
sin la menor idea de lo que estaba viendo. Un servidor cree que el tono
elíptico y frío de Ballard está perfectamente trasladado a la pantalla, con un
grado de distanciamiento que rehúye la épica y consigue la nada fácil tarea de
crear un universo visual cien por cien setentero que transmite alienación y
aislamiento más que nostalgia. Como todo Ballard, la historia trata sobre una fuga
psicológica, en este caso de un colectivo que vive aislado en un complejo de
viviendas (nos da que David Cronenberg también leyó este libro antes de
plantearse “Vinieron de dentro de”), y, si aplicáramos al comportamiento de los
personajes la lógica habitual de Hollywood, no se trataría de Ballard, sino de
algo muy distinto y, a buen seguro, menos interesante. La belleza visual de la
película es muy notable (así como la sonora, con una música que realmente
podría haber venido firmada por algún oscuro grupo progresivo de aquellos
años), no siendo casual que el clímax se vea a través de un caleidoscopio,
creando arabescos visuales como los del desenlace de “A field in England”. No
todos los días se ve una obra tan personal, de una estética tan decadente y que
trata de ponerse en la piel de una década pasada para profetizar sobre burbujas
futuras que, en el momento de escribir estas líneas, ya han reventado unas
cuantas veces. Por haber, hubo hasta plano de la luna llena para aplaudir a
gusto, aunque luego haya sido, a la postre uno de los títulos menos valorados
este año, solo por debajo de “Villmark 2” o “Vulcania”. Cuando crezcan, algunos
reconocerán que Wheatley les sirvió buen cine y no supieron reconocerlo.
Y en fin, que se queda uno un poco vacío al final. La
Muestra, pese a los que juran año tras año que se ha tratado de la peor
edición, ha llegado ya a los 13 años, cifra significativa puesto que inició su
andadura como “Muestra Calle 13” un poco más allá en la misma acera de la Gran
Vía, en el Cine Imperial, en el curso de dos maratones nocturnos los días 29 y
30 de abril de 2004. Aunque se pudo haber afinado un poco más la selección de
algunos títulos, poner en pie un acontecimiento así no es fácil y la
responsabilidad como portaestandarte del fantástico en Madrid (solo
recientemente comenzada a compartir con Nocturna) motiva a veces unas críticas
demasiado agrias que la distancia del recuerdo irá endulzando. Estoy seguro de
que más de un espectador indignado llegará a recordar con nostalgia “The mind’s eye”,
“Demon” o incluso “Villmark Asylum” cuando recorra la cartelera del cine y no
vea absolutamente nada de “nuestros géneros”. Porque no olvidemos que el
verdadero cinéfilo es el que sigue yendo al cine. Lo otro puede tener su punto,
pero no es lo mismo.