Es mi sino: cuando conozco a quienes teóricamente comparten
mis gustos, solo encuentro diferencias. En los conciertos clásicos, no solo
sigo siendo de los más jóvenes con la cuarentena cumplida; también soy de los
pocos que manifiestan entusiasmo, que están ahí para asistir al nacimiento
mágico de la música y no, como mi amiga Verónica, para ufanarse de que los intérpretes
están interpretando las partituras para ellos, como si los artistas fuesen
lacayos y el público estuviese compuesto de príncipes Esterhazy. Tampoco me
afecta el síndrome del entendido: ni estoy dispuesto a buscar defectos como sea
en el trabajo de quienes osan ponerse frente a un auditorio, ni me divierte
adoptar poses y fobias irracionales, ni me hago el imperturbable tras una gran
actuación por si mi alegría compromete mi imagen de oráculo. Si estoy ahí es
porque me gusta.
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