domingo, 11 de enero de 2015

El doctor Turing y su infernal máquina del deseo



Lo que normalmente hace fatigosos los biopics es la insistencia en la misma plantilla donde se hace coincidir la curva de una existencia humana: siempre tienen que estar los comienzos difíciles, donde comienza a fraguarse la lacra personal que acompañará al personaje durante toda su vida, después la ascensión meteórica, seguida de una caída en brazos de los demonios personales hasta que su fuerza de voluntad (o, probablemente, la abnegación de una gran mujer) consiguen convertirlo en un ejemplo de superación. Añadido a esto está el obvio propósito de no ofender a las familias del homenajeado o incluso a personajes principales o secundarios aún vivos, hurtando los aspectos que los harían antipáticos a un público general o a una academia de votantes.

No obstante, no seré de los que deplore no ver a Alan Turing entregado al cruising en la Inglaterra de los años 50, dando al retrato de su condición gay un carácter más explícito. La historia que cuenta “The imitation game” tampoco lo necesita, toda vez que debe de haber costado trabajo imbricar en un solo guión todas las facetas de una existencia tan singular, que abarca el devenir de la II Guerra Mundial, la lucha de las mujeres por ser reconocidas en la ciencia, el espionaje anterior a la Guerra Fría, la represión de la homosexualidad en el Reino Unido, el nacimiento de la informática e incluso de la inteligencia artificial. Sabiendo manejar bien estos ingredientes, nos encontramos con que siempre sucede, se ve o dice algo interesante, notándose la mano del director de “Headhunters” (thriller nórdico que no me canso de reivindicar) a la hora de exponer un material que podría hacerse confuso, a la par que nos encontramos con un trabajo oscarizable (y más con los Weinstein detrás) de Benedict Cumberbatch, quien corre el riesgo de encasillarse en genios excéntricos pero no deja por ello de expresar una gama de registros emocionales francamente alta.

Habrá quienes encentren un poco azucarado el romance infantil que marca la vida del matemático, así como la insinuación, algo cursi pero para mí hermosamente cienciaficcional, de que Turing busca construir con sus máquinas de inteligencia artificial la réplica de su amor muerto. El intento de hacer pensar a las máquinas va un poco más allá de la esfera emotiva, situándose casi en un ámbito divino y generando implicaciones que la película no aborda, como, en cierto modo, tampoco hace con la mayoría de los múltiples hilos temáticos que abre, quedándose en el loable logro de entretener bastante dramatizando páginas poco visitadas de la historia (ahora me entran las ganas de ver “Enigma”, con Kate Winslet, y comparar) y dando pie a mil reflexiones que podrían tener su película cada una.

Reprocho únicamente que se pase un poco de puntillas, por no deprimir a los votantes de los Óscares, por el terrible final de Turing, decisión quizá realizada en el montaje, pues en la película pueden verse claramente indicios anteriores que llevan a él. En la primera aparición del científico se ve que tiene cianuro en su laboratorio, y en su intento de ser más sociable y ganarse a su plantilla de criptógrafos les reparte las mismas frutas que terminarían siéndole fatídicas. Pero al parecer no se podría terminar una película con su héroe mordiendo, cual Blancanieves, de una manzana envenenada.

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