Lo que normalmente hace fatigosos los biopics es la
insistencia en la misma plantilla donde se hace coincidir la curva de una
existencia humana: siempre tienen que estar los comienzos difíciles, donde
comienza a fraguarse la lacra personal que acompañará al personaje durante toda
su vida, después la ascensión meteórica, seguida de una caída en brazos de los
demonios personales hasta que su fuerza de voluntad (o, probablemente, la
abnegación de una gran mujer) consiguen convertirlo en un ejemplo de superación.
Añadido a esto está el obvio propósito de no ofender a las familias del
homenajeado o incluso a personajes principales o secundarios aún vivos,
hurtando los aspectos que los harían antipáticos a un público general o a una
academia de votantes.
No obstante, no seré de los que deplore no ver a Alan Turing
entregado al cruising en la Inglaterra de los años 50, dando al retrato de su condición
gay un carácter más explícito. La historia que cuenta “The imitation game”
tampoco lo necesita, toda vez que debe de haber costado trabajo imbricar en un
solo guión todas las facetas de una existencia tan singular, que abarca el
devenir de la II Guerra Mundial, la lucha de las mujeres por ser reconocidas en
la ciencia, el espionaje anterior a la Guerra Fría, la represión de la
homosexualidad en el Reino Unido, el nacimiento de la informática e incluso de
la inteligencia artificial. Sabiendo manejar bien estos ingredientes, nos
encontramos con que siempre sucede, se ve o dice algo interesante, notándose la
mano del director de “Headhunters” (thriller nórdico que no me canso de
reivindicar) a la hora de exponer un material que podría hacerse confuso, a la
par que nos encontramos con un trabajo oscarizable (y más con los Weinstein
detrás) de Benedict Cumberbatch, quien corre el riesgo de encasillarse en
genios excéntricos pero no deja por ello de expresar una gama de registros
emocionales francamente alta.
Habrá quienes encentren un poco azucarado el romance
infantil que marca la vida del matemático, así como la insinuación, algo cursi
pero para mí hermosamente cienciaficcional, de que Turing busca construir con
sus máquinas de inteligencia artificial la réplica de su amor muerto. El
intento de hacer pensar a las máquinas va un poco más allá de la esfera emotiva,
situándose casi en un ámbito divino y generando implicaciones que la película
no aborda, como, en cierto modo, tampoco hace con la mayoría de los múltiples
hilos temáticos que abre, quedándose en el loable logro de entretener
bastante dramatizando páginas poco visitadas de la historia (ahora me entran las ganas
de ver “Enigma”, con Kate Winslet, y comparar) y dando pie a mil reflexiones
que podrían tener su película cada una.
Reprocho únicamente que se pase un poco de puntillas, por no
deprimir a los votantes de los Óscares, por el terrible final de Turing,
decisión quizá realizada en el montaje, pues en la película pueden verse
claramente indicios anteriores que llevan a él. En la primera aparición del
científico se ve que tiene cianuro en su laboratorio, y en su intento de ser
más sociable y ganarse a su plantilla de criptógrafos les reparte las mismas frutas
que terminarían siéndole fatídicas. Pero al parecer no se podría terminar una
película con su héroe mordiendo, cual Blancanieves, de una manzana envenenada.
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