sábado, 22 de octubre de 2011

Leone 71: Giù la testa!


Siempre ha habido algo fascinante en las películas malditas cuyo fracaso bajó a su director de su posición de privilegio e incluso terminaron su carrera tal como venía desarrolándose hasta entonces. Tratándose de figuras como Hitchcock, David Lean o Sergio Leone, está claro que son películas donde el talento está presente en cada escena y cada fotograma, pero también la semilla de la decadencia, una pérdida de la capacidad para sintonizar con los tiempos. Hitchcock, en pleno despegue de la revolución sexual, se empeñaba en diseccionar la frigidez de una rubia, y David Lean, en plena euforia de la contestación social, mostraba la cara fea de la insurrección en Irlanda. Leone, por su parte, se marcaba una epopeya del desencanto que se alejaba aún más del descaro lúdico de la “trilogía del dólar”, demasiado intimista para ser aceptada como cine de acción y demasiado burda para recibir los plácemes de los aficionados al cine político.


“Agáchate, maldito”, a la par que continúa la senda de las producciones “grandiosas”, simplifica sin embargo su construcción: de los tres o incluso cinco personajes principales de las películas anteriores pasa a tener simplemente dos figuras que soportan el peso de la historia. Juan Miranda tiene mucho de Tuco, mientras que John Mallory estaría un poco entre Eastwood y van Cleef, aunque, ahí está la diferencia, con el tipo de historia personal que raramente sabíamos de los personajes anteriores. Miranda es un personaje arrollador y vitalista (aunque el acento seudo-mexicano que crea para él Rod Steiger sea un poco psicotrópico), un bandido patriarca manipulado para convertirse en héroe revolucionario a su pesar, pero resulta demasiado caricaturesco, sobre todo al lado de un Mallory en cuya cabeza, podría decirse, sucede toda la película, prefigurando un poco “Erase una vez en América”.


Los flashbacks de Mallory, con su efecto flou y su ralentí que acentúan su carácter obsesivo, como si nunca pararan de reproducirse en la memoria del personaje, fueron el blanco de muchas críticas de la época y poseen un claro componente kitsch, pero fascinan por su ambigüedad a la hora de contarnos qué hace en México un dinamitero del IRA. Sabemos que hubo una historia de traiciones entre él y un correligionario, pero no queda claro quién traicionó a quién; sabemos justo antes del desenlace que ambos compartían a la misma mujer, pero, a medida que el primer plano de Coburn se desenfoca, su sonrisa va haciéndose más amarga. Mallory huye de la revolución y de la amistad, pero ambas parecen perseguirle. En México se repiten las traiciones y queda claro que las revoluciones suponen la muerte en masa de los inocentes, pero la amistad tal vez sea posible, aunque, como siempre en Leone, sólo entre hombres.


Lo malo es que, tras el comienzo picaresco y cómico y el tira y afloja entre los dos protagonistas, la acción se detiene enseguida. Esos rótulos del comienzo, al mejor estilo del Godard de la época, citando a Mao, dan paso a una secuencia “política”, la de Juan con los ricos en la diligencia, que no se distingue por su sutileza expresiva. Mientras la clase dominante pronuncia su desdén hacia los desharrapados, vemos planos detalles pasablemente repugnantes de sus bocas mientras comen (sere yo, pero nunca me ha gustado ver comer a los personajes de una película), como queriendo decir que, pese a creerse la sal de la tierra, los poderosos necesitan satisfacer sus necesidades exactamente igual que los desheredados, y también comen judías (que se lo digan si no a Bud Spencer). La escena posterior en la que Juan se venga de los desdenes de la mujer rica llevándosela aparte para violarla, dejando aparte su incorrección política setentera, tampoco es el colmo de la sutileza. El argumento esencial a favor de la revolución parece ser que los ricos matan a los pobres; si los aspectos ideológicos pueden suscitar ridículo e irreverencia, quedémonos con la defensa propia como razón para actuar. Más básico, pero más radical.


De ahí que abunden los tiempos muertos donde impera la desolación, la muerte administrada en cantidades industriales a las clases bajas insurrectas, subrayando un claro pesimismo, una resignación ante el hecho de que, aunque haya que luchar, todo terminará como tiene que terminar: en desastre, caos y muerte. Aunque idealistas, las personas tienen una carne débil y traicionan, como hace el doctor Villega y tal vez el propio John Mallory. Si encuentras un buen amigo, lo acabarás perdiendo, como le pasa a Juan Miranda al final de la película. Demasiado fatalismo y demasiada tristeza para ser un gran éxito, pero quizá apropiados para poner fin a todo el ciclo de los spaghetti western.


“Agáchate maldito” es una peli imperfecta pero fascinante. Saboteada por mil y un problemas en el rodaje, prueba de un cierto agotamiento creativo, dado que era imposible superar “Hasta que llegó su hora”, comenzaba sin embargo a marcar un cambio en la obra de su creador que sólo puedo empezar a materializarse más de diez años después y no tuvo ocasión de seguir desarrollándose. Resulta difícil encontrar aquí la energía de las cuatro películas anteriores, pero la ironía, el sarcasmo y el romanticismo oscuro, subrayadas por una memorable partitura de Morricone que es excéntrica incluso para él, siguen estando ahí, al igual que su ojo implacable para las composiciones en scope y ese manejo del tempo que está a punto de írsele de las manos. Es el tipo de diamantes en bruto que, si bien suelen acabar con las carreras de sus artífices, suponen a menudo sorpresas inesperadas para el espectador cansado de ver la misma “obra maestra” una y otra vez.

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