domingo, 16 de agosto de 2009
I Grimmi
El regreso de Terry Gilliam, después de casi 20 años, al tipo de aventura fantástica que lo lanzó a la fama, terminó arrojando un saldo agridulce. No sólo el rodaje fue un campo de batalla donde los hermanos Bob y Harvey Weinstein hicieron y deshicieron casi a su antojo, modificando continuamente la visión del director, vetando determinadas caracterizaciones y sustituyendo técnicos y actores, sino que, una vez terminado el proyecto, quedó claro que incluso un Gilliam haciendo todo lo posible por crear un blockbuster resulta demasiado inclasificable para el público de ahora. Véanse si no las múltiples reseñas negativas quejándose sobre todo de la caótica alternancia de tonos que impedía saber a ciencia cierta qué tipo de película teníamos entre manos. Como si hiciera falta saberlo.
Tampoco vamos a mentir clasificando “Grimm” entre los títulos más logrados de su director, pero tampoco estamos ante el desastre que muchos pretenden. La premisa, demasiado “hollywoodiana” en el sentido de que puede resumirse en una sola frase (“Los cazafantasmas” a finales del siglo XVIII) era demasiado sencilla para un espíritu rebuscado como el de Gilliam, de ahí que tratara de acercarla más a su terreno, sin contar con que los Weinstein son “productores autores” y que el producto final delataría el enorme número de manos distintas que intervinieron en el guiso.
El guión original, firmado por Ehren Kruger, que había hecho su nombre con el remake de “The ring”, buscaba claramente evocar los aspectos terroríficos de los cuentos populares alemanes, insertándolos en una estructura casi de giallo en la que varias niñas van desapareciendo en el bosque en circunstancias que recuerdan, ya sea a Blancanieves, ya sea a Hansel y Gretel. Incluso la aparición final de la bruja, y su destrucción final, recuerdan casi demasiado a “Suspiria” de Dario Argento.
Por otro lado, a Gilliam le interesaba retomar el conflicto de “Munchausen” entre el pragmatismo racional y la intuición fantasiosa, plasmándolo a través de dos personajes de psicología enfrentada, pero también a través de un ejército francés invasor (vaya, vaya, ya está Terry poniendo otra vez el duda la herencia de la Ilustración) y de un bosque donde se concentran todas las fuerzas oscuras del insconsciente y que despierta reacciones condradictorias: por un lado es el origen de todos los peligros, pero, por otro, no hay que permitir su destrucción, porque es precisamente el enfrentamiento a esos peligros y su superación lo que nos hace humanos.
Si añadimos a todo esto un componente de comedia grotesca más acusado que otras veces (no en balde la película anterior de Terry había sido la estrafalaria “Miedo y asco en Las Vegas”), con un desmadrado Peter Stormare retomando el rol pythoniano como el torturador Mercurio Cavaldi y unos gags demasiado frenéticos para su propio bien, no es raro que muchos se sintiesen desorientados. Son muchas películas en una sola, y fallaron las circunstancias para mantener un control adecuado sobre el producto. Cuando Gilliam quiere ponerle una nariz rara a Matt Damon y los Weinstein no quieren ver destrozada a su estrella taquillera, cuando el operador Nicola Pecorini es despedido y reemplazado a mitad de rodaje, cuando Samantha Morton, excelente actriz que habría dado un toque poco convencional al personaje de Angelika, desaparece del reparto por órdenes de arriba y en su lugar llega al plató Lena Headey, cuya belleza es tan convencional como sus capacidades actorales, el director acaba tirando la toalla y salvando los muebles como puede. Ni siquiera se molesta en ocultarle a Headey que no era la actriz que él quería, ni tampoco en defender con uñas y dientes el resultado final, enfrascado como está ya en otro proyecto más personal, “Tideland”, que sería también uno de sus más controvertidos.
Y sin embargo creo que “Grimm” tiene multitud de puntos positivos. Aunque le cuesta un poco arrancar y la trama de los cazafantasmas timadores es artificiosa en exceso, las secuencias de terror, salvando alguna animación informática no muy feliz, aúnan poesía visual e inquietud de una manera peculiar, y a menudo son demasiado intensas para un público cien por cien infantil; ese bosque animado por los espíritus, que casi parece por momentos el de “Posesión infernal”, ha de ser una de las plasmaciones más convincentes del arquetipo, superando a la de “En compañía de lobos” de Neil Jordan, mientras que la manera en que la reina bruja encarna a la vez el mal primigenio y las aspiraciones románticas más sublimes del idealista Wilhelm, a la par que los elementos iconográficos de los cuentos populares van apareciendo dispersos, misteriosamente, sin explicaciones que aspiren a la lógica, consiguen plasmar de manera muy afortunada las contradicciones del inconsciente profundo, ese caos primordial en lo profundo de la mente que trataría de ser organizado y sistematizado a base de cuentos estructurados con principio, nudo y desenlace, primero, y de esperar a que llegase el señor Bruno Bettelheim, después.
En la época en que se estrenó la película me quedó la duda de si yo era el único en encontrar bellísima su estética, con unos ecos de las bellas artes (véase por ejemplo la evocación de la “Ofelia” de Everett Millais) que buscaríamos en vano en Burton o del Toro, en admirar el dinamismo de la actuación de Heath Ledger cuando se le veía principalmente como un guaperas de carpeta adolescente, en quedar subyugado por la partitura de Dario Marianelli y sus referencias a “El pájaro de fuego” o a “Vértigo” (es que esa altísima torre lo pedía), en sentirme arrastrado durante toda la segunda mitad por una espiral imparable de acción y onirismo, en ver el desigual conjunto redimido por un desenlace majestuoso, al igual que Cavaldi, cargante durante toda la primera mitad, acaba por resultar entrañable.
Es como si un esqueleto torcido acabase animado por una carne y un corazón maravillosos, configurando un ser extraño que puedes amar si lo miras con los ojos adecuados. Bueno, démosle tiempo: “Munchausen”, despreciada en su momento como una chorradilla, hoy es una de las fantasías fílmicas más admiradas; “Doce monos”, vista como un agobiante batiburrillo que no había por donde agarrar, hoy es un clásico moderno de la CF. Yo, en el Messenger, ya he tenido conversaciones con personas que me echaban pestes de los “Grimm” en su estreno y que, cuatro años después, ya entonan el conocido estribillo de “Pues no estaba tan mal”. Cuando nos demos cuenta de que una obra audiovisual no es una hamburguesa para comer en cinco minutos y que a veces serán necesarios varios años y varios visionados para que a determinadas obras les veamos mínimamente la gracia, seremos mejores espectadores. Puede que “Grimm” sea una de las películas más flojas de Terry Gilliam, pero perder de vista que, aun así, destaca como un ochomil entre el resto de películas actuales de su género, sólo puede ser síntoma de una época con muchas expectativas pero ninguna preferencia.
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