viernes, 23 de marzo de 2012
11-3-2012: IX Muestra SyFy 4
A veces no basta con tener una idea buena, sino que es necesario darle una realización adecuada, a sí misma y al contexto en que la queremos situar. No hay nada malo, en principio, en el concepto de incluir proyecciones de clásicos del género dentro de un evento como la Muestra SyFy, sobre todo cuando el despiste de los programadores prácticamente asegura que les sacarán varias cabezas y hombros de altura en cuanto a calidad a la mayoría de títulos del cartel. Otra cosa es que pensemos que, en apenas tres días de una muestra que cuesta bastante esfuerzo organizar y que los aficionados esperamos como agua de mayo, incluir películas que nos sabemos de memoria y que no solamente son facilísimas de conseguir en vídeo doméstico sino que se suelen programar con cierta frecuencia en cinestudios y filmotecas, termina robando espacio para el descubrimiento de obras de las que quizá no oiríamos ni hablar de no encontrárnoslas aquí.
Aparte de que presentar el doblete de “Ultimátum a la Tierra” y “El planeta de los simios” bajo la bandera de la experiencia “Phenomena” es tramposo. “Phenomena”, como bien atestiguan sus documentos audiovisuales anexos, como la cortinilla de “Movierecord”, los anuncios de época con Eugenio o Alberto Closas o los tráilers de películas como “Los monstruos del mar” (con diferencia lo más disfrutable de la doble sesión), está concebida como una llamada a la nostalgia, a tratar de reproducir sensaciones del espectador joven (significativo que se haya tratado de las únicas proyecciones en 35 mm junto a la “Hell”). Sin embargo, ¿cuántos de los espectadores del Callao serían capaces de evocar con escalofríos agridulces, hechos de felicidad y añoranza por una juventud perdida, los estrenos originales, o incluso los reestrenos, de películas estrenadas en 1951 y 1968, respectivamente? Sospecho que lo importante era traer a Nacho Cerdá para que diese una pequeña charla y otorgase esa especie de glamour doméstico que parece estar entre los objetivos de la dirección actual de la Muestra. Porque, así es, “Phenomena” es una buena idea, pero hay maneras y maneras.
A mí personalmente, tanto “Ultimátum a la Tierra” como “El planeta de los simios” me parecen películas excelentes, con una merecida aureola de clásicos, pero he de confesar que su enésima revisión me aporta poco. Hay películas peores que estas dos que soy capaz de ver una y otra vez sin disminuir mi fascinación y sin dejar de ver elementos nuevos. En cambio, me conozco tan bien el desarrollo de “Ultimátum” que, en lugar de valorar la ingenuidad camp de sus efectos especiales o el ambiente realista, casi de cine negro, en el que se mueve Klaatu durante sus andanzas terrestres, tiendo a ser malintencionado y a ver su historia no como un llamamiento en contra de la Guerra Fría sino como una metáfora premonitoria de los Estados Unidos como futuro superpoder galáctico capaz de amenazar con sus super robots atómicos a las naciones díscolas empeñadas en perturbar el nuevo orden mundial. Del mismo modo, el espectacular y desolador tramo inicial de “El planeta de los simios” (que en la actualidad es la parte que prefiero con diferencia) deja lugar a una peripecia satírica que hoy por hoy encuentro un poco laboriosa, que es incapaz de aclararse sobre si la civilización simia es realmente superior a la nuestra (quizá respeten más el medio ambiente, pero cazan y masacran a seres inteligentes y mantienen un sistema de castas tan inamovible como el de la India) y que deja con dudas sobre si la verdadera vocación del guionista Rod Serling no sería más bien el púlpito que las pantallas. Lo confieso: no disfruté mucho de este programa doble. Puestos a evocar el apocalipsis que viene, creo que lo hubiese pasado mejor con alguna de guerreros del Bronx de Enzo Castellari, seguida de “Ultimo deseo” de León Klimovsky, o de alguna de aquellas series B australianas, menos populares que "Mad Max", que confirmaban la demoledora, pero apócrifa, frase de Ava Gardner sobre Australia como el lugar ideal para rodar una película sobre el fin del mundo. Y todo ello visto de madrugada, no a las 4 de la tarde. Pero me callo, porque leídas algunas opiniones en la moribunda blogosfera, mi actitud crítica sobre la IX Muestra SyFy parece ser minoritaria y me limito, una vez más, a ir contracorriente como el salmón.
“The innkeepers” de Ti West, es otro ejemplo, como “The woman”, de película simplemente interesante elevada a título estrella del fin de semana. Yo admito que el cine de West me cae bien: es de los pocos directores de género de hoy en día que entienden que una película no puede estar compuesta de un clímax detrás de otro, y que un momento culminante lo es más aún cuendo está en lo alto de una curva que se ha ido ascendiendo gradualmente. “House of the devil” era eso: de un comienzo mundano en el que apenas sucedía nada se iba pasando a un sentimiento leve de amenaza hasta desembocar en una secuencia final de increíble intensidad que a un servidor, solo en su casa en una noche del despoblado agosto madrileño, le llegó a dar su miedillo. “The innkeepers” quiere ser un poco lo mismo pero a West le pierde su voluntad de caer mejor al público que en su anterior película, que era demasiado austera y dejaba pocos asideros a quien no quisiera un “fantástico ochentero de videoclub en versión de autor”. La relación entre la pareja de encargados del hotel Yankee Pedlar, empeñados en descubrir evidencias del fantasma que lo habita, en su último fin de semana de apertura, apuesta por la simpatía de una comedia romántica soterrada, pero la sucesión de bromas, falsos sustos y sueños varios termina por diluir la impresión global y hace estragos en la progresión dramática de una película que es entretenida en el sentido en que es entretenida la conversación exuberante de un rollista nato que encadena una anécdota atractiva tras otra sin tener en el fondo casi nada que contarte. La aparición, otra vez, de la antaño sex symbol Kelly McGillis ,en plan bruja agorera, proporciona momentos de anticipación narrativa que, en la línea de algunas ficciones televisivas del momento, causan un impacto apasionante para a continuación ser abandonadas una vez servido su propósito. El desenlace, aunque efectivo, reproduce, en menos logrado, el concepto de “House of the devil”, con el montaje sonoro tomando un protagonismo, a decir de algunos, excesivo, y recurriendo a mecanismos terroríficos quizá un poco elementales (uno prefería, por ejemplo, los flashes casi subliminales, a lo “El exorcista” de la película anterior de West). Quizá lo mejor, lo más burlón, de la película, sea ese plano fijo final aguantado hasta la náusea para que el público espere, o bien la aparición de algo horrible, o bien una explicación que nunca se da o bien se da pero no de la manera que se quería. Una peli como mínimo controvertida, con tantos defensores como detractores a la salida, lo cual siempre es bueno en un festivalillo de estos, pero que tampoco estaba a la altura de una sesión que debía ser uno de los puntos culminantes de todo el fin de semana.
Me hubiese gustado pasar un poco por encima de la clausura con “Lobos de Arga”, a la que me quedé, pese a mis malos presentimientos, en virtud de mis ganas de dar oportunidades e ignorar los prejuicios y con la duda de si veríamos un resurgir de aquellas películas de género españolas de principios de los 90, de la mano de gente como La Cuadrilla, de la Iglesia, Urbizu o Bajo Ulloa, que prometían una renovación en nuestro cine que luego quedó un poco en agua de borrajas (prueba de ello es que, del cuarteto mencionado, dos están desaparecidos en combate y los otros dos han pasado de ser los heraldos de unos nuevos modos a erigirse en alternativas casi únicas). Por desgracia, las virtudes de “Lobos” se quedan para mí en su buen ritmo y en lo competente de sus efectos y ambientación. El tipo de humor que propone Juan Martínez Moreno, con su recurso constante a exabruptos tabernarios y bromas pesadas a costa del más débil, me parece facilón y reiterativo, tendiendo a insoportable a partir del cuarto de hora y haciéndome desear, una vez que tenía claro todo lo que iba a suceder a partir de entonces casi con tanta claridad como me pasó con “John Carter”, el final de una proyección que, por si no fuera poco con no gustarme y dar una despedida más bien pésima a una edición decepcionante de la Muestra, dejó otra vez en evidencia que soy minoría (“Soy minoría”, qué titulazo, ¿eh? Ríete de Richard Matheson). El tipo de público que acogió con aburrimiento, abucheos y cachondeíto joyas “de autor” de años anteriores como “Amer”, “Vinyan” o “Thirst”, recibió con aplausos entusiastas una comedieta populista con la que me resultó imposible conectar aun intentándolo y en la que incluso llegué a echar de menos a mis odiados Santiago Segura o José Mota. Hay que resignarse a la extinción como buen dinosaurio, aceptar de buen grado la voluntad democrática de un pueblo que prefiere ver “Sálvame” o “Gran Hermano 23” antes que conciertos de la Filarmónica de Berlín o películas en blanco y negro. Hay que saber dejar cosas atrás, como por ejemplo la ilusión y la confianza en la gente que sabía hacer las cosas bien. La Muestra SyFy ha progresado sin duda, en atraer más público e impacto mediático, han sabido dar un golpe maestro en tiempos de crisis bajando el precio del abono, y han aprendido a hacer zoom en las copias digitales, algo de lo cual los proyeccionistas del Palafox parecían no ser capaces, pero los amargados como un servidor sentimos que “nos han quitado” uno de nuestros momentos cumbres del año y una de nuestros pequeños motivos para aguantar las miserias cotidianas durante doce meses. Toda vez que, si los mayas, o sus intérpretes, tienen razón, se acabó lo que se daba y no habrá más Muestras SyFy. Lo cual, visto lo visto este año y si la tónica perdura, no será tan trágico como suena.
domingo, 18 de marzo de 2012
10-3-2012: IX Muestra SyFy 3
Tras años de una relación feliz, tarde o temprano se pierde la magia. En el caso de la Muestra SyFy, este año se mantuvieron el reencuentro con los rostros familiares que solo vemos allí, las carreras frenéticas tras cada proyección para reincorporarse a la cola, las controversias con los colegas de siempre que, a cada nuevo juicio estético, parecen querer batir su propio récord de incoherencia. Pero el cambio de escenario pesó mucho este año. El Palafox tenía aquel vestíbulo amplio con mármol, estaba fuera de la vorágine del centro de la ciudad, se ajustaba bien a la aureola de evento “alternativo” que los nuevos organizadores han desechado como quien no quiere la cosa. Incluso el otro elemento constante, Leticia Dolera (que consiguió llegar a caerme bien a base de arrojar al público chocolatinas Kit Kat que ella misma había comprado en el supermercado del Corte Inglés) reconoció en un par de sus presentaciones que se echaba de menos la antigua sede. Y no sería lo único…
Misteriosamente, una de las películas más ninguneadas por los compañeros espectadores con quienes pude cambiar impresiones fue, sin embargo, de las pocas proyectadas el sábado en recuperar el sabor de las viejas selecciones de la Muestra. La francesa “The prodigies”, tras la cual se encontraban algunos de los responsables de “Renaissance”, proyectada en la edición de 2007, se las arregló para dar a la animación computerizada en 3D un uso bastante distinto al de las producciones Pixar o Dreamworks de turno, imprimiendo a su relato de adolescentes con superpoderes un tono oscuro y violento muy estimable que no rehuía temáticas como el maltrato familiar, la violación o la venganza, con una narrativa y una planificación bastante brillantes y un desdén por el final feliz y las resoluciones fáciles que, por supuesto, contribuyeron al escaso éxito de la película, incluso en Francia, y a dificultar su venta a los Estados Unidos. Bien es verdad que el diseño de los personajes a veces resulta un poco anodino y que la estética es por momentos “videojueguil”, pero al menos el componente de rabia juvenil tiene una filiación anime bastante clara, y los puntos de contacto con “Los hijos de los malditos” de Anton M. Leader no son escasos. Quizá el mayor pecado de este meritorio intento por rescatar la animación 3D del nicho infantil en que se la está enterrando sea precisamente no venir avalado por la marca Pixar, que parece inspirar una devoción y una fidelidad fanáticas. Pero, ¿de qué me sirve que “Up” sea técnicamente muy superior cuando a la media hora renuncia a la promesa de su melancólica exposición para convertirse en un vulgar slapstick infantil donde su anciano protagonista ejecuta proezas físicas imposibles hasta para un joven? Al menos “The prodigies” hace reaccionar al espectador ante escenas incómodas, pretende combinar la chulería técnica digital con cierta indagación moral y plantea, por enésima vez, la posibilidad de una animación europea alternativa al modelo hegemónico, apuesta que, a juzgar por su carrera comercial y la indiferente reacción del público de la Muestra SyFy, tenía perdida de antemano.
Uno de los grandes misterios de la programación de este año ha sido el porqué de que un título como “Atrocious”, del mexicano Fernando Barreda, haya desbancado del cartel a otros títulos a priori más interesantes vistos en certámenes fantásticos anteriores. Sin ir más lejos, en la Semana de Donosti se vieron “The divide”, “Livide”, “Saint” o “Wake Wood”, y sin embargo nosotros tuvimos que tragarnos el enésimo clon de “The Blair Witch Project”, haciendo de la ausencia de interpretaciones y de planificación una supuesta baza verosímil, y dando por supuesto que media hora de carreras cámara en mano alrededor del mismo seto son capaces de suscitar angustia en un espectador curtido en el cine de terror. Producto claramente improvisado cuyas contadas ideas de guión no resisten un examen detenido (por ejemplo, se dedican unos cuantos minutos de película a la supuesta desaparición de las imágenes grabadas de un perro muerto en el fondo de un pozo, cuando es obvio que, si lo que estamos viendo son “cintas reales encontradas por la policía, etc. etc.”, las famosas imágenes desvanecidas las hemos visto nosotros, por tanto no se borraron… y así todo el tiempo) e incide en todas las convenciones idiotas del subgénero (¿cuántas personas aterrorizadas, en peligro de muerte o socorriendo a un amigo herido seguirían grabando con la cámara en lugar de tirarla al suelo y salir por patas?), “Atrocious” parece haberse incluido en virtud de una supuesta cuota de “producto nacional” (se rodó en Sitges) o quizá para cumplir la función de carnaza para pitorreo que sufrió el año anterior “Giallo” de Argento, pero no cabe duda de que fue una de las peores presentaciones de la Muestra, y más aún cuando recordamos algunas de las “segundas películas del sábado” de años anteriores, como “El vagón de la muerte”, el anime “Summer wars” o, sin ir más lejos el año anterior, la infravalorada “Captifs”. Si no se sabe escoger bien la segunda película de la tarde, el motor del maratón no arranca como debe hacer.
O quizá la intención a la hora de programar algo tan flojo fuese hacer destacar más uno de los supuestos platos fuertes: “The woman” de Lucky McKee. Vaya por delante que me parece un producto sugestivo, provocador y ácido, pero tampoco llego a comprender muy bien por qué se lo ve como una obra clave del terror contemporáneo. Desde que vi “May” veo a McKee como un director indie aficionado a las fábulas crueles, un poco en la línea de Todd Solondz, que utiliza el horror y el gore en sus tramos finales para subrayar sus moralejas pero no se acuerda del género en el resto del metraje, salvo que consideremos que una distorsión esperpéntica de la realidad constituye por sí misma una mirada “fantástica”. La historia de una mujer salvaje aprisionada en un sótano por un respetable abogado que se plantea “civilizarla”, es decir, someterla al mismo tipo de esclavitud en que viven el resto de mujeres de su familia, se sostiene fundamentalmente por la fuerza de la interpretación de Pollyanna McIntosh, por una sensible dirección de actores capaz de hacerte aceptar una situación esencialmente inverosímil (salvo que la película estuviese ambientada en Irán o algo así) y por un sentido negrísimo del humor, pero, por otro lado, nunca le abandona a uno la impresión de que los personajes actúan así más para apoyar la tesis de los creadores que para adecuarse a su propia lógica interna (el personaje de Sean Bridgers, a quien varios espectadores se empeñaron en encontrar un parecido físico con Iñaki Urdangarín, parece más un timador de siete suelas que el macho alfa amenazador que se nos quiere vender), y, por otro, el desenlace no me parece a la altura del crescendo de mentiras, abusos, ocultaciones y violencia soterrada desarrollado durante la hora y media precedentes. Se quiere, demasiado tarde a mi entender, dar a entender una conexión entre la fémina silvestre y las fuerzas primordiales de la naturaleza, pero faltó integrarla mejor en todo el relato precedente para oponerla mejor a la sátira de la hipocresía suburbana y su maldad subyacente. Hay ideas, hay mala leche, hay una sana voluntad de incomodar y de poner en cuestión lugares comunes, pero creo que la ejecución no está a la altura del concepto, incluso pareciéndome una obra con buen pulso y muy superior a la media de lo visto en todo el fin de semana.
Ahora que parecía que McKee había levantado la ilusión de los espectadores, lo que llegó a continuación, aunque curioso y reivindicable a su manera, fue, por desgracia, otro bajón análogo al del pase de las seis. “Apollo 18”, peculiar propuesta que, al estilo “falso documental”, proporciona una explicación para el abandono del programa espacial estadounidense, parte de un concepto inicial magnífico, el de simular metraje perdido de una expedición lunar a base de imágenes de archivo y de decorados minimalistas, pero, si de por sí una misión en nuestro satélite tiene un ambiente árido y austero que dificulta “entrar” en la peripecia, cuando por fin el espectador se integra en el juego se descubre que la gran idea argumental tira a un pulp de aprobado raspadillo (básicamente, que en la Luna hay arañas alienígenas que surgen de las rocas). Resulta muy paradójico que el español Gonzalo López-Gallego haya debutado en el cine estadounidense con una película casi experimental de una comercialidad bastante baja (tanto es así que, nos lo dijo él mismo en la presentación, no se estrenará entre nosotros), una serie B con envoltorio, que no sustancia, de arte y ensayo, que con una duración de 15 minutos habría sido un cortometraje genial y memorable y que, en el contexto de una muestra de cine fantástico, habría valido más para una sesión de madrugada fantasmagórica que para un pase en la hora estelar de las diez de la noche, cuando nos habría hecho falta un poco más de adrenalina después de los destripamientos vengativos de la chica salvaje de McKee.
Y para terminar la noche, con todo el mundo ya rendido, otra peli que por sí misma tiene sus valores pero que habríamos apreciado mejor en otro momento y lugar. Abel Ferrara, con pinta de haber cambiado la sordidez y la droga por la meditación y la new age, da en “4:44 Last day on Earth” su visión intimista, lejana de convenciones genéricas, de un posible fin del mundo. Ambientada fundamentalmente en un piso neoyorquino y su azotea, la película, de apenas 80 minutos de duración, se centra en las últimas horas en la relación de una pareja de artistas antes de que el último desastre medioambiental acabe con la vida en el planeta exactamente a las 4:44 de la madrugada. Ni tan experimental ni tan erótica como afirmaban algunos comentarios, la película posee interés como confesión íntima (un elemento importante de la trama es el dilema de Cisco, el protagonista, interpretado por Willem Dafoe, entre despedirse de la existencia volviendo a la heroína o afrontar sobrio, y preferentemente dentro del cuerpo de su joven novia, los últimos instantes del planeta), apunta observaciones interesantes (las últimas comunicaciones con los seres queridos, algunos no tan lejanos, se realizan a través de Skype) e incluso se atreve con simbolismos un tanto ingenuos (el cuadro que la protagonista se pasa toda la película pintando empieza pareciendo expresionismo abstracto de manual para desembocar en una versión grafitera de la serpiente Uróboros dentro de cuyo círculo ella se tumba en posición fetal), pero, después de ocho horas y pico de proyecciones, me hacían falta menos discursos del Dalai Lama o Al Gore y menos serenidad trascendental. Si vamos a ver finalizar el mundo y las proyecciones de la última Muestra SyFy, hubiera sido mejor hacerlo con un poco más de rabia.
viernes, 16 de marzo de 2012
9-3-2012: IX Muestra SyFy 2
El reclamo publicitario de la novena edición de la Muestra, consistente en festejar, mediante un precio muy reducido en el abono, el supuesto fin del mundo anunciado por los mayas en 2012, trató de reflejarse en la programación a través de una serie de títulos de carácter apocalíptico, aunque también, con el paso de los días, dejó meditabundo a más de un aficionado que se preguntaba si realmente se habría tratado de una despedida digna a nueve años de terror, ciencia ficción y locuras varias.
El título de la película inicial del viernes, “Hell”, supone, si tenemos en cuenta su nacionalidad alemana, todo un juego de palabras bilingüe, dado que, amén del “infierno” inglés, puede referirse a algo “claro” o “luminoso”, acepción que comprendemos pronto a poco que vemos la pantalla invadida por una fotografía sobreexpuesta que simula el ambiente cataclísmico creado sobre la Tierra por las tormentas solares, que han hecho imposible desplazarse a la luz del día sin protegerse de la luz. La película la produce Roland Emmerich, quien, dispuesto a proseguir su adquisición de una imagen seria a la vez que dirigía una ficción histórica en torno a Shakespeare, renuncia a imponer a su pupilo Tim Fehlbaum ningún mandamiento de la comercialidad: “Hell” es un apocalipsis seco, árido, sin personajes carismáticos, sin espectacularidad gratuita, más o menos verosímil, pesimista dentro de un orden. Podría decirse que es un producto riguroso y serio, coherente con lo que trata de contar, poco preocupado por ganarse al sector más friki del público y que por lo tanto parece destinado a ser uno de los títulos menos valorados de la programación, toda vez que incluso sus elementos sensacionales, como el consabido recurso al canibalismo para sobrevivir y la metáfora de la granja, remiten a títulos anteriores que no parecían querer centrar la mayor parte de su impacto en crear una imagen visualmente majestuosa de la desolación con preferencia sobre la narrativa, los diálogos y los personajes. Pero la relativa sosería de esta película termina por verse como el contrapunto necesario a los excesos de otras proyecciones posteriores de la Muestra. El recuerdo la reivindicará.
“Stake land”, en cambio, sí es una peli para la parroquia, en este caso para bien. Sus pretensiones de originalidad son nulas: su concepto de cazavampiros sureños y macarras ya estaba en “Vampiros” de Carpenter, y su ambiente de una civilización disgregada y sumida en el barbarismo es tan reciclado como el de su referente más inmediato, “La carretera”. Ahora bien, todo está contado de una manera tan directa y tan sincera, con una convicción que trasciende el bajísimo presupuesto, y con un tono entre la sátira de la América profunda y la parodia amable de las tramas sobre un adolescente perdido en la vida y su veterano y duro mentor, desde “Centauros del desierto” hasta “Karate Kid”, que resulta difícil no encariñarse con esta modesta y entretenida producción. El desconocido Nick Damici, también guionista, está perfecto como el rudo Mister, mientras que, iniciando una segunda carrera como musa del fantástico de la que tuvimos otra muestra este mismo año, nos encontramos a una ya muy madura Kelly McGillis como monja enfrentada a una secta cristiana cómplice del vampirismo. Posiblemente el título más satisfactorio visto en todo el fin de semana, lo cual, me temo, dice poco sobre la calidad media de la programación, dado que, si nos ponemos serios, es simplemente una simpatiquísima serie B a la que resulta fácil alcanzar sus pretensiones, puesto que tampoco tiene tantas. Pero al menos su mala leche sobre la religión y su reivindicación entre bromas y veras de un machismo básico como clave para sobrevivir le dan un mordiente del que “Hell”, pese a sus caníbales rústicos, más bien carecía.
“Hobo with a shotgun” era otra peli para la parroquia, pero en esta ocasión no sé si para bien. Ampliación de uno de los falsos tráilers creados al amparo del proyecto “Grindhouse” de Tarantino y Rodriguez, “Hobo” termina siendo un tráiler de hora y media en el que se acumulan, sin apenas transiciones, todas las imágenes impactantes y momentos “camp” a los que puede dar pie la premisa básica: un pueblo donde reina la anarquía y donde solo un vagabundo homeless es capaz de imponer justicia a tiro limpio. Es de rigor admitir que la película está muy lograda estéticamente, con una recuperación meritoria de los colores saturados del Technicolor, y que ver a Rutger Hauer como el miserable y tronado protagonista no tiene precio, pero, por otro lado, a uno le preocupa estar viendo una versión filtrada de toda inteligencia del díptico “Planet Terror”/“Death proof”. A un servidor le cuesta encontrar complicidad con esta sátira grosera cuyos blancos sociales (la América del showbiz costroso y del pijerío autosatisfecho de la Ivy League) quedan inutilizados por la necesidad imperiosa del director y los guionistas por introducir a toda costa gore cafre y chistes negros, aunque su gracia sea a menudo discutible (valga como muestra la escena en que Slick, uno de los villanos, quema con un lanzallamas un autobús escolar lleno de niños al ritmo de “Disco inferno” de The Trammps y su estribillo “Burn,baby,burn”; es indudablemente una idea gamberra, pero ¿es divertida? En todo caso es un motivo lo suficientemente burdo para “justificar” la venganza del vagabundo, dentro de la poética de lo burdo a la que el director Jason Eisener y sus compinches se lanzan con verdadero entusiasmo). El corazón se me divide con esta película: es muy energética y está llena de momentos creativos (por ejemplo, la aparición de La Plaga, la pareja de cazarrecompensas sobrenaturales, responsables entre otros de eliminar a Jesucristo y Kennedy, pero que no podrán con el vagabundo de la escopeta), pero por otro lado me provoca un notable cansancio y la impresión de que sus responsables no han comprendido los verdaderos valores que hacen grande una película exploitation, a no ser que su sensibilidad esté más cerca de “El vengador tóxico” o el “Sargento Kabukiman” de la Troma que de las metamorfosis postmodernas de Tarantino.
La sesión “trash” con Vigalondo y sus amigos me pilló cansado y muy poco interesado, así que pasé. Igual que el año anterior. Vaya manera de quitarnos una película por la cara, después de un año entero esperando.
martes, 13 de marzo de 2012
8-3-2012: IX Muestra SyFy 1
Es una pena, con la costumbre que tiene uno de ver el vaso medio lleno, que los malos presentimientos iniciales se vayan confirmando uno por uno. El avance de programación de la Muestra SyFy del 2012, junto con la mudanza de la sede al cine Callao, más céntrico que el Palafox, enviaba varios signos inquietantes de que el evento se iba a convertir en algo más mainstream, perdiendo, a la vez que uno de sus programadores de siempre, muchas de las señas de identidad que lo hacían entrañable, en especial su apuesta por el cine oriental, el anime y ciertas propuestas entre el fantástico y el cine “de autor”. En ese sentido, la ausencia de títulos como “Livide” de Bustillo y Maury, o “Redline” de Takeshi Koike, ya daba pistas, y nada buenas.
Después, el pase inaugural de “John Carter”, aparte de proporcionarme mi primer visionado de un estreno en versión doblada desde “Star Wars III: La venganza de los Sith”, y de reafirmarme en mi escaso aprecio hacia una práctica que quita personalidad al sonido de una película y me arrebata la sensación de verosimilitud ante lo que sucede en la pantalla, también me confirmó en mi desdén hacia el 3D, convertido en una sucesión de recortables vistos a través de un filtro sucio y cuyo resultado final es diametralmente opuesto al que en teoría pretende: en lugar de crear una convincente ilusión estereoscópica dentro de la cual el espectador se sumerja y se implique, no hace más que reforzar la impresión de irrealidad y subrayar la artificialidad de los trucajes. Y eso por no hablar de cómo el pulp aventurero, reivindicado antaño como soplo de aire fresco ante la cultura oficial académica y mustia, se ha convertido en el modo por defecto de la cultura popular, pero desprovisto de la incorrección política de sus orígenes, subrayando la simpleza de unos argumentos que se pueden predecir desde los primerísimos minutos y convirtiendo la calenturienta imaginación de escritores pobres que a menudo no tenían tiempo ni para corregir sus errores de redacción en aparatosos espectáculos de estética clónica donde prima el perfeccionismo técnico y poco más.
Algún día me despacharé a gusto sobre Pixar, que considero la productora más injustamente elevada a los altares de los últimos tiempos, pero baste decir que no me extraña que Andrew Stanton no sepa convertir la obra de Burroughs en algo mínimamente memorable, tampoco me extraña que no se note prácticamente nada la mano de Michael Chabon en el guión, ni que la princesa se pase media peli con los pechos vendados como si se los hubiera mordido alguno de los bichos de Marte, ni que, a la hora de las batallas, la sangre de los bichos y enemigos sea tan azul como mi suavizante de "aroma oceánico".
Y para colmo, la pantalla del Callao era notablemente más pequeña que la del Palafox y el comienzo del pase se retrasó una hora entera. Con este comienzo, parecía que la cosa no podría empeorar. ¿O sí?
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